martes, 13 de diciembre de 2011

LOS ARRABALES DEL ALMA

La leyenda impresa dice que lo primero que se le ocurrió a John Ford cuando conoció a Akira Kurosawa fue decirle que realmente le gustaba la lluvia de sus películas.
Semejante halago - falseado o simplemente embellecido, ya que la frase textual al parecer fue "You really like rain" - es un buen argumento para defender que el joven director japonés adoptara incluso los hábitos de vestimenta del maestro, que nunca estuvo muy pendiente de la moda, todo sea dicho. Poco después le tomaron una foto a Akira donde efectivamente usa gorra, gafas oscuras, calza unos zapatos de gamuza (marrones, no como las de Carl Perkins; el rock n' roll no debió impresionar mucho a Ford) y un bonito pañuelo al cuello. No se tienen noticias de que mordiese también el pañuelo.
Mucho después de ese encuentro, cuando a Kurosawa le faltaban apenas unos meses para perder la fe en todo y pensar en abandonar este mundo, hecho que hubiese acaecido dos años antes de la partida del maestro y que nos hubiese privado de su triunfal vuelta con la maravillosa siberiada "Dersu Uzala" en 1975 - que bien pudo haber sido un gran Ford en esa década por cierto - rueda su muy tardío primer film en color y el último de bajo presupuesto de su carrera, por la que no apostó nadie más hasta la llegada de Milius y Coppola para rescatarlo diez años después.
"Dodes'ka-den", que fue un fracaso de público y crítica, ha quedado abandonada entre los dos últimos periodos de su obra y como mucho se ha establecido como el "necesario" eslabón experimental y expansivo que une la algo falta de ritmo, repetitiva y parsimoniosa "Akahige" - no obstante, ceremonialmente recibida y considerada por el propio Kurosawa como un punto de llegada - con esa esplendorosa aventura rusa que inaugura su triunfal etapa final.
Lo cierto es que la prolongada ausencia de las carteleras por primera vez de ninguna obra suya en casi un lustro, de 1965 a 1970, y el gran recuerdo dejado por el film precedente a "Akahige", "Tengoku to jingoku" invitaron a pensar que Kurosawa tomaba aire, se pensaba el próximo golpe y quizá preparaba algo así como su obra definitiva.
Esas circunstancias personales complicadas a las que aludía y diversos problemas frustraron los grandes proyectos en que estuvo trabajando ("Tora! Tora! Tora!", que finalizó Fleischer y otro que retomó Konchalovsky en los 80, "Runaway train") y cristalizaron en cambio en un laborioso, fatigoso financieramente hablando y mútliple film que aglutina un torrente de ideas y sueños cosidos en uno de los más hermosos entelados posibles.
Así, esperando ver coloristas ornamentos elaborados para decorar realistas y sucios muros quizá es como mejor puede cualquiera prepararse para descubrir o rememorar esta película infinita que apenas encuentra eco en su obra anterior - quizá sí en personajes o situaciones de las tempranas "Nora inu" o "Yoidore tenshi", mucho menos estructural y emocionalmente hablando - y sí en cambio se verá reflejada en alguna de las últimas que hizo al final de su vida.
A medio camino entre una invitación a contemplar lo visto y oído - pero a lo que cuesta acercarse: nadie quiere tener nada que ver con el desamparo y la miseria - y una indagación sobre lo oculto o en lo que nunca se reparó - la belleza, la humanidad entre una montaña de basura -, transcurren las imágenes de "Dodes'ka-den", que complementa por oposición pura a esa tensa y acaudalada "Tengoku...", que como se recordará, ya anunciaba el nacimiento de su antagonista con aquella nota de color surgiendo de los laberínticos extrarradios en los que tenía lugar la resolución de su misterio aunque "oficialmente" la culpa la tuviera Langlois, que le mostró la tintada escena del baile de "Ivan Groznyy" de Eisenstein.
Relajada y pobre, sí, pero exultante.
Imagino que lo más inmediato es asimilar "Dodes'ka-den" a sus impulsores (Ichikawa y Kinoshita) o a su tiempo, a algún Fellini de otrora gran fama ("Giulietta degli spiriti" especialmente), a un muy marginal Ettore Scola ("Brutti, sporchi e cattivi"), probablemente a algún Satyajit Ray al que tanto admiraba Kurosawa, a varios próximos Lino Brocka o hasta a los últimos coletazos del musical, que es lo que en gran medida es pese a la ausencia de canciones o números coreografiados; incluso puede ser pertinente ligarlo al Renoir de la última etapa y, por qué no, al postrero Guiguet de casi treinta años después.
Son conexiones de todas formas un poco a posteriori porque las raíces, el tronco y parte de las ramas de este coral film vienen de mucho antes que se inventara el cine, del medievo, en la frontera de los siglos XIV y XV y deben mucho a la visión que del arte y la vida tuvo el dramaturgo Zeami Motokiyo, del que siempre fue entusiasta Kurosawa y con el que finalmente se decidió a "dialogar" sotto voce, sin proclamarlo, en una relación de inspiración y readaptación - más que actualización, pues poco se moderniza - pareja a la que ha desarrollado Straub con Pavese o la que tuvo obsesionado a Welles con Shakespeare.
Por todo ello, la maquinaria de la malhablada y mugrienta "Dodes'ka-den" poco se alimenta de algunos temas que habitual y recientemente rondaban y casi copaban su cine: el poder, la venganza, la guerra, la corrupción, el honor, etc., retornando a la senda de su obra en los años 40, recuperada en "Ikiru" e interrumpida desde entonces, de forma más violenta y negra (casi siempre por culpa de las palabras, que son dardos, tan agudos a veces como las de los más afilados Mizoguchi) de lo que nunca fue, no importa cuántas grandes tragedias hubiese recorrido desde entonces. 
Si de cada cinco films con los grandes asuntos descritos hay un gran Kurosawa, casi de cada acercamiento a los "pequeños" contratiempos y las vivencias cotidianas de sus más llanos compatriotas, sale un film extraordinario. Sin ellos, mucho menos nos importaría a algunos su carrera.
La emoción que desprende el film desde que el inarredrable Rokuchan pone en marcha por primera vez su imaginario tranvía, donde casi puede oirse la voz de Kurosawa, con un travelling hacia delante como contraplano - uno de los grandes momentos del cine -, es tan duradera como difícilmente verbalizable.

