jueves, 31 de diciembre de 2009

CAPRA POR DOS

Vuelve "It´s a wonderful life" como todas las Navidades a iluminar las pantallas - si bien ya alargadas y planas - de los televisores de medio mundo y con él, otra vez, como en una pesadilla recurrente sacada de esa extraordinaria obra maestra, el viejo soniquete de director de buenos sentimientos, optimista recalcitrante, asociado al nombre de Frank Capra.
Ver, en programa doble si es posible, dos de sus obras claves en la transición del mudo al sonoro, debería ser obligatorio para ayudar a deshacer el entuerto de una vez y para siempre.
"The younger generation" en 1929, ya parcialmente "talkie" y sobre todo "Rain or shine", bien sonora, un año después, debieran ser el perfecto antídoto contra una etiqueta que deriva de un puñado de películas (algunas de ellas, entre las mejores que hizo, desde luego; quizá el tópico ya ha quedado reducido incluso a la propia "It´s a wonderful life" o incluso a su parte final, el Christmas Carol definitivo para muchos) en la carrera de uno de los gigantes más famosos del cine americano, pero también uno de los directores más encasillados como "estrechos de miras", cuando para colmo la deformación sólo puede atribuírsele a críticos y espectadores perezosos y/o desmemoriados.
La avalancha imparable y contagiosa que supone la contemplación de estas dos películas abre los ojos, anima a romper lanzas, levantarse en armas y subleva al más calmado de los cinéfilos cansados de ver cómo se difumina la grandeza, por acotarla tanto, de uno de los más importantes cineastas clásicos, uno de los pocos que, de verdad y con increíble frecuencia, conseguía, sin aparente esfuerzo, emocionar y deslumbrar.

"The younger generation" (y media docena más de sus sumamente complicadas de encontrar películas mudas y de la frontera final de esa era) es una clase maestra de inventiva visual, de atrevimiento narrativo y anticipación temática a todos los retos que se avecinaban al nuevo cine en los siguientes años.
¿Quién podría viéndola, con su terrible final y su nada halagüeña predicción del futuro de la generación de sus padres, inmigrantes aún a pesar del ascenso social, en una sociedad donde las apariencias lo iban a dominar todo, predecir que su autor iba a ser recordado como el paladín de la defensa de esos mecanismos de integración y del hermanamiento nacional que tan certeramente desnuda y pone en cuestión en esta película?
Volviendo al dichoso tópico y a sus "comedias ideológicas", la verdad es que mucho antes de que su nombre se asociase a la pureza de la América genuina frente a los cambios, muy grosso modo, económicos y la "amenaza" capitalista ("You can´t take it with you"), políticos ("Meet John Doe", "Mr Smith goes to Washington"), sociales ("Mr Deeds goes to town") o que afectaban directamente al corazón de los valores más arraigados que se tambaleaban con la guerra ("It´s a wonderful life"), Capra ya se había ocupado de todos estos problemas con un enfoque mucho más difícil de emparentar con el patriotismo, la bonhomía y la fe en la buena gente que acaba triunfando o al menos saliendo airosa de la batalla contra la maldad, la especulación, la corrupción, el arribismo y la peligrosa inclinación totalitaria que era el reverso (y tal vez algo más allá) del New Deal de Roosevelt.
"The younger generation" o "Rain or shine" ya contienen todos estos elementos. Ése era también Frank Capra. En ambas hay en muy primer plano un entendimiento (y una defensa) de la vida como algo muy alejado de conveniencias, nepotismos, triunfo social y en fin, una adhesión total a aquella máxima de Cary Grant en "Holiday" de Cukor, cuando afirmaba tan tranquilamente (¡un hombre libre!) que su objetivo en la vida NO era ganar mucho dinero.
No sé si se podría hablar de trasvase de aspectos negativos o dobleces de los protagonistas en futuras películas de Capra a los personajes, generalizando, menos simpáticos, pero en todo caso no de maniqueísmo. El equívoco que arrastra su cine podría estribar en ese reparto de aristas y de cómo poco a poco bascula hacia los villanos. Los "malos" de todas las películas por las que Capra se ha hecho más popular son acaso los más recordados malvados de todo el cine americano. El avaro Mr Potter, el embaucador Jim Taylor, el fascista D. B. Norton... (más de uno incorporado por Edward Arnold) y los buenos, imagino que de tan rectos, pintorescos para un espectador actual que no sepa una palabra de Buster Keaton, Griffith, Borzage, Vidor, Fejos o Murnau.
Esa dicotomía - que fácilmente es tomada por simplificación - no ha calado tanto en la consideración de las obras antinazis de Zinnemann o en las de Lang, donde el consenso crítico parece haber llegado a la determinación de que se percibe claramente una mirada más distanciada y objetiva (nada más lejos de la realidad, hay más "superhéroes" en esas obras que en las de Capra) porque sus autores no eran norteamericanos, habían visto caer las bombas y quizá hasta perdido algún pariente y no tenían valores nacionales que ayudar a salvaguardar.
La diferencia de apego con respecto a futuras obras de Frank Capra, imagino que tiene que ver con la empatía que pueda establecerse con esa familia, no muy modélica precisamente, destruida por la riqueza de "The younger generation" o sobre todo con el inolvidable charlatán Joe Cook de "Rain or shine".
Más redonda, "Rain or shine" (que hoy sería muy famosa si fuese una de las películas de los Hermanos Marx, a los que anuncia y en mi opinión supera cinematográficamente incluso con McCarey tras la cámara) es, o debería ser, la quintaesencia del cine del Capra que venía del mudo, el menos conocido y su obra más espectacular y arrolladora, probablemente la segunda que prefiero de su carrera tras la eterna "It´s a wonderful life".
El "Smiley" CursivaJohnson de esta obra total del screwball (antes de que se inventara), es tan de fiar como Longfellow Deeds o Jefferson Smith, pero lleva una vida bastante más dura y no pertenece a ningún sitio. Su palabrería no engañaría más que a un bobo y sus burlas y trucos van dirigidos a ridiculizar aquello en lo que no cree o le parece falso, pero no se lo pensará dos veces antes de jugarse el cuello por quien quiere.
Tanto Smiley como el Eddie Lesser de "The younger generation" o incluso el nuevo millonario que encarna Ricardo Cortez, son más mundanos y menos impresionables que los futuros héroes de Capra, pero no cualitativamente peores individuos, como, en general, no se puede decir que los típicos personajes rurales, tímidos e íntegros que solían incorporar George O´Brien, Gary Cooper o James Stewart fuesen mejores que los urbanitas, mujeriegos y ambiguos a los que daban vida Cary Grant, Clark Gable o Errol Flynn.
El punto de vista de Capra y su empeño en reflejar, como si fuese una misión encomendada por sus compatriotas, tras por fin alcanzar un gran éxito con "It happened one night", lo mejor que podía ofrecer un americano en aquellos tiempos de "reconstrucción nacional" no debe hacer olvidar que su cine antes e incluso durante ese periodo que va desde mediados de los 30 hasta la vuelta de la guerra, como prueba "Arsenic and old lace", era ya amplio, poliédrico, irreducible a unos esquemas fijos y desde luego, tan repleto de humanismo como de asumibles contradicciones. Como el de cualquier cineasta inteligente y crítico.

martes, 22 de diciembre de 2009

¿BAILÁS?

Tras tres películas como director de las que sólo conozco "The apostle" de 1997, Robert Duvall, uno de los, si he contado bien, doce actores y actices de la saga de "The Godfather" de Francis Ford Coppola, que se han puesto tras una cámara, rodó "Assassination tango" en 2002.
Siempre me ha gustado Duvall. Un tipo tranquilo, nada altisonante, capaz de encarnar a cualquier personaje con toda naturalidad, por inconsistente o poco memorable que pudiese ser a priori. Aparte de sus papeles más populares (incluso en TV, donde llegó a hacer hasta un "Alfred Hitchcock presents"), me gusta mucho en "True confessions" del desaparecido en combate Ulu Grosbard y bueno, sigue ahí, en "We own the night" de James Gray, daba la talla de sobras, con 76 años.

Producida por la American Zoetrope, "Assassination tango" se ha visto poco y ha tenido menos fama, algo sorprendente en un cine no muy sobrado de grandes películas como el americano de la última década.
Imagino que si la hubiese rodado Eastwood, de la que no anda lejos, ahora sería mucho más recordada y la relacionarían con "Space cowboys", la película más disoluta rodada por Clint en todo este decenio.
"Assassination tango" no tiene ninguna pretensión. Es relajada, divertida, informal, un punto excéntrica y sensual, virtudes poco corrientes, por desgracia, en el cine de hoy día. Las mejores películas americanas recientes son duras, profundas, incluso demasiado serias, no sé si para recuperar un respeto perdido. Hasta las de Greg Mottola, Wes Anderson, los Farrelly y compañía, que me suelen gustar poco, son más cínicas y desagradables que contagiosas o gozosas.
Robert Duvall les da una buena lección a todos con este personaje socarrón y pasado de moda, un sicario enredado en un, siempre a punto de resultar hilarante, plan para acabar con la vida de un supuesto general argentino (¿o tal vez alemán?) al que la justicia de su país mantiene impune, tomando el cafecito todas las tardes en su jardín como un bien ganado descanso del guerrero.
Lo mejor de esta excelente película es su autenticidad. En los comportamientos (los torpes intermediarios, el manager de boxeo 100% pulp, los compinches de poca monta del barrio ...), en las localizaciones, en el respeto a los idiomas, en la toma de decisiones por parte de un director sin un prestigio que cuidar, que se siente bien bailando tangos y que casi consigue enamorarse y que lo haga cualquiera que la vea, de una chica, incorporada por Luciana Pedraza (no sucede en la película, en la realidad todo fue más lejos y acabaron casándose; esa química traspasa la pantalla y beneficia enormemente al film), cuya espalda con un collar de perlas se graba en la memoria para toda la vida.
Duvall demuestra una precisión admirable en la combinación de todos los elementos y guía la mirada de lo casual a lo milimetrado, del placer al "deber", sin inmutarse y sin perder nunca de vista lo importante, como si acreditase una carrera como realizador de varias décadas, consiguiendo integrar todo bajo un manto de normalidad (la doble vida de su personaje, el hecho de que no llegue a la última cita con Manuela o sus poco culpables infidelidades) propias de alguien al que no cuesta ningún esfuerzo planificar las más dispares texturas que supondrían no sé cuántos "conflictos creativos" a la plana mayor de supuestos renovadores del cine de su país.
Esta alegría de rodar - se nota que se lo pasaron muy bien - y la aparente despreocupación por la verosimilitud (de la historia; cada decorado y encuadre están pensados concienzudamente) deviene curiosamente, algo tendrá que ver el talento, en un perfecto retrato de un "has been", aún capaz de decirle a cualquiera a la cara lo que piensa de él, que se cree el mejor en lo suyo (y los demás también lo siguen pensando) sin complejos ni mayores problemas en resultar ridículo, al que todo puede salir mal pero que igual sale victorioso de sus peligrosos encargos porque sabe disfrutar de sus aficiones y gusta la compañía de gente apasionada, porque no tiene más miedo del estrictamente imprescindible para mantener el pellejo a salvo.