sábado, 5 de noviembre de 2011

SHE SMILED SWEETLY

No suele suceder muy a menudo que un director firme una de las películas más insufribles de su tiempo y una de las mejores.
Tampoco es muy lógico, aunque menos sorprendente, que la primera, "Hellzapoppin'" sea mucho más famosa y recordada que la segunda.
"The Miniver story" además, caso bien extraño, es, como puede suponerse, una continuación de una de las películas emblemáticas de la guerra, "Mrs Miniver" de William Wyler, a la que algunos pensamos que no sólo iguala sino hasta supera claramente.
Una segunda parte que, por llegar ocho años después de la primera, en 1950 y por mucho que utilize algunos de sus actores y emplazamientos, no da pie a que pueda hablarse de oportunismo animado por el éxito en taquilla del film de Wyler, un poco lejano ya al paso que corrían los tiempos desde el armisticio y al que no alude ni del que hace suyo recurso alguno.
Por otra parte y por estrenarse cinco años después del fin de la guerra, no puede ser tampoco un coyuntural aprovechamiento del camino de éxito abierto por su ilustre predecesora, que mucho debió a lo que contribuyó, dentro de sus posibilidades, al "esfuerzo de guerra", hasta tal punto que le valió ser desde el principio puesta como ejemplo, hasta por Churchill, de lo que debía ser el perfecto film de aliento patriótico y propagandístico - de que hay que tomar aire para seguir viviendo al menos - como años después y complementariamente, lo sería también otra de las obras maestras de Wyler, "The best years of our lives".
Ni siquiera es, menos aún de lo que lo era aquella, una película inglesa, por muchos actores de esa nacionalidad que utilice y sin embargo pocas películas como estas han reflejado tan bien la idiosincracia de ese país.
Lo cierto es que, milagros cotidianos de una época, casi diría que ni sorprende ver al habitualmente sólo correcto o inspirado a veces H. C. Potter (y, sin acreditar, otro realizador sin prestigio, Victor Saville), con un gran guión en las manos, calzar los zapatos del mejor John Cromwell, de John M. Stahl, de Leo McCarey - y en cierto modo es "The Miniver story" frente a "Mrs Miniver" lo que había sido "The bells of St. Mary´s" respecto a "Going my way": una ampliación que es una redefinición - y, enlazando con este último, ser un vaso comunicante con el cine de Yasujiro Ozu o Mikio Naruse (no cuesta mucho por cierto imaginarse a Setsuko Hara Michiyo Kogure encarnando el papel de Greer Garson) para volver a visitar a Clem, Kay, la ya mujer Judy y allegados una vez finalizado el conflicto, en plena época de racionamiento y reconstrucción.
Es sobre todo "The Miniver story", más allá de su circunstancia histórica, que contextualiza un momento de grandes decisiones y replanteamientos, una película sobre una mujer, una de las grandes películas sobre una mujer.
Decir sin pronunciar palabra, revestir de naturalidad lo que puede ser dramático (para ellas y para los que la quieren), sugerir discretamente algo cuando quiere advertirse que será crucial, aceptar como viene lo malo y quedarse con lo bueno de la vida.
No es que esas sean características exclusivas de las mujeres ni, si les faltan, dejen de ser especiales, pero nadie como ellas son capaces de tenerlas y no perder un encanto del que los hombres carecemos por completo.
Greer Garson, realmente implicada en el guión, tan a menudo etiquetada como actriz rígida y fría, sin juventud, encarna extraordinaria, moduladamente, la urgencia de la condición de su personaje, que será la brújula del film, más acuciante que ninguna guerra, más dolorosa que cuantas desgracias ocurrieron en los años precedentes.
Escenas tan prodigiosas como el desmayo de ella mientras Clem vuelve gozoso a asearse en su cuarto de baño por primera vez tras la contienda, la visita al médico,  que es confortado por ella cuando por fin accede a hablar o la charla cordial que se torna sutil encuentro de voluntades para el futuro entre Kay y Steve (Leo Genn), el enérgico novio de Judy (Cathy O´Donnell, aún con la candidez en el rostro que tenía en "They live by night"), se encuentran entre las más penetrantes del cine americano de esos años.
Quizá esa sea la clave.
"The Miniver story" y dos detalles que pueden parecer previsibles o banales - su curioso título, que anuncia que va a abrirse a todas las ramificaciones posibles para ver "qué fue" de ellos y su expresivo cartel, donde aparece Greer Garson notoriamente más efusiva y feliz que el circunspecto gesto con el que presidía el de "Mrs Miniver" - no hacen sino preparar para el especial tono del film, que opta por trasvasar las especiales condiciones de la famosa familia (la resistencia, el orgullo, el tranquilo modo de vivir pese a la intolerable invasión de la intimidad y las costumbres) a la persona de ella, callado reducto de desazón y tristeza disfrazado de conciliación y calma, cuando el resto del mundo emprende la vuelta a la normalidad, al fin en casa y con toda la vida por delante.
Esa historia, esas historias, que no serán la suya, son a las que aplicará toda la persuasión de la que sea capaz para dirigirlas lo más cerca posible de la felicidad.
Porque rodeada de pequeños heroísmos y cabezas que se levantan poco a poco ante las bombas que caen - e igualmente podría recordarse, en el extremo opuesto, a la Lilo Pulver de "A time to love and a time to die" de Sirk, que reaccionaba ante el miedo y el sometimiento de los demás - parecía más fácil o consecuente encarnar un paradigma del civismo como lo fue la Sra. Miniver, porque la guerra debía acabar antes o después y todos volverían a ser lo que eran, incluídos los alemanes. Había en aquellos personajes una confianza en sus fuerzas, en que les asistía la razón, en que valía la pena luchar porque valía la pena el mundo que habían construído.
Ahora no, ahora está ella sola, nada importa de lo que pasó y no va a haber posibilidad de ver un día la situación revertirse.
Potter procura preservar su intimidad y aprovecha cualquier resquicio para insuflar comedia y ligereza, sobre todo cuando las situaciones están atemperadas por ella, que se niega a tener prisa.
Con una voz en off precisa (la de Clem, mirando desde el presente año 50) y acompasada cada vez más al ritmo que marcan los pasos de ella, conforme consigue con mano izquierda y con la amplitud de miras que súbitamente adquiere, hacer ver a los demás las implicaciones de sus actos, la importancia que tiene elegir en la vida, el film desemboca en un emotivo final con una sencilla elipsis sobre unas escaleras, una de esas escenas tan adecuadas al carácter de quien las encarna como evocadoras de lo hasta entonces narrado, que hacen revivir la película entera en la cabeza cada vez que se recuerdan.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

EL BANQUETE

En un momento decisivo como el presente, algunos políticos torpemente (nadie se cree tales dádivas si no revierten en su propio beneficio o estabilidad) han enarbolado la deuda que Europa tiene con Grecia como la principal razón para no dejar al país abandonado a su suerte frente a los especuladores y los acreedores (sospechosamente agrupados en la misma horda vandálica), que son compatriotas y socios suyos o hasta quizá no.
Esa deuda, que paradójicamente tiene el mismo nombre que el problema que la trae a colación, sabe a piedra pulida y celulosa solemne frecuentada por pocos sin respirar hondo para ponerse en situación y además suena a primera piedra fundacional de una civilización que legó una serie de conceptos de los que partimos y hasta perfeccionamos o así nos lo hicieron creer. 
Palabras huecas que suenan además a falacias pronunciadas por quienes sólo pasarán a la historia por ostentar responsabilidades a nivel comunitario o asumidas en público sin que nadie les haya autorizado para detentarlas, en este justo momento en que todo se convierte definitivamente en un sinsentido insostenible. 
Grecia ha mentido, dicen.
Grecia. Sus dirigentes, sus banqueros. 
Tal vez para volver a pisar suelo firme entre tanta amenaza de "inevitable" desgracia colectiva disfrazada de sacrificio para el porvenir, sería ilustrativo acudir una vez más al gran analista de futuros Chris Marker y en concreto a su serie de TV programada en 1989, arduamente recuperada y limpiada, tras mil copias degradadas, "L'héritage de la chouette", un seguramente desagradable espejo de la vergüenza si se organizara una proyección ex profeso para tales mentes rectoras.
Porque una cuestión rápidamente viene a la cabeza.
¿Realmente puede adoptarse una posición retrospectiva si se ha retrocedido tanto?
¿Quiénes?, ¿los muy legítimos secuestrados por instantáneos, ingentes, incontrolados movimientos de dinero?
Evocaba Thomas Harlan (el hijo de Veit, el valioso director alemán ajusticiado sin defensa por sus conexiones nazis) en el epílogo de la espléndida película que Christoph Hübner rodó sobre su figura hace un lustro, el poder tan devastador que tendría una cosa tan sencilla como que nadie pudiese mentir, que todos afrontáramos cada acto y cada pensamiento sin posibilidad de engaño.  
Surge de nuevo esta reflexión desde los mismos títulos de crédito de esta serie, donde la Fundación Onassis que respalda el proyecto se lava las manos con respecto a lo que a continuación vaya a decirse, que es sólo cosa de Marker y quien él elija para expresar su opinión.
No pasa más de un minuto para que Marker responda via Chejov: nadie va a decir nada que alguien inteligente no sepa ya... y que un zoquete no comprenderá jamás.
Así, este homenaje a toda la belleza que resultó de la virulenta batalla - principalmente dialéctica, la más exigente, la que no admitía trampantojos - librada hace dos mil quinientos años en busca de las verdades de la existencia y la convivencia, que aspiraron a ser complementarias, sacaría los colores a cuantos han osado olvidar.
Sobre todo que un pueblo no son sus jerifaltes. 
Pero no ocurrirá.
En parte por culpa del propio Marker.
Pasan los años, pasan la décadas, camino de seis ya desde su debut y ha tenido Marker, en activo si no se demuestra lo contrario, siempre tan escaso interés en trascender y dejar un completo legado, ha continuado investigando en solitario sin "equipararse" a lo que otros hacen pero teniendo muy en cuenta lo que otros dijeron - aunque haga mucho o nadie ya lo recuerde y hasta si en nada puede relacionarse tal cosa a priori con el cine - y se ha mantenido tan reticente al dogmatismo, que no ha habido forma de armar grandes hipótesis a partir de sus sorprendentes hallazgos y clarividencias.
Cada seguidor suyo, que ha precisado algo más de voluntad de geólogo que de cinéfilo, bastante ha tenido con rastrear su pista, juntar como cada cual haya sabido las piezas encontradas y elaborar pequeñas teorías incompletas sobre su obra. Como para pensar en extrapolaciones y enseñanzas.
"L'héritage de la chouette", aún teniendo un sujeto y hasta un predicado más concreto de lo habitual en su cine, una estructura más exacta en cada uno de sus 13 (12 más propina) episodios de una media hora de duración cada uno y un elemento conductor más meridiano y sencillo (menos privado en todo caso), resulta tan misteriosa y evocadora como de costumbre. Quizá porque hablar para no decir nada se ha convertido en algo tan cotidiano, que el verbo luce como nunca.
Así, no es difícil seguir el ritmo de esta auténtica tormenta de ideas sobre el estado del mundo, lo que fue y lo que quizá nunca volverá a ser, esta vez sin partir de esa característica tan cara a su cine, la invitación.
Marker construye por estratos, utilizando únicamente una muy esporádica voz en off y el montaje para que historiadores, filósofos, otros colegas como Kazan o Angelopoulos y hasta anónimos estudiosos traten de detectar no qué ha sido de, sino qué hemos hecho con, las ideas y, generalizando, los tesoros heredados.
Muy significativo y central, aunque sea el tercer episodio, es el dedicado a la democracia, que eleva un muro infranqueable ante los ojos y los oídos de quienes la han idealizado como el único sistema justo de convivencia.
Entonces, como ahora, fue imposible ponerla en práctica y ni la primera experiencia americana permite albergar la certeza de que sea viable en cuanto se redimensiona más allá de un pequeño núcleo.  

sábado, 22 de octubre de 2011

ALGODÓN Y SALITRE

La más irreal y estilizada de las películas de Manuel Mur Oti va camino de tener ya sesenta años de vida y no parece haber cerca ninguna clase de restitución al verdadero lugar que debería ocupar en un cine tan pobre en obras verdaderamente personales y arriesgadas como el español.
La soledad y el olvido en que ha caído "Fedra", que son mayores incluso cuantos más años transcurren y más lejos quedan los referentes que pueden servir para proporcionar una cierta naturalidad, un orden de cosas en que situar su singular textura, su acento, su luz y su contraluz (conscientes o no y por desgracia casi todos pasados de moda con el agravante de que no vino nadie de fuera a "corregirnos": Griffith - desde la apertura en la playa con una escena sacada de "The unchanging sea" -, King Vidor, Welles ("The lady from Shanghai" sobre todo, aunque Estrella sea la antítesis de la muy poco fiable Elsa Bannister: ingenua, pobre, nada mundana y odiada por las demás mujeres), Cocteau y hasta Mankiewicz, más incluso que Albert Lewin, Room y Machatý), dice mucho en favor de la capacidad de Mur Oti pero dice por desgracia más aún acerca de la miopía crónica de los que compartimos con autor y obra el haber nacido en este variopinto territorio descolgado de Europa.
Este melodrama quintaesencial (por su desafiante pureza y por pertenecer a ese ramillete de obras supremas del género en el antiguo continente), que concede a la palabra un lugar equivalente al de su impresionante imaginería, probablemente sería a estas alturas un film de referencia si se le hubiese ocurrido hacerlo - cada uno dentro de su particular registro, quizá en pocos casos tan arrojadamente clásico, sin mirar al respetable desde la cresta de ninguna ola - a Agnès VardáYoussef ChahineCarmelo BeneJean-Daniel Pollet - quizá hasta Yorgos Javellas o Mario Camerini - o a cualquiera de los realizadores que han mirado o aún miran a los mitos y referencias ancestrales ligados al Mar Mediterráneo o a los que tierra adentro han quedado marcados por esta azul acotación en la que la libertad asoma por el horizonte.
Escaso o nulo proselitismo se habrá hecho de sus virtudes cuando allende nuestras fronteras sigue siendo más conocida la muy endeble versión de Jules Dassin, "Phaedra" en 1962, que dice partir de Eurípides, no de Séneca como Mur Oti, menos aún de Racine o Unamuno.
Quizá sería conveniente para volver a "Fedra", aplicándonoslo primero a los que hemos tenido la suerte de nacer en su misma tierra - y aparte de las habituales "medidas", de tan raro cumplimiento: obviar el corporativismo y guardar para no volver a usarla más la débil y condescendiente vara de medir que suele usarse con el cine español - abstraerla de sus circunstancias, especialmente del momento que atravesaba el cine al que parece mentira que pertenece y de lo que se dijo de ella entonces o se ha dicho luego, ya que tan poco interés tuvo en encajar en ninguna parte o conectar con moda alguna.
Sí podría ser útil mirar al film que lo antecede en la filmografía de Mur Oti, "Orgullo" y a los que lo suceden comenzando con "El batallón de las sombras" - aún valiente y compleja -, para constatar el (triste) punto y final para su realizador de una concepción del cine tan abierta y amalgamadora, tan libre y tan poco derivativa (como era habitual en sus colegas en cuanto se alejaban medio metro del folklore o el sainete) que estaba condenada a no durar y que tardó tantos años en tomar fuerza para volver poner en marcha ("Morir, dormir... tal vez soñar") para caer en un limbo aún más insondable.
El precio que pagó Mur Oti por tomarse en serio lo que contaba a sabiendas de la indefensión de colegas y "especialistas", dando empaque a la visión mitica y por eliminar asideros para ganarse al público, fue demasiado alto.
Así y aún, es inconcebible que algunas de las principales virtudes del film causen hilaridad o provoquen algo parecido a un altivo desapego.
Sobre todo en lo referente a los personajes, que no han podido ser peor tratados y aceptados.
Fernando (Vicente Parra), rubio platino, nunca relacionado con el icónico Jean Marais, que acentúa por el aspecto que ha cobrado al alejarse durante algún tiempo de su padre (lo delata un portarretrato en que aparece con el pelo negro) su aparición pesadillesca, aunque resulte ser más íntegro que todos los demás, con lo que en lugar de aprovechar el efecto caro a aquel mágico Welles que mencioanaba, parezca surgido de "U samogo sinego morya", que es un bonito sueño. 
Juan, el hombre confundido, arrastrado a su límite casi sternbergnianamente, tan pronto digno y hasta conmovedoramente resistente como irascible y furibundo, interpretado por ese actor fabuloso que fue Enrique Diosdado.
Y la sensual performance de Estrella (Emma Penella), esa "Lucifer con collares", nada sencilla ni unidimensional, que suena sin su característica (¿futura?) voz rota, aportándole oportunamente un elemento de iniciación y descubrimiento.
Para los que la tenemos como una de sus mejores películas, queda claro que el uso que hace de los diferentes tamaños de plano (y uno de los primeros planos más rotundos de cineasta alguno), de la música, el montaje y la dirección de actores (baste una sola escena, la prodigiosa que escenifica el primer encuentro nocturno entre Estrella y Juan) no nos haga vacilar en ver sus pisadas en ese terreno que por entonces hollaban Buñuel o Ray, como en la década anterior "La vida en un hilo" frecuentó inopinadamente el que definió Lubitsch y en la próxima "El mundo sigue" hubiese podido hablar sin bajar la cabeza ante Bergman o Naruse.
Donde más brilla el talento de Mur Oti es precisamente donde menos "se necesita", en escenas de interiores o en simples planos-contraplanos, de una perfección asombrosa.
Digo esto porque ha sido abusiva, inexplicada y vergonzantemente acusado de excesivo y efectista, cuando es probablemente el único director latino realmente grande sin "marcas" de estilo, sin recursos ociosos empleados por doquier ni puntos de vista forzados a una perspectiva determinada y obligatoria, que debieran ser las definiciones respectivas de tales adjetivos si van a ser utilizados como injurias.
Sus travellings, sus grúas y sus contrapicados exigen recordar, mirar, escuchar y pensar al mismo tiempo, porque seguro que hay un porqué, como en el cine de DeMille.  
  

lunes, 17 de octubre de 2011

AL SERVICIO DE SU MAJESTAD

Treinta y cinco años después de su primera tentativa, guardando toda la fidelidad de la que fue capaz a la novela original, el ucraniano errante Viktor Tourjansky clausura su carrera con una variación o extensión - podría pensarse que ampliación de un capítulo de su segunda parte - de la muy famosa novela de Jules Verne, "Michel Strogoff", un film perdido entre varios epics y peplums de pésima o nula fama, justificadamente en algún caso.
De "Le triomphe de Michel Strogoff" en 1961, estrenada antes de su colaboración con el italiano Piero Pierotti en "Una Regina per Cesare", que figura en las filmografías como su pieza final, pocas noticias se tienen medio siglo después.
Lejos o muy lejos quedaban los films por los que Tourjansky fue más o menos conocido: los dramas "La dame masquée", "Volga en flammes", "Les yeux noirs" o "La peur" en Francia, los melodramas "Illusion" o "Manolescu", las comedias "Dreimal komödie" o "Der blaufuchs" o el thriller "Orient-Express" en Alemania y hasta un film en España, "Si te hubieses casado conmigo".
Y es una lástima que su nombre no brille aunque sólo fuese para asociarlo a esta película maravillosa, la mejor de las filmadas basada en una novela de Verne - aunque ni aparezca la mayoría de las veces cuando se mencionan las abundantes adaptaciones a la pantalla de sus obras - junto a la estupenda versión de Richard Fleischer en 1954 sobre "Vingt mille lieues sous les mers".
Tiene sentido que Tourjansky, nada afín a corriente, élite o escuela cinematográfica alguna, libre de la esclavitud de las expectativas desde que abandonó su querida patria allá por los años de la Revolución, se sintiese atraído hasta este punto de insistencia - y atrevimiento: la fusiona en buena medida con las dos últimas partes, escritas veinte años después que la mítica "Les Trois Mousquetaires", de las aventuras de D'Artagnan de Alexandre Dumas - por la escritura de un autor de tan poco predicamento como su propia obra cinematográfica, arrinconado en la etiqueta de literatura infantil, juvenil o popular, como Agatha Christie.
Para los que hemos leído con entusiasmo a Verne desde que tenemos uso de razón, paralelamente y sin hacerlo de menos frente a otros escritores, es especialmente emotivo contemplar cómo funciona la reverberación seria y profunda de uno de sus personajes.
Viejas adaptaciones de los años 30 como la alemana de Richard Eichberg y la inmediata traslación de George Nichols bajo los auspicios de la RKO - eran los años de la fiebre de aventuras coloniales y de conquistas: "Gunga Din", "The four feathers", "Beau Geste"... - se centraban en la recreación, el retrato.
Pero no hay mayor gloria para un autor que la descendencia o la fantasía sobre sus creaciones.
En la mirada cansada pero firme de Curd Jürgens (con 45 años que parecen diez más y mejor casan aún con la peripecia del film), que también incorporó al icónico Capitán (aquí ya Coronel) en la más famosa versión de Carmine Gallone en 1956 (también dialogada por Marc-Gilbert Sauvajon), están contenidas páginas y páginas de aventuras y vivencias de las que nada se dice y a las que no se alude, pero que condicionan cada paso que da y cada conversación que mantiene con conocidos y extraños.
Desde San Petersburgo a Keeva, siempre con los felinos ojos de Tatiana (Capucine) en el recuerdo, a ese ritmo, maduro pero sin desaliento, aún con humor y arrojo para lo que haga falta, camina "Le triomphe de Michel Strogoff", con más vitalidad aún que varios Gance y Ophüls finales, alejada del brío de la contienda y la gloria de la victoria, que ya poco significa y de poco sirve.
Así, cualquier momento aprovechado habitualmente para impresionar las muescas de la leyenda, los episodios de engrandecimiento del héroe, son vistos como inevitables contratiempos ante los que sólo cabe paciencia y buen juicio, ya sea un sabotaje, una inesperada traición o una derrota que llama a la puerta, tiene el nombre de uno inscrito en la frente y puede ser paliada sacrificando a otros.
Este laconismo brilla con especial fuerza en la relación de Strogoff con la muy poco fiable cantante Tatiana, que no vertebra el film y sólo supone in extremis una verdadera posibilidad de ser algo importante para ambos, que se creían a salvo de compromisos.
Desde su primer encuentro en la posada, tan escenificado y brillante a su postrera promesa en el desierto, nada ha cambiado y sin embargo nada volverá a ser igual.  