"Assassination tango" no es una comedia pero pertenece a ese cada vez más raro tipo de películas que no parecen gran cosa y acaban resultando más gratificantes y recompensan mucho más ya que no exigen ningún esfuerzo. ¿No era eso también el gran cine?

miércoles, 16 de diciembre de 2009

SECRETOS DE FAMILIA

Desde el mismo arranque con los títulos de crédito sobre fondo nublado y la partitura chopiniana de Maurice Jarre, presenta sus credenciales el cuarto largometraje de Georges Franju, "Thérèse Desqueyroux" que (en realidad desde el tercero y a partir de ahí, casi todos los demás) permanece incomprensible y escandalosamente inédito y sin perspectivas de reedición en un futuro cercano imagino que debido a problemas legales, porque la copia que conozco está en buenas condiciones de imagen, aunque con sonido un tanto deficiente.
Y la verdad es que no se trata de un film "de prestigio" más, sino de una de las más extraordinarias películas francesas (y europeas) de los 60, completa y abrumadoramente convincente no sólo para los que en su día repararon en el especial talento de Franju sino para los que se acerquen ahora a ella.
Nunca hizo Franju nada tan hermoso. El tono del film, sus diálogos (adaptación del propio François Mauriac, autor de la novela en que se basa), la fotografía de Christian Matras en un blanco y negro casi soviético y hasta la construcción en constante elipsis (se recuerdan los lugares y se olvidan los caminos)... parece que todo estuviera marcado por esa evocadora apertura, como si de una clave musical se tratase, como en "Rebecca" o "Yokihi".
Es precisamente esa especial textura narrativa lo que hace diferente a "Thérèse Desqueyroux". Su argumento, muy Chejov, al que incluso menciona el atolondrado Jean Azevedo (Sami Frey) durante el primer paseo por el bosque con Thérèse, podría haberse quedado en otro drama sobre infelicidades matrimoniales y arsénico, pero Franju evita cualquier posiblidad de empatía y arrellanamiento del espectador confiriendo (con el recurso de la voz en off que puntea todo el flashback, monocorde y susurrante) un carácter casi onírico a todo lo que recuerda Thérèse, como si todo fuese proclive a no haber sucedido y pudiera ser un puro desvarío, otra vida imaginada, no vivida, lo que conecta el film con el tema más habitualmente asociado al nombre de este director: los laberintos de la mente, la aparición de otra realidad, ya se trate de un niño perdido en el metro que ve fantasmas ("La premiére nuit") o un cirujano que secuestra chicas para recomponer la cara de su hija desfigurada ("Les yeux sans visage").
Todo este despliegue armado en la parte recordada, misterioso y circular, como si fuese uno más de los episodios de "Morir, dormir... tal vez soñar" de Mur Oti (al que que seguro encantó el film si tuvo oportunidad de verlo), no es estrictamente la gran baza de Franju.
La mayor originalidad del film es que la estructura en flashback que tan bien desarrollada y sugerente resulta, súbitamente desaparece a la hora de proyección dando paso a otra clave, otro movimiento, en el que cobran inusitado protagonismo los silencios, los objetos, las (muy escasas en contraposición a la primera parte) palabras.
La Emmanuele Riva enclaustrada en la mórbida y desangelada Argelouse, la casa frente al bosque que tanto le había movido a casarse con Bernard en nada se parece a la que se confina voluntariamente a una habitación en "Hiroshima mon amour", mundana e independiente, pero tal vez este ambiente provinciano y mezquino sublimado en las cuatro paredes de su habitación, sea el mejor retrato de Nevers, el pueblucho del que huía ella en la obra maestra de Resnais.

Surge entonces el Franju más importante, el que es capaz de acercarse a Bresson y a Epstein sucesivamente.
El carácter aproximativo (incluso físicamente: la acción se desarrollaba en la primera parte a las afueras de las casas, en veredas del bosque, a horas intempestivas) se torna de una precisión extraordinaria en la larga coda final que rehabilita de alguna manera a Thérèse como persona a cambio de sacrificar (para siempre probablemente) su capacidad de amar.
Franju renuncia a la voz en off, cierra el objetivo y documenta su deterioro y triunfo (pírrico) final, registrando una de las mayores lecciones interpretativas que en el cine han sido sin casi pronunciar palabra a cargo de la Riva, en estado de gracia.
Sin necesidad de recurrir a temas más o menos escabrosos ("Vaghe stelle dell´Orsa", "Ill bell´Antonio") y reduciendo el protagonismo de elementos exteriores a un par de escenas, Franju filma (sin sacar prácticamente la cámara de una habitación) uno de los mejores retratos de la Francia (tanto daría que fuera otro país) mezquina e irrespirable, donde guardar las apariencias es necesario para seguir viviendo.
Thérèse cae en la cuenta justo al final de que ha tenido que deshacerse simbólicamente de ella misma cuando creía que se estaba librando de su marido. La otra Thérèse, como le dice. Él no entiende nada.

lunes, 7 de diciembre de 2009

MANILA EN LAS GARRAS DEL NEÓN

Lino Brocka decía que el melodrama era el idioma de su pueblo.
Maynila sa mga Kuko ng Liwanag”, en 1975, es la película más emblemática de su carrera, la piedra angular de su cine.
De todas las obras realizadas en los años 70 por Brocka que he podido ver, las igualmente excelentes “Insiang”, “Tinimbang ka ngunit kulang”, “Ina, kapatid, anak” y “Ang tatay kong nanay”, todas tienen un fuerte componente popular y sentimental. En ese sentido es curisoso que “Maynila…”, que para muchos quizá sea la película que enseñarían a cualquiera de fuera para presumir (con razón) de su cinematografía, sea significativamente menos melodramática que el resto.
Maynila…” está a medio camino entre esos films y un retrato de las grandes ciudades (con una gran presencia, mucho más que un decorado en todo caso y más ampliamente que en las otras) que crecían sin parar y engullían a recién llegados con ganas de abrirse camino o simplemente sobrevivir.
Reducida a su esqueleto argumental quizá lo más sencillo sea relacionar "Maynila..." con “Taxi driver”, “Hardcore”, “Midnight cowboy” y todas aquellas películas, con un marcado carácter iniciático, crónicas de descensos a infiernos publicos y privados, que tienen un elemento de fascinación (y que suelen terminar en algún tipo de venganza o tragedia) por la vida en las grandes urbes, si no de los protagonistas, de los propios directores y guionistas.
Son más útiles o al menos lo son para mí y sin que eso signifique que sean claramente mejores (estas y aquellas son todas, al menos, buenas películas) para entender el enfoque de "Maynila.." otros films que miran a la ciudad como un escenario hostil, con desubicación (incluso si es la propia ciudad donde nacieron o viven sus realizadores), sin que parezca un lugar donde buscar oportunidades, donde el concepto de hogar queda en un espacio tan interior y a veces íntimo que puede que no se comparta con nadie, películas, fragmentos y recodos de films de Chantal Akerman, Abel Ferrara, Jim Jarmusch, Robert Kramer, Jonas Mekas, Philippe Garrel, Adolfo Arrieta, Raoul Ruiz, Alain Tanner, Jean Eustache, Frederick Wiseman o Robert Bresson. No será por casualidad, todos son independientes por (o sin otra) opción.