martes, 11 de octubre de 2011

INFORME CONFIDENCIAL

La carrera de Cyril (Cy) Endfield queda frustrada apenas cuatro años desde su comienzo.
El precio que tuvo que pagar por rodar las dos películas que sentía debía hacer tras un par de films de aprendizaje, búsqueda de su sitio y preparación para tomar la palabra, fue demasiado alto.
Venía de Yale, tenía un nombre en la escena teatral neoyorkina y la admiración de Orson Welles (quizá, de todas sus facetas, debido a sus habilidades como mago, terreno que siempre interesó a Welles tanto como el cine)...
Ahora es fácil glosar su valentía, su arrojo para dar semejantes bofetadas a todo lo que detectaba y detestaba, pero pasada la tormenta, él fue el que se se quedó mojado y tiritando, maltrechamente guarecido, sin nombre propio siquiera (se puso o le pusieron Charles de la Tour).
Siguió rodando, durante muchos años y por la exigua parte vista, con cosas realmente buenas, pero ya nada volvió a ser lo mismo, se truncó un espíritu.
Tanto "The underworld story" como sobre todo "The sound of fury" ambas de 1950, las "culpables" de su sino, que ya desde sus llamativos y rotundos títulos pueden anticipar una inquietud y una vibración incorfomista de buscar por debajo de las apariencias y las mentiras de su época, son dos auténticas dentelladas en la realidad americana que empezaba a recomponerse después de la guerra en Europa y ya tenía encima otro conflicto: Corea.
Una víctima propiciatoria para el Senador McCarthy, lógicamente, que tiró del hilo de su fama de "progresista" para concluir que era una amenaza.
Es muy probable que Endfield no fuese demasiado consciente de que poco más le iban a dejar decir, porque desde luego no ahorra ni un sólo ángulo escabroso, ni por contrapartida apuesta firmemente por opción futura alguna que no fuese el más absoluto caos, con lo que, en unos años de recuperación de la normalidad - pero en los que algunos mayores viran inesperada o progresivamente a negro, pierden esperanzas o confirman malos augurios (Lang, Vidor, Mizoguchi, Matarazzo, Ford, Naruse, Guitry... y son pocos en comparación con la ola de pesimismo que arrasará los 60)  y debutan en su país los jóvenes rebeldes dispuestos a remover cimientos (Ray, Fleischer, FullerLupino, LoseyKarlson, Aldrich, Polonsky, Kazan... alguno muy "descreído" al poco de empezar, el resto simplemente escépticos por naturaleza) - no es extraño que su voz, nada popular entre las de esta última hornada, resultara molesta a los oídos de los que mandan.
Porque no queda títere con cabeza ni institución a salvo ni gran concepto que preside la sociedad bendecido tras contemplar ambos films, complementarios: la justicia, la prensa (la amarilla y la que cree ser guardiana de valores), los políticos, los grandes hombres de negocios, las empresas que más poder acumulaban...
Por desgracia Endfield acertó y no sólo desenmascaró tantas medias verdades contemporáneas suyas sino que pasados los años no ha quedado como un agorero, que es lo más preocupante.
"The sound of fury", la parte social del díptico - no fue planteado como tal - tuvo la mala suerte de ser confundida con un remake del "Fury" langiano con la que poco o nada tiene que ver - sólo la coincidencia de un linchamiento por una masa enfurecida - y hasta le cambiaron el nombre por "Try and get me" para diferenciarla, con poster y locandina distintas, equívocas incluso, con una caricatura del despreciable personaje que incorpora Lloyd Bridges que le da un aspecto de cómic, alejado del espíritu realista con que está tratada la historia.
No era la primera vez que una película suya cobraba notoriedad por sus conexiones con algún clásico. "The Argyle secrets" del 48 sólo se recuerda por lo que se parece a "The Maltese Falcon".
"The sound of fury", muy afín sobre todo a los primeros Losey - como él, tuvo que largarse a Inglaterra pero sin tomar allí predicamento alguno- y con uno de los asesinatos más impactantes jamás rodados, es un film durísimo, de una virulencia casi insoportable.
Si con algún Lang tiene cosas en común - y esto vale también para "The underworld story" - es con el que anticipa, el del periodo "Clash by night" - "Beyond a reasonable doubt", pero claro, no es lo mismo decir algo siendo un viejo alemán de viejo prestigio que un joven norteamericano sin traumas personales a cuestas que justificasen su ira que se supieran o se sepan, ajeno al esfuerzo nacional por pasar página y construir un futuro.
En ese pobre tipo en paro (un magnífico Frank Lovejoy) que cae por necesidad de subsistir pero sin quererlo ni saber cómo en la órbita de un auténtico desalmado estaba retratada con una precisión asombrosa y sin un adorno melodramático (hasta su "aventura" extraconyugal está cargada de áspero dramatismo, con una chica claramente desequilibrada) la cara amarga de la América de pequeños pueblos y ciudades que oían hablar de la nueva felicidad y donde tal vez el progreso empezaba a vislumbrarse por la ventanas de los vecinos en forma de aparatos de televisión, pero donde nunca iba a haber grandes oportunidades.
Cualquiera que haya visitado Estados Unidos en los últimos veinte o veinticinco años (el sur, el norte, la forntera, qué mas da, todo lo que quede lejos de grandes ciudades) habrá comprobado que efectivamente, como decía la canción, la gente corriente sigue pagando por los escalofríos, las facturas y las pastillas que matan.
"The underworld story", que se estrenó antes, todavía contaba con un ramillete de actores conocidos (Dan Duryea de protagonista, el ilustre Herbert Marshall o un secundario como Howard da Silva; en "The sound...", aparte de Bridges, reconocemos a Art Smith, el inolvidable amigo de Bogart en "In a lonely place" y a Renzo Cesana, recién salido de "Stromboli", todos perfectamente adecuados) y hasta se pudo pensar que anunciaba a un futuro clásico - variante "combativa", ya que no habían prestado mucha atención al debut de Abraham Polonsky hasta que fue destacado por medios británicos - del que enorgullecerse el cine americano.
Analiza pulcramente un caso de corrupción en el mundo de la prensa sin reparar siquiera en lo ajeno a la vida de la gran mayoría del público que estuviese un asunto de esa clase, pues se presentaba como plausible de alcanzar a cualquier rincón del país, a sus valores más elementales, no a grandes centros de noticias en Nueva York o Los Ángeles, sino a pueblitos en cualquier punto de la geografía americana.
Tal vez si "The sound of fury", su incómoda compañera de viaje, no hubiese sido tan descarnada e inevitablemente cercana a los espectadores que acudieron al cine a contemplarla, ahora la ubicación de "The underworld story" en las mismas páginas de las antologías del cine negro donde aparecen los films de Phil Karlson, William Dieterle Joseph H. Lewis con los que es fácil agruparla, sería distinta.
Porque sus conclusiones son tan demoledoras como las de "The sound of fury".
La clave es que se decide a reducir a la mínima expresión los elementos de evasión que siempre tienen las historias con el hampa de por medio, de paso anticipando - atreviéndose a hacerlo en la dudosa persona de Duryea - el futuro que soñará y la oportunidad como realizador que nunca le fue concedida: la de volver a la batalla que le interesaba tras ser desterrado.
Con una fotografía tenebrista, impresionante, de Stanley Cortez, el film vendría a ser la otra cara del espejo de "Park row", en el sentido de que insufla melodrama donde Fuller recurre a la comedia.
Un melodrama de apariencia estándar y en el fondo, brutal, irreal, muy pronto se diría que sirkiano. 