Es el punto de vista de Lino Brocka, el espíritu, lo que marca la gran diferencia.
Recuerdo a Maurice Pialat diciendo algo que, la primera vez que lo leí (en un viejo número de la revista Papeles de cine, Casablanca de principios de los 80 que cayó en mis manos) me pareció una boutade: casi se marcha del cine durante la proyección de "Taxi driver" cuando vio que Scorsese montaba una plataforma para rodar a De Niro deambular por las calles de Nueva York.
No sé si ahora lo entiendo mejor o quizá lo interpreto peor que nunca, pero he recordado inmediatamente lo que decía Maurice (alguno pensará que celoso del éxito de otro) viendo "Maynila..."
Todo se reduce a una cuestión básica. Cómo mirar y cómo se puede y se debe acompañar a un personaje. ¿Qué es el director para él? ¿un amplificador? ¿un observador? ¿un experimentador que utiliza cobayas para sacar conclusiones?
Maynila…”, no por falta de medios (es un cine pobre, pero no pobretón) no tiene una duda en ese aspecto. El recorrido del ingenuo Julio en busca de su novia Ligaya (muy bien Bembol Roco y Hilda Koronel), que salió del pueblo engañada y ha terminado cayendo en las redes de la prostitución, es contado por Lino Brocka con una aproximación sumamente episódica (coherentemente además, porque se basa en un serial de Edgardo Reyes) y no es acumulativo, prefigurando otra de las obras clave del cine filipino, la impresionante “Manila by night” de Ishmael Bernal en 1980.
La razón es sencilla: es una búsqueda y eso implica avances y retrocesos.
Caben la extrañeza y el desamparo, por muy conocida que sea cada calle y cada costumbre; Brocka no nos habla de su ciudad sino que su ciudad habla a través de los vericuetos de la historia y se muestra en toda su dureza porque así la ve Julio, confuso, sorprendido, más desnortado y pendiente de comer a diario y encontrar un sitio donde dormir que obsesionado por encontrar a Ligaya, que sabe que habrá cambiado y no será la chica que conoció en cuanto él mismo experimenta en primera persona lo difícil que es encontrar un trabajo digno y lo fácil que es hacer malas compañías.
Brocka respeta siempre el tempo de las acciones y nunca embellece ni apoya el dramatismo ni con música ni con voces en off (nunca las usó que yo sepa) interiores o exteriores .
Cuando el propio Julio, despedido de la empresa de construcción en la que trabajaba (donde cobraba una miseria), da con sus huesos casi sin darse cuenta en el mismo agujero en el que se teme debe estar ella, donde se gana fácilmente un buen dinero, en su rostro ya no se refleja otra cosa que hastío y pérdida irreparable de dignidad. Ya no esperará nada del futuro. Cómo capta Brocka este callejón sin salida y ese tremendo final es algo que hay que ver.
La fotografía de Mike De Leon, también director y que no trabajó para casi nadie más que Brocka, sin usar casi ningún filtro, recoge todo el arco iris de colores y matices igualando (y no es fácil, pocos están a su altura) los portentosos trabajos del maestro Conrado Baltazar.
Me parece interesante mencionar que la película cubre todas las horas del día. Pese a su título, no es nocturna más que en una parte y no es un muestrario ni de fauna callejera ni de depravaciones lo que multiplica el efecto de las (muy escasas, medidas y frontales, sin adornos) escenas de violencia y especialmente ese último intento a la desesperada de Julio por recuperar el control de la realidad que lo masacra sin merecerlo.
Hay en Brocka una tranquilidad expositiva por muy escabroso que sea lo narrado y un saludable “amateurismo” que llega hasta sus obras finales (“Makiusap ka sa Diyos” del 91 podría ser la primera o la decimocuarta de sus películas) que no debe confundirse con la falta de evolución. Brocka sólo sabía hablar de lo que había visto y conocido, sin preocuparse por repetirse o resultar previsible. No es que su cine tenga “componentes autobiográficos”, es que sospecho que no hubo otra vida aparte de la que vemos impresionada en celuloide.
El gran Lino Brocka sólo hizo un trabajo fuera de su país, un episodio para el último film de su vida en 1993, “Comment vont les enfants”, que también sería paradójicamente la última para Jerry Lewis. También andaban por allí Godard y A. M. Mieville.

martes, 1 de diciembre de 2009

VIAJE DE IDA A SANTUARIO

La última película del muy escurridizo (buena paradoja, el cine más accesible y “de relleno” de programas dobles en su época es hoy mucho más complicado verlo que el de muchos directores de cinematografías exóticas) Edward Ludwig, ruso de nacimiento como Lewis Milestone, “The Gun Hawk” en 1962, es un western pequeño y cuadrado, nada espectacular, rodado entre capítulos de series para la pequeña pantalla, un destino un tanto inesperado para uno de los más imprevisibles y estimulantes (la antesala de lo apasionante) realizadores del cine americano.
Conozco sólo 14 películas de Ludwig (más o menos un 40% de su obra sonora; las mudas, unas 60, que firmó como Edward I. Luddy, la mayoría supongo que films de dos rollos, no he podido encontrarlos ni sé cuáles se conservan) y todavía no intuyo sus límites. Cada nueva obra que he podido encontrar o cada revisión aportan nuevas cosas.


The Gun Hawk” llamó la atención en su día de Godard y a él le debemos probablemente que no se haya olvidado del todo este inasible y extraño film, patentemente de estudio, pero tan intenso y elíptico, tan milimétrico dentro de su irrealidad, que acaba acercándose a la excelencia y sin problemas de conciencia de ninguna clase, puede incluirse entre las grandes obras finales del género no “crepusculares” - de calificativo a género a estas alturas - y tan de su época desde el mismo comienzo con la adictiva canción “A searcher for love” (que suena a Frankie Avalon) como rotundamente intemporal.
Ludwig no aprovechó su gran oportunidad para ser famoso. En 1944, “The fighting seabees”, con John Wayne y Susan Hayward cosechó un gran éxito de taquilla, aunque no sea una de sus mejores películas para mi gusto. Su carrera no se relanzó y casi mejor así, porque a partir de ahí están buena parte de las que más me entusiasman (“Wake of the Red Witch”, “Sangaree”, “The blazing forest”, “Jivaro”, que gustaba mucho a Mourlet, poco sospechoso de tener mal gusto y también fan de Dwan y Walsh, los directores más emparentables a primera vista con el estilo de Ludwig, “Caribbean”…) aunque también la muy discutible “Big Jim McLain”, anticomunista o algo parecido, ya no vale la pena dirimirlo, y que estaría bien contraponer a “My son John” de McCarey, del mismo año 1952, para ver las, digamos, diferencias de enfoque.
Como las mejores que hizo (también varias de los 30 y entre ellas la primera que pude ver, la delirante “Adventure in Manhatan”), “The Gun Hawk” necesita al menos dos visionados para detectar qué tiene de extraordinaria.
La verdad es que la historia que cuenta “The Gun Hawk” es realmente buena y profusa, nada anecdótica, pero la depuración - el conocimiento del oficio en suma - es tal, que parece que no haya un solo recurso melodramático usado "apropiadamente".
Salvando las distancias, “The Gun Hawk” es lo que “Red line 7000” de Hawks a su respectivo género, una revitalización que parece pura rutina y una obra romántica - sobre todo sobre la amistad - tan poco al uso (la última media hora es un increíble tour de force lleno de sentimiento, un "derroche" digno de Matarazzo y que evitaría cualquier director para no caer en el ridículo) que casi ni lo parece. La inectulabilidad de los acontecimientos y la mirada del director, atenta y penetrante a la vez que comprensiva y valiente, conducen el ritmo de la película por caminos inimaginables y apenas dejan espacio para la reflexión. Es una continua sorpresa.
Rory Calhoun, que en mi memoria siempre será el gaucho de aquella inolvidable obra maestra de Tourneur, demuestra unos poco alabados recursos expresivos, nunca interpretó tan bien con el gesto corporal, y soporta el peso trágico del pasado y el presente del film, que parece, como todo gran western, que ya empezó a andar un rato antes de que comience la proyección.
En una época de recapitulaciones, últimos fulgores - algunos cegadores -, grandes espectáculos y obras que buscaban caminos, incluso si colaterales, poco transitados (“Two rode together”, “The man who shot Liberty Valance”, “Cheyenne autumn”, “The comancheros”, “How the west was won”, “A distant trumpet”, "The last sunset", "Comanche station", “Rio Conchos”, "Lonely are the brave", "The misfits", "Spencer´s mountain", "Cimarron"...) y también de recién llegados que parecen en retirada desde el debut o dispuestos a negar las formas tradicionales a cualquier precio (“The deadly companions”, “Ride the high country”, "Ride in the whirlwind", "Per un pugno di dollari", "La resa dei conti"...), "The Gun Hawk" resulta una rareza que recupera la ingenuidad fundacional del western mudo y es vitalista por pulso sin resultar desenfadado ni pop. No se enclaustra en espacios cerrados por limitación sino por elección y cuando debe ser secretamente épica y desaforadamente lírica, lo es, sin ambages.
Nada muere en el vasto territorio del western que cubre "The Gun Hawk", todo está condenado a repetirse o, peor aún, a no resolverse a satisfacción de nadie: es un film inconcluso. Surge el nombre de Nicholas Ray al mirar dando un par de pasos atrás para ver mejor y viene a la memoria aquel intento de musical quizá fallido pero hermoso, "The true story of Jesse James". Está ese mismo peligro y falta esa red que sostiene los proyectos bien diseñados. Ludwig no se distinguía precisamente por la ingeniería (de ahí el relativo fracaso de "The fighting seabees"; es una broma), era un cineasta intuitivo, listo, al que no se le notaba la tramoya por irrefrenable empuje antes que por planificación, pero cuando daba en el clavo era concreto y tenía una economía narrativa encomiable.
Prefería, me parece, ser confuso y raro antes que dormirse en los laureles y eso no reparte buenos dividendos cuando se trata de tener una carrera "en condiciones".

domingo, 22 de noviembre de 2009

¿UN NUEVO WAGON MASTER?