lunes, 12 de septiembre de 2011

NUEVA INGLATERRA

Las probabilidades eran más bien escasas.
Una carrera como la suya, donde no faltan las buenas películas y hasta abundan las irreprochables, por muy poco excitantes o memorables que a algunos nos hayan resultado incluso las mejores entre ellas (la otra excepción: la magnífica "Intruder in the dust"), siempre tan en consonancia con la "política" del estudio con el que trabajó, la MGM, se cierra con "Plymouth adventure", el film sobre el viaje del Mayflower desde la impía Inglaterra a la por entonces virgen América.
No, desde luego ni Clarence Brown ni su asombrosa obra final han sido muy recordados, juntos o por separado.
A veces parece que no haya nada que decir de los directores que no fueron tan brillantes como otros más renombrados y no digamos como los elevados al rango de autores.
Si acertaron, sería por casualidad o poca culpa tuvieron en ello; tal vez la confluencia de buenos técnicos, un buen guión, una partitura inspirada...
Una pequeña bula suelen tener las obras finales, sobre todo si lo son conscientemente, por aquello de que igual incorporan últimas voluntades que vienen muy bien para esquelas y retrospectivas o presentan audacias que antes pudieron haber condicionado el futuro, libres por fin de la esclavitud del porvenir. 
Nada de esto último parece casar con "Plymouth adventure", perfectamente "camuflada" en el grueso de su obra y hasta se puede pensar a priori que un final previsible a treinta años de melodramas y comedias "sin genio", por ser otra biografía o hecho histórico más de los muchos que filmó y por ser Clarence Brown oriundo de Boston y conocer desde su infancia el viaje de los peregrinos anglicanos al nuevo mundo.
Pero sólo hace falta verla con calma o revisarla con más atención de la que se le prestó cuando, presumiblemente, se confundió con uno más de las entretenidos films en technicolor  que prolijamente se hicieron  en los 50, para decir, gritar si es necesaro para restituir lo que ha sido negado a esta obra, que es una de las más grandes películas de aventuras y uno de los grandes melodramas.
Extraño film este.
No es la peripecia del viaje, ni la espectacularidad con que fueron rodadas las múltiples dificultades con que se encontraron, ni tampoco el objetivo, la llegada a las playas de Cape Cod, lo que verdaderamente importan a Clarence Brown, pese a que en pocos films bañados en agua salada se han plasmado mejor ni más realistamente tales cuestiones.
Ni siquiera es la historia de amor que, violentamente, cada uno contra su conciencia, circunstancias y esperanzas, viven el Capitán al que da vida Spencer Tracy y la dulce Dorothy, la más taciturna Gene Tierney, en una subtrama absorbente.
Es "Plymouth adventure" sobre todas las cosas, la historia de la redención de un hombre, un desalmado que se vende al mejor postor, a quien nada ni nadie importan y que cree a todos de su misma condición.
Una auténtica derrota que poco tiene en común con la toma de conciencia del carismático sinvergüenza que interpreta Kirk Douglas en "The big trees" de Felix E. Feist (que comparte con "Plymouth adventure" un conflicto religioso respecto a la explotación de recursos y un personaje femenino impenetrable) o con la renuncia de Chandra (Walter Reyer) en "Das indische grabmal" - y a medio camino plásticamente de ambas se encuentra -, pues pueden volver ambos a ser lo que eran finalizada la aventura y aprendida la lección. 
El Capitán Jones queda totalmente vacío, en absoluta soledad al haber comprendido que hay hombres mejores que él, más fuertes, los más insospechados, esos santurrones que lo han arriesgado todo embarcando con las alforjas apenas llenas de ideales que él cree pura hipocresía.
De una belleza abrumadora, es el film más sobrio y anticlimático imaginable, llegando a momentos de esplendor de la verdad cuando parecía el guión de Helen Deutsch agotado, en cuatro momentos sublimes: ella acariciando la chaqueta de él colgada en una silla, un simple plano del barco fondeado, pacientemente vigilante y habiendo servido de sustento en la bahía meses después de la arribada, un gesto de Tracy con Leo Genn, que incorpora extraordinariamente al marido de Dorothy, reconociendo cúanto lo quiso ella y un paisaje que William Daniels pide prestado a Turner para la última secuencia.

jueves, 8 de septiembre de 2011

UNA CHICA SIN IMPORTANCIA

Unos años antes de encontrar en el formato televisivo el medio ideal para desarrollar todo su potencial como cineasta y ya con una década de trabajo a sus espaldas, Vittorio Cottafavi alcanza la perfección clásica acompasada con las posibilidades que ofrecía la por entonces gran industria cinematográfica italiana superando intentos previos, valiosos pero donde faltaba siempre algo, como su debut "I nostri sogni", "Una donna ha ucciso", "Il boia di lilla" o "Nel gorgo del peccato", con "Una donna libera" y sobre todo "Traviata 53", sus primeras cumbres.
Sorprende que dos films de este calado y de esta elegancia narrativa, sean aún tan poco conocidos fuera de Italia y supongo que poco recordados allí, al menos nada publicitados ni exhibidos como bandera de lo extraordinario que llegó a ser su cine durante tres décadas.
Imagino que cuesta venderlas porque Cottafavi es aún para la mayoría un realizador de peplums y aventuras históricas presumiblemente de segunda categoría o que permanecen muy desconocidas sus incursiones televisivas, incluso aquí en España, donde contó con buenos amigos y defensores hace muchos años.
Una obra que va desde la sobriedad radical, bressoniana, de "Il processo de Santa Teresa del Bambino Gesú" a la exuberancia deMilleiana de "Mesalina venere Imperatrice", de la más absoluta fidelidad textual y ambiental de "Oliver Cromwell, ritratto di un dittatore", "Missione Wiesenthal" o "Vita di Dante" a la subversión straubiana de "Antigone di Sofocle" o "I persiani di Eschilo", una obra que lo mismo enlaza con Visconti (su último film sin ir mas lejos, "Il diavolo sulle coline") que con Ulmer (su serie de ciencia ficción "A come Andromeda") desde luego es para tenerla mucho más en cuenta.
Ninguna de estas conexiones, enganches ni pistas son necesarios con "Traviata 53", que se mantiene incólume ya más de medio siglo en una solitaria posición híbrida: con su asombrosa falta de aristas, con su modélica banda sonora o su uso de la voz en off, su minuciosa dirección de actores - que parecen mucho mejores de lo que fueron con otros y que viene a demostrar que no hay actores malos sino mal dirigidos -, se adelanta no obstante una década a las primeras muestras conocidas en su país - sobre todo en exteriores y en movimiento, en coches, en calles, en una sublime despedida en una estación de tren o en un portentoso flashback sin palabras con una hiriente trompeta de fondo; el inquieto Cottafavi se hacía preguntas y no copiaba las respuestas -, de la nueva ola, a la sombra del gigante Rossellini y aplicando a sus escasos recursos todo lo aprendido junto a De Sica o los olvidados Alessandrini, Coletti, Franciolini...
En contra de lo que sucede en muchas películas italianas de estos años centradas en altas y medias burguesías, de grandes ciudades o de provincias, con sus idas y venidas de amantes (de todo tipo: varios Antonioni, "Le infedeli" de Monicelli y Steno, "I delfini" o "Gli indifferenti" de Maselli, "I dolci inganni" de Lattuada, "Una lettera all'alba" de Bianchi, etc.), donde la mirada es esencialmente externa, incluso desapegada y caben todos los personajes mezquinos imaginables, "Traviata 53" es sobre todo una sentida historia de amour fou, decantando sin modernizar más que en el atrezzo a pesar de su título, la variación que Verdi justo un siglo antes había hecho sobre la novela de Dumas hijo, en un tono más cercano al de futuras obras maestras europeas como "Bubu", "La prima notte di quiete", "Corps à coeur" o "Amor de perdição".
Siempre solitario, desde la misma foto del bautizo con el que se abre el film, donde queda desubicado con el crío en brazos, pasando por el momento en que ve a Rita por primera vez - en un club, los camareros le retiran todas la sillas sobrantes en su mesa - y hasta el postrero momento en que ella se va - Carlo está destinado a buscarla, esperarla, perdonarla, amarla y perderla con todas las circunstancias en contra, sin ninguna esperanza más allá de la vivencia que el presente le reporte.
Es interesante poner en paralelo "Traviata 53" con la versión de "La signora dalle camelie" que el propio Cottafavi filmó para TV casi veinte años después, centrado lógicamente en el personaje de ella, sobre todo para hacer un pequeño desmentido de ese apelativo - tan conveniente para algunos - de directores "de actrices" que llevan a cuestas algunos grandes cineastas.
Como demostró desde mucho antes, casi sin solución de continuidad desde finales de estos mismos años 50, Cottafavi era un arquitecto, que podía construir lo que fuese mientras tuviese alma, se viese el andamiaje (literalmente como en la citada "I persiani" o "L'allodola") o no, respondiese a expectativas y fidelidades varias o no, respetase códigos precedentes o derribándolos si hacía falta, siempre reflexionando sobre su oficio. 

miércoles, 24 de agosto de 2011

LA MALA REPUTACIÓN

La filmografía de Douglas Sirk, como la de casi cualquier director, ha quedado dividida a posteriori y sin gran cosa que hacer para remediarlo, en partes bien delimitadas.
Esta manía de los capítulos que empiezan y se terminan, las evoluciones por bloques y demás subdivisiones en la valoración que se hace para casi cualquier disciplina artísitica, tan fruto del consenso - acumulativo: todos acaban o acabamos mencionándolas, por comodidad o costumbre -  como arbitrarias y a veces del todo injustas o irreales, es seriamente perjudicial cuando se trata la obra de un cineasta tan rico, inteligente y probado en tantos terrenos - no por voluntad propia ni reto personal precisamente -, de los que sólo uno, huelga decir cuál es a estas alturas, parece legítimamente pertenecerle.
Quién sabe si de haber tenido eco crítico o de público cualquiera de sus incursiones en el western, el cine de aventuras, el bélico, el peplum, la comedia, el cine histórico, el musical, etc. si ahora estaríamos hablando de "otro especialista" bien distinto del conocido, como sucede con esas crónicas deportivas que se escriben desde el ángulo del equipo que marca el último gol o encesta la última canasta como si todo el evento hubiese estado cargando de razones los argumentos expuestos, minimizando el azar que todo lo rige.
De entre las 29 películas que Sirk rodó bajo bandera americana hasta su "retirada" en 1959, con un primer amago de espantada diez años antes (que de haberse materializado hubiese dado al traste con su porvenir autoral) y comenzando por "Hitler's madman" aún en plena guerra hasta "Imitation of life" y con varios casos aún pendientes de inexplicable subvaloración, una gran mayoría de cinéfilos suele escoger un tanto por ciento abrumador o hasta todas sus favoritas de la docena larga final que abre "All I desire" en 1953, un tramo exiguo de apenas seis años que ha oscurecido el resto de su obra.
Unas por simple comparación: las 16 previas a la citada "All I desire", que han sido relegadas a esa categoría de films variopintos, impersonales para los que buscan marcas de autor que además se repitan adecuadamente, de ¿adaptación? y búsqueda de un terreno propicio.
Otras por flagrante olvido, amnésico, con unas gotas de extrañeza (imagino que se suele pensar que son otra cosa, quizá bocetos, puede que tentativas dispersas, en todo caso un poco impracticables, germánicas en grado sumo, como aquellas operetas de Lubitsch): las filmadas como Detlef Sierck en Alemania, que curiosamente son las que mientras estuvo en activo, más gloria le proporcionaron.
Y un último bloque por simple desconocimiento: los tres cortos finales filmados en los 70 de vuelta a su país, cuando ya era más conocido su "lado" culto (todo él lo era), su capacidad para sacar belleza de lo que fuera, de obtener grandes cosas de actores, argumentos, guiones imposibles, como decía Drove. Pocos los han podido ver, casi nadie los recuerda y nadie los menciona nunca.
Se podrían escoger un buen puñado de todas ellas entre las mejores que hizo.
Cuadradas y en cinemascope, en blanco y negro y en color, desde las primeras que filmó hasta las últimas.
El sedoso film de espionaje "Mystery submarine", el perfecto thriller con monja de por medio "Thunder on the hill", el misterio kafkiano "Meet me at the fair", esa asombrosa mezcla de comedia, biopic y drama decimonónico pero que se escapa a toda clasificación posible y que ya la querrían para sí Welles,  Mankiewicz, Guitry o Ulmer, "A scandal in Paris" (y que con la firma de los dos primeros, otra suerte hubiese corrido), su film "ruso", "Summer storm", las desaforadas "Zu neuen ufern", "La Habanera" o "Schlußakkord", su oscura - independiente al parecer, cuando ese término tenía otras connotaciones - "The first legion", que habrá que poner algún día en paralelo con "I confess" de Hitchcock y con el cine de Robert Bresson...
Y desde luego "Shockproof", el film siempre mencionado para recordar que un director en teoría tan alejado de Sirk como Sam Fuller y que estaba a punto de debutar con "I shot Jesse James", firma el guión.
No habían pasado más de diez años desde el nacimiento "oficial" del cine negro derivado pero transfigurado del de gangsters de los años 20 y 30 y una vez pasada la guerra, todo había empezado a matizarse y se agotaban rápidamente los filones abiertos: humorístico-paródico, mezclado con musical... ningún género había quemado etapas a esa velocidad, avivado por la expectación del público: en menos de quince años ya se hablará de muestras tardías, extemporáneas.
Quizá se pueda pensar que de ninguna manera pertenece "Shockproof" a ese género, pero me parecen más interesantes los porqués, ya que comparte tantas características comunes a emblemáticos Siodmak, Huston, Fleischer, Lang o Tourneur.
Donde  - más tímidamente, sin vencerse por completo - los Preminger posteriores a "Laura" y ya abiertamente los primeros Ray o Lupino habían optado por abstraerse de lugares comunes y traspasar en ambos sentidos la frontera del cine negro y el melodrama para ver cómo mezclaban y donde cabían aún la sensibilidad, el humanismo, en un género tan afín al cinismo, la desesperanza, la traición, el engaño, Sirk plantea sin temor a ser calificado de blando, inverosímil y hasta incrédulo, una historia de reconciliación.
En ochenta minutos vertiginosos, este pariente de esos que nadie recuerda (lejano, pobre - por los medios y la clase social en que se mueve - y se pensará que naive) de "Marnie", es un claro ejemplo de - y perdón por el lenguaje equívoco - gestión de balances, el terreno en que mejor se movía Sirk.
Ni los actores, ni el diálogo, ni la cámara ni la atmósfera.
Lo que brilla con fuerza es la precisión, la continuidad, las imaginativas pero discretas, invisibles si no se detiene uno a pensarlas, soluciones visuales, la economía narrativa, la composición de cada fotograma.
Tan efectivo y rápido como un Walsh, "Shockproof", no pierde un segundo en vaguedades.
Pero si por algo se caracterizó siempre su cine es por no deformar nunca lo captado por el objetivo de la cámara.
Una mirada tan aplaudida que no excluye nada e ilumina hasta el último ángulo, conveniente o no para los personajes, sobre todos aquellos films que le han dado fama en los 50, una mirada que muchos años después se concluyó que era la de un extranjero sutil y avezado, que observó con distancia y supo aprovechar cualquier rendija para soterrar velados comentarios sobre el modo de vida americano, que no era tan de color de rosa en esos añorados años, pero que es simplemente eso, una posición que tomó ante tales historias, que hablaban de lo que siempre le interesó: las apariencias, el fracaso, la infelicidad disfrazada de felicidad futura.
Como se dice, no se reía Sirk de aquellos personajes - y abundaban los mezquinos y culpables, quizá abnegados en exceso o víctimas por fin de sus errores tras arrastrar a cuantos tenían cerca -  sino con ellos, estando cerca para dejarlos al descubierto.
Esa distancia no existe porque no es necesaria en "Shockproof", que vive a este lado de la ley y la convivencia, donde prácticamente no hay comportamientos reprobables o sospechosos, ni siquiera malas personas: hasta el único poco fiable acaba rectificando.
Ya se sabe que cuando un personaje va "de frente", la profundidad psicológica de su personalidad se puede dar en un gesto, una frase simple, un entorno, una ventaja un tanto difuminada por el paso del tiempo, perfectamente entendible en su día y que puede acabar siendo equívoca e interpretada su presentación como superficial.
Si Cornel Wilde, un inmigrante que no parece haber visto nada más allá de su despacho y la casa de su madre y admite que nunca tuvo novia, menudo galán, debe declararse a Patricia Knight - que era su mujer en la vida real - Sirk registra sin rubor su pequeño parlamento infantil e impulsivo, la antítesis de las ingeniosas frases que tantas veces hemos escuchado.
Si se fugan los amantes, acaban pareciéndose más a los jovencísimos protagonistas de "They live by night" que a los de "Out of the past", con los que concuerda más su edad.
Y si la historia debe concluir con un inesperado giro feliz de esos que llegan in extremis, no resulta inadecuado. Lo merecían.