La reciente reedición en DVD lanzada en USA por Warner de “Wagon master” ha reactivado el interés por una de las películas menos consideradas y desde hace años parece que menos vistas de la monumental filmografía de John Ford.
Me han hecho ir hasta Oxford y Cambridge a dar conferencias sobre la película. A los ingleses les encanta. Imagínate a mí dando una conferencia” declaraba el maestro en su línea habitual de casi mofarse de su propio prestigio y de cómo interpretaban su obra los críticos de cine.
Dejando si es posible aparte el hecho de que no estamos hablando de un reestreno en pantalla grande y eso casi reduce a la nada el debate, es cierto que “Wagon master” luce ahora más bonita que nunca. Con una soberbia fotografía de Bert Glennon, las escenas de paso de carrozas, los ríos, el polvo y el sol, los detalles en claroscuro donde asoma como siempre, con fuerza, el expresionismo fordiano, las baterías de primeros planos, etc. han ganado en belleza y expresividad. Y las canciones suenan a gloria.
Pero sigue siendo exactamente la misma película. La nueva copia no restituye el formato original (1:37) pues las copias en circulación ya lo presentaban correcto ni contiene material no editado (dura los 86 minutos de toda la vida), con lo que los ditirámbicos comentarios vertidos recientemente (en diversos medios americanos, David Hare, Richard T. Jameson, Dave Kehr, Joseph McBride, Jean Pierre Coursodon… algunos aludiendo, no tengo por qué dudarlo, a que llevan años diciéndolos) sobre ella, me parece que responden a un (re)descubrimiento por parte de muchos, cuando no a una reconsideración general de la obra del de Maine y ya hasta se atreven a considerarla en una suerte de liberación de un (inexplicable para mí) “guilty pleasure” nada menos que como ¡la mejor película de Ford!
Para mí no lo es. Ni tampoco su mejor western. Ni siquiera su mejor película de 1950 (sigo prefiriendo la todavía me parece que más subvalorada “Rio Grande”) ni probablemente sea mejor que el resto de integrantes de ese grupo de films que el maestro hizo con más libertad y gusto que de costumbre (no mejor para mí desde luego que “The last hurrah” y “The sun shines bright” y se podría discutir si se compara con “Steamboat round the bend”, “Judge Priest” y otras).
Lo que sí es “Wagon master”, y lo fue siempre, es una de las muchas obras maestras de Ford y (a pesar de considerar inapropiado el término “avant garde” que le intentó colgar Lindsay Anderson, no porque considere a Ford clásico y nada más, sino porque el matiz experimental creo que no corresponde con las intenciones ni con el resultado del film) una de las pruebas más claras de cómo funcionaba la maquinaria fordiana cuando los productores le dejaban hacer lo que le venía en gana (el argumento es suyo) y se acordaba de los viejos tiempos cuando el cine era otra cosa, un oficio, sin esa preocupación primordial sobre cómo llenar todas las butacas de la platea. De hecho, los dos detalles más sorprendentes a primera vista del film, su apertura antes de los créditos y el sádico Uncle Shiloh que incorpora Charles Kemper, remiten seguramente más a sus westerns mudos antes que anticipan a Mann o Peckinpah.
En aquellas declaraciones mencionadas antes puede estar ya una de las claves de “Wagon master”: es puro “understatement“ fordiano, como decía Hitchcock a propósito de “The trouble with Harry”, y eso los ingleses lo captan mejor que nadie: ese humor irónico y surrealista, esa mirada privada y socarrona a su propia obra, ese ritmo despreocupado. Tienen en común ambas películas muchas cosas por cierto. Las dos se cuentan entre las preferidas por sus autores, no tienen estrellas, son relajadas y anecdóticas y fueron tomados erróneamente por divertimentos o caprichos entre grandes proyectos.
Me sorprende que de repente se haya caído en la cuenta de que John Ford es un revolucionario y además que haya pasado precisamente con un film que se mueve en el terreno que más tradicionalmente se ha asociado a su nombre. Yo no veo en “Wagon master” ni una sola novedad en el cine de Ford, ni en tono ni en estructura ni en punto de vista ni en nada, o mejor dicho: yo no veo más que la exuberante, originalísima e intransferible forma de hacer cine de un director que sigue siendo el mejor y más completo artista que ha dado este arte.
Que se vayan revalorizando sus obras con el tiempo sin caer en el juego de la balanza que tanto se ha utilizado para dar su justo sitio primero a sus obras tardías y luego a las intermedias me parece bien, pero estas “campañas” no acabo de entenderlas muy bien.
Wagon master” es puro Ford y al mismo tiempo un Ford que parece gustar especialmente (y a las pruebas me remito: el libro “About John Ford” de Anderson, las listas de favoritos y algunos artículos de los antes reseñados) a los que sospecho que molestan o aburren o incluso toman por caprichosas, algunas de las cosas que han quedado indeleblemente asociadas al nombre de John Ford o de otra manera no entiendo, admito que por probable miopía por mi parte, sus preferencias.
No hay héroes complejos (ni siquiera un protagonista, pues se reparte entre el discreto Ben Johnson y el siempre “straight edge” Ward Bond) no hay nostalgias de la vieja Eire, no hay resonancias del pasado (una sola escena, maravillosa, cuando Joanne Dru se aleja de Ben Johnson, no sin dudarlo, porque recuerda de repente qué le llevó a ser actriz de carromato y no vivir la vida que se le suponía; por lo demás el film está suspendido en el momento presente, nada parece realmente trascendente), ni hay “gestos patrióticos” (ni siquiera hay nación, es un territorio en buena medida aún virgen y la referencia bíblica a la "tierra prometida" enlaza el film con el poco epatante a estas alturas cine de Demille), ni - y es más grave porque pocos directores han sabido desarrollarlas tan bien sin resultar pedantes y grandilocuentes - política y épica.
Hay autores que, quitando todo lo "superfluo" - y considerando que para llegar a saber qué es exactamente prescindible, no querido o impuesto, deberíamos tener la suficiente certeza sobre sus íntimos pensamientos cinematográficos - cobran una dimensión mayor: fijándonos en sus obras más desdramatizadas, o en las que se pueda reducir a lo básico la injerencia de productores y actores, obviando bandas sonoras "superpuestas", depurando argumentos complacientes con la audiencia, buscando en suma una personalidad definida, un rigor.
John Ford no es uno de esos directores. La máxima expresión de su cine es emocional, poliédrica, divertida, humanista, expansiva... ¿por qué debemos pensar que reduciendo a simples líneas de fuerza su cine resulta más penetrante y moderno? ¿debenos privarnos de disfrutar todo lo que supo o quiso desarrollar porque así aguanta mejor el paso de las modas?
Yo, será por fidelidad (que quiero pensar que no tiene nada que ver con el inmovilismo), no me canso de ninguna de las facetas de John Ford ni me parecen "superadas" ninguna de sus grandes películas y que conste que nunca he vestido un uniforme militar, no tengo parientes en Cork, no duermo con un misal bajo la almohada y no sé una palabra de navajo.
Creo por todo ello que “Wagon master” no es ninguna cumbre en la obra de John Ford, donde hay un buen número de películas mucho más amplias, emocionantes, hondas, arriesgadas, originales, hermosas… y rotunda y completamente fordianas, con todo lo que eso supone y que concordarán mucho o poco con nuestras ideas, nuestra ética y nuestra moral (que nunca son “nuestras” y sí una mezcla de herencia y experiencias propias), pero que él transmitió con un insuperado (y desarmante) talento.