lunes, 8 de agosto de 2011

LA PERDICIÓN DE LOS HOMBRES

Perdido durante mucho tiempo, incompleto durante otros cuantos decenios más, al fin recuperado hace menos de diez años e innecesariamente retintado para la posteridad, "Phantom" no ha dejado de ser nunca uno de los más olvidados y subvalorados films de la carrera de F. W. Murnau.
No habían pasado más de dos meses desde su gran triunfo con "Nosferatu eine symphonie des grauens" en marzo cuando Murnau acomete la realización de dos nuevos films sobre los primeros guiones que Thea von Harbou completaba para él.
Ese mismo año de 1922 filmaría también "Der brennende acker".
Con el cine de Murnau sucede que la pérdida, definitiva si un milagro no lo remedia, de siete de sus nueve primeros trabajos, impide conocer si "Nosferatu..." fue un gran paso adelante o la culminación de una evolución sostenida desde tres años atrás.
Sólo hemos podido ver de los anteriores a él "Der gang in die nacht" y "Schloß Vogeloed", lejos ambos pese a sus bellezas de esa obra magna, para algunos incluso la cumbre del cine mudo y lejos no debe andar de serlo.
El nivel de la filmografía de Murnau es tan exageradamente alto que invita a pensar que algunos de esos films perdidos - y no sólo su otra adaptación "bastarda" por problemas de derechos, "Der Januskopf", el film más anhelado y soñado por los fans del cine de terror y fantástico - pueden ser extraordinarios.
Tanto se han echado en falta esas míticas bobinas, tanto se ha escrito y especulado a partir de sus argumentos o alguna crónica hallada de los afortunados que pudieron contemplarlas (si es que llegaron a estrenarse, que no todas lo hicieron) y tanto ha volado la imaginación prendada de un aura necrófila tan irresistible... que paradójicamente se han dejado un poco de lado algunas de las cintas supervivientes.
No hace falta remontarse muy atrás en el tiempo, apenas unos meses con motivo del estreno de una de las películas capitales de los últimos años, "O estranho caso de Angélica" de Manoel de Oliveira, para comprobar la débil presencia en el imaginario colectivo de un film como "Phantom", que tampoco ha tenido la suerte de ser recordado a propósito de las mil vueltas dadas alrededor de "Vertigo" de Hitchcock y sus precedentes o inopinadas conexiones o cuando se habla de cualquiera de las versiones filmadas de la novela "La femme et le pantin" de Pierre Louÿs (Baroncelli, Buñuel Sternberg y de este último también "Der blaue engel") ni cuando Rivette estrenó "Histoire de Marie et Julien", ni que yo recuerde se estableció conexión alguna con motivo del revival de Feuillade iniciado hace relativamente poco; con todas ellas algo, bastante o mucho tiene "Phantom" que ver. 
Tampoco se la menciona cuando se recuerdan las carreras de los actores que en ella intervinieron, que fueron los mismos que también aparecen en diversos papeles de las tan conocidas "Metropolis", "Dr Mabuse, der spieler" o "Die nibelungen", "Das cabinet des Dr Caligari", "Die Straße" y hasta muchos años después "Casablanca".
En todo caso y dejando de lado sus múltiples atractivos colaterales, esta película apasionante hubiese merecido otra suerte.
La historia del ordenado y tranquilo Lorenz Lubota, poeta ocasional, decían que bueno, y su enamoramiento fortuito e irremediable por una chica - esa extraña vamp con cara de arpía, Lya de Putti - y nuevamente con su doble, en apariencia, el más convencional melodrama rodado por Murnau, es una historia de amor fou, o quizá ni siquiera de amor, pero obsesiva (y de obsesiones está lleno su cine desde probablemente "Der knabe in blau"), desesperada y dualmente platónica y compulsiva, tan cercana al cine de uno de sus muy contados iguales, Kenji Mizoguchi; el vértice donde confluye una portentosa puesta en escena "de fondo" y al mismo tiempo la excusa para armarla y exponerla ante nuestros ojos, admirados.
No estaría de más recordar para situar mejor cualquier obra de Murnau, que este cineasta inició su singladura justo en el momento en que nacen la Bauhaus y el surrealismo y cuando se inicia la gran época del cine mudo, pasados los primeros dos decenios ricos en múltiples corrientes estilísticas y asentándose un estilo clásico que proporcionaría en ese último tramo - aunque en esto hay "puristas" que entienden que la contaminación literaria o el auge del star system eran ya insoportables - la mayoría de grandes obras silentes.
Quiero decir que no se le puede llamar a Murnau estrictamente pionero ni seminal arquitecto de formas - ya se habían completado dos terceras partes del camino recorrido por el cine mudo cuando rodó su primer largometraje - y que por muchas veces que se haga referencia a aspectos como el expresionismo al que sigue asociándosele, Hermann Warm y sus trucajes e inventos inverosímiles, Pommer, las leyendas de la UFA y su poder omnímodo o las consabidas habladurías sobre su vida privada, si el cine de Murnau sigue tan vigente como en su día es porque latía vivamente sin grandes maniobras para ocultarlo, un profundo conocimiento del ser humano y sus pasiones.
Sí, estaban Mélies, Carl Mayer, Robert Reinert, Paul Leni, Richard Oswald, Lupu Pick o sus contemporáneos Lang y Von Harbou pero difícil se hace entender su obra y difícil resulta valorarla en su justa medida sin tener en cuenta la huella de Griffith ("Intolerance", pero también sus adaptaciones de Poe y otro material) o los maestros nórdicos.
Uno de los decorados del film
"Phantom" es quizá el film más cerrado del maestro. El más largo de cuantos filmó, no contiene apenas situaciones dejadas a interpretaciones ni rimas libres ni siquiera un momento en que podamos imaginar "otra película", qué hubiese sido del film de haber tomado alguna de las interesantes variantes que en su desarrollo se presentan.
Todo está perfectamente expuesto, narrado y cuidadosamente clausurado.
Cómo puede ser entonces misterioso y tener una sostenida incertidumbre (especialmente cuando no hay efectos de ningún tipo, en cualquier apertura de plano o en esos lentos fundidos que anuncian una transición o una pequeña elipsis) creo que sólo encuentra respuesta desde el encuadre y el ritmo, como en Evgenii Bauer o Victor Sjöstrom, que hallaron esa fórmula mágica acerca de las distancias (afectiva, espacial, moral y una cuarta que bien podría llamarse demostrativa, desde la conciencia de captar con una cámara, unos actores y un decorado, un sentimiento) a lo que se cuenta.

lunes, 18 de julio de 2011

FOCO 3

Nuevo número de FOCO, el tercero de la revista brasileña, dedicada esta vez al cineasta norteamericano James Gray, que incluye un comentario sobre "Little Odessa".

miércoles, 13 de julio de 2011

NADA PENDIENTE

Con el paso de los años, las cinco películas filmadas por Robert Bresson tras "Mouchette" - de "La femme douce" a "L'argent" - han ido rejuveneciendo alarmantemente.
Quizá más que ninguna otra "Le diable probablement", que tiene ya casi 35 años, tantos como tienen otros films que invitaban a no perder aún la esperanza tras unos años difíciles, como "Bobby Deerfield" o "Le thèâtre des matières" o como otros que habían sorprendido cuando ya pocos esperaban grandes cosas de sus autores o a pocos se le hubiese ocurrido que llegarían, como "L'homme qui amait les femmes" o "Robin and Marian".
Pero no había muchos más motivos para la euforia.
Ese mismo año 1977 se murieron Rossellini, Hawks, Tourneur y Chaplin y sería a la postre el de la despedida de Buñuel. El año anterior se había ido Visconti y apenas faltaba uno y pico para que fallecieran Jean Renoir y Nicholas Ray.
Curiosamente, el cine de Bresson tiene un recorrido geográficamente inverso al de este último.
Ray - ¿quién puede imaginar un romanticismo tan empecinado en buscar para uno mismo y su pensamiento acomodo en todos y cada uno de los rincones de este mundo? - se fuga de la ciudad y se adentra en desiertos de arena, desiertos de nieve, peligrosos pantanos... y Bresson termina, salvo por "Lancelot du lac", pegado al asfalto.
Está también lleno, como el de Ray (y valdrían como ejemplo igualmente Griffith, Ford, Rossellini, Walsh, Wellman...) el cine de Bresson lleno de rebeldes, pero por la especial mirada de su autor - y a su cine le sucede lo mismo que al de Hitchcock: sólo esas formas externas han podido ser copiadas -, parecen mucho más ensimismados y patentemente piensan, miran a su interior o al suelo antes que al frente; hasta Juana de Arco, que lideró un ejército, en sus manos es difícil entender que pudiese haber sido seguida por alguien.
Y desde luego sus personajes estaban también profundamente en desacuerdo con las circunstancias de su tiempo o con la visión o el concepto que los demás tenían de ellos.
Decía alarmantemente porque las condiciones económicas, políticas, sociales, medioambientales, religiosas, afectivas y en general el estado del mundo y el futuro que esperaba a la juventud o a los que aún no se sentían acomodadados y se hacían preguntas para tratar de hallar algo más que una respuesta prefabricada, apenas se han movido un palmo - para nublarse aún más en todo caso - desde que en "Le diable probablement", antes que la mayoría,  incluso que Marker, Bresson reflexionara sobre el futuro.
Sería importante por consiguiente volver a "Le diable probablement" como si fuese una película nueva.
Porque qué facil es catalogarlos.
Chicos y chicas que viven una vida pacífica, desordenada quizás, que tienen habilidades para abrirse camino y que caen en la desidia, la confrontación con lo que ven y les dicen y hasta se deprimen y se mueren dejando un lamentablemente joven cadáver "por culpa" de la violencia, las drogas, la mala suerte.
Si se organizan y opinan son tendenciosos, están manipulados o alguien debe estar aprovechándose de su confusión. Además no saben nada de la sociedad, cómo funciona, qué hay que hacer para encajar.
Si callan o se dedican a la no-acción, es que les faltan arrestos para gritar, serán unos esclavos y lo tendrán bien merecido.
Bresson toma partido por ellos, les mira con atención y cercanía.
Sin acordarse de Sartre ni de Camus; sólo Montesquieu aparece en sus conversaciones.
Hasta las mesas y las viandas en ellas dispuestas, los lechos, los escritorios, los caminos entre los bosques, los puentes, parecen como muy modernos, del siglo XVIII.
Sobre todo sigue Bresson a Charles, imprevisible, que a veces parece asexuado, un silencioso mesías, una presencia, tanto que la cámara le pierde de vista varias veces y nos tememos lo peor.
Es a pesar de ello un film casi coral, colectivo desde luego, quizá mejorado para rescatar lo rescatable en otra cinta de los alrededores del cambio de década. Hablo obviamente de "Sauve qui peut (la vie)".
Porque si algo hay que falta es precisamente lo que Godard consigue entresacar: la esperanza.
Que Charles, en nombre propio o en el de los demás, qué mas da, sucumba a lo que odia, que no sea capaz de buscarse su sitio, que rechace a una chica que lo quiere por egoísmo, por no saber qué hacer con sus sentimientos, que planifique su derrota como si se tratase de una victoria.
Bresson parece querer decir que nada puede hacer por él filmándolo en su despedida sin elipsis, parsimoniosamente, alargando cada situación todo lo posible, un método que ya había puesto en práctica otras veces y que tanto influirá en el Garrel que pronto llegará con "L'enfant secret".
Cuando llega su amigo aquella noche salido de entre las sombras, encuadra a varios que pasan, duda, albergando la esperanza de que no aparezca.
Cuando suben al metro, les recoge en un sublime plano americano sostenido de cincuenta segundos, esperando que cambie de idea al notar ebrio a su amigo, quizá colgado, y se baje en la próxima parada. Lo hace, sube y toma un cognac, pero no se inmuta.
Cuando pasa al lado de una ventana desde la que suena Monteverdi, lo hace detenerse para ver si la música consigue hacerlo desistir, pero sólo logra que se ralentice unos momentos. No hay nada que hacer.
Llegado el momento, lo deja con la palabra en la boca y no le permite decir nada porque debió hacerlo antes.
Panorámica sin recrearse un instante y contraplano a la nada, que es lo que queda.

sábado, 9 de julio de 2011

EN NOMBRE DEL PUEBLO ITALIANO

La enorme y longeva popularidad de las comedias españolas de los años 50 y 60 - la mayoría de las filmadas por Luis García Berlanga, Fernando Fernán Gómez Marco Ferreri y alguna de José Luis Sáenz de HerediaJosé María Forqué, Luis Lucia y demás - venían siempre sustentadas para su defensa crítica en la influencia que sobre ellas estaba ejerciendo el gran cine italiano inmediatamente anterior o contemporáneo, paralelamente, pero con un mayor peso que la que procedía del imaginario nacional de films, escritos, piezas teatrales, tiras cómicas y sabiduría popular - atrapada primero en papel - heredada o asimilada de Arniches, Miguel y Jerónimo Mihura, Edgar NevilleRafael Azcona, Jardiel Poncela, López Rubio, Tono, la simpar Conchita Montes y compañía, muchos de ellos aún en activo, en diversos campos e incluso desarrollando la mejor parte de su obra, a través de los cuales se filtraban ChaplinReinhardt, MolièreLaurel & Hardy, los Marx (sobre todo Karl y Chico), el príncipe Lubitsch...
En relación al cine italiano y como casi cualquier influencia "detectada" - no por evidente, funcionaba automáticamente - y por tanto publicitada por los medios (me refiero al CEC básicamente) que trataban de encontrar las raíces (y las ramas) de ese árbol que florecía y hasta daba frutos antes sus ojos, era o se volvió cada vez más recíproca y a nadie se le escapa que cuando Berlanga citaba a "La marcia su Roma" entre sus films predilectos, lo hacía con la satisfacción de ver cuanto de "Esa pareja feliz" o la reciente "Plácido" había en el film de Risi.
Pero mientras las comedias italianas, sin que eso suponga otorgarles ninguna superioridad intrínseca - aunque no me parece discutible que suponía una ventaja -, no eran proezas que debían vencer una carrera de obstáculos para poder llegar a estrenarse, sino crónicas de lo cotidiano o del recuerdo de unos pocos años atrás, perfectamente entendibles y regocijantes para todo el mundo sin necesidad de hacer abstracciones o camuflar intenciones, en definitiva, siendo más universales, abundaban entre las españolas las que tenían un trasfondo verdaderamente triste, de frustración y se habían consagrado al esperpento como única salida posible de la fantasía.
Ahora paradójicamente la moderación de muchas de aquellas películas italianas, su clacisismo frente al negro sarcasmo o el absurdo de las más extremas filmadas en España, les ha hecho quedar relegadas a una categoría que cada vez recibe menos visitas. 
Será que para entenderlas cabalmente y disfrutarlas como lo hacían los espectadores que las vieron nacer, sea necesario comprender un poco la historia de su país, la idiosincrasia de sus gentes.
Desde el propósito sagrado de entretener y divertir, "Gli anni ruggenti" de Luigi Zampa en 1962 carece de las pretensiones que sí pudieron tener algunos films de la primera época de este cineasta, filmados en y sobre los rescoldos de la guerra y hay que decir que, en contra de lo que le sucedió al cine de otros compatriotas, al suyo le convino alejarse de realismos y dramas.
En esa clave de caricatura colectiva donde cada personaje y cada situación se retorcían hasta aclimatarlos a un ambiente determinado, plenas de inventiva visual, rápidas y concentradas, "Gli anni ruggenti" - como también, cada una con sus virtudes, "Il vigile", "Il medico della mutua", "L'arte di arrangiarsi", "Una questione d'onore" o "Ladro lui, ladra lei" - es una maquinaria de precisión.
La peripecia de Omero Battifiori (Nino Manfredi) en un pueblito de la Italia fascista de los 30 es tan divertida como creíble.
Como Ugo Tognazzi en la década posterior, Manfredi, era pese a su apariencia educada, la antítesis del cittadino y en el equívoco de su rol (basado en Gogol, como "Il cappotto" de Lattuada: un agente de seguros, seguidista por superviviencia del régimen, es confundido con un inspector gubernamental que debe controlar cómo de atentos a los dictados del Duce andan sus compatriotas) trataba de mantener la compostura y no explotar de indignación o hastío a la menor oportunidad para no tener que mostrarse al momento siguiente asustado o aterrado por la maquinaria del poder, al que todos creían que representaba, con muy poca confianza en el buen funcionamiento de la cosa pública.
"Gli anni ruggenti" saca partido cinematográficamente de la ausencia del gran Alberto Sordi.
Nadie lo dirigió tan bien como Zampa, nada preocupado en hacerlo parecer más versátil sino en que nunca cayera en el autoplagio, multiplicando su arrolladora verborrea, haciéndolo más encantador por muy desastroso que fuese su comportamiento, un poco como Jerry Lewis hizo sobre sus propias creaciones.
La presencia de Manfredi aplaca un buen número de expectativas, libera el tono y hace más maleable el material, permitiendo a Zampa recordar una época previa a un gran cambio que en realidad fue aprovechado por los de siempre, los que crean problemas para poder solucionarlos, para afianzarse.
Como muy poco tiempo después, como ahora, como mañana.
Contemporánea de otras recordadas comedias como "Tutti a casa" o "A cavallo della tigre", "Il sorpasso" o "Una vita difficile", "Risate di gioia", "Fantasmi a Roma", "Gli attendeti", "Divorzio all'italiana" o "Sedotta e abbandonata", "Signori si nasce", "Letto a tre piazze", etc., ni a "Gli anni ruggenti" ni a Luigi Zampa es fácil encontrarle conexiones con ninguna nueva ola.
Zampa, por muy disparatado que fuese el diálogo, la gesticulación o la deriva de lo que contaba, mantenía la calma, no aceleraba el ritmo por efectismo ni buscaba gags.
Parece que nunca aspiró a la perfección aunque se quedó cerca de alcanzarla varias veces.