lunes, 16 de noviembre de 2009

PIERROT, LE FOU

Hay ocasiones en que una película es un milagro.
Corps à coeur” de Paul Vecchiali es una de esas películas. Para mí, una revelación y una de las mayores emociones de los últimos años, que reconforta especialmente porque demuestra que donde todo podía y hasta debía salir mal, también cabe lo maravilloso.
Ni la historia, ni su desarrollo ni tal vez su conclusión habrían pasado el filtro de muchos que se llaman a sí mismos profesionales del medio (y no hablo sólo de productores, también guionistas y hasta actores, que condenan al ostracismo tantos proyectos “pensados para ellos”) y que a saber la cantidad de películas importantes que nos habrán impedido contemplar.
El corso Paul Vecchiali, que yo conozca (por tres film más y "Trous de mémoire" del 85, permite ponerlo en duda) o intuya por pistas fiables, y siendo un director apreciable, no parece que pueda ser el genio que anuncia “Corps à coeur”, lo que otorga al film un carácter aún más excepcional, engrosando esa lista de obras que (teniendo en cuenta que es un proceso que no termina hasta conocerlo absolutamente todo y nuevas revisiones pueden hacer cambiar de opinión) superan con mucho al resto de las realizadas por sus respectivos directores (con distancias a la segunda mejor que pueden acercarse a un abismo), como “L´important c´est d´aimer”, “The strange love of Martha Ivers”, “Queen Christina”, “Barocco”, "Strangers when we meet", "Shakespeare-Wallah", “El mundo sigue”, “Dance, girl, dance”, "They all laughed", "The burglar", "Huang tu di", "Enchantment" o "Once upon a time in America" de entre los muertos y vencidos y supongo que algunas recientes; el tiempo dirá.
Corps à coeur” propone otra realidad. No la vida paralela que tanto gusta poner en escena a Rivette, más bien una total subversión de las reglas del juego en que se mueven sus habitantes y nos movemos todos cada día. Tal vez esto sea el puro surrealismo.
La historia de amour fou de Pierrot y Jeanne (¿o se llama Michèle?), las andanzas cotidianas de la encantadora y malhablada Emma, los apuntes filosóficos del altísimo Platon (el crítico Michel Delahaye), la relación que vuelve con su antigua novia y la que no termina de irse con Melinda, ese Requiem de Gabriel Fauré (a quien está dedicado el film también; el primer homenaje, emocionado - y pertinente a poco que se pone en marcha la proyección - es para Jean Grèmillon) y el arriesgado montaje de Franck Matthieu (que un año antes y también con Hélène Surgère como protagonista, hizo el de “Las belles manières” de Jean-Claude Guiguet, que desde este mismo instante se convierte en mi film más buscado), componen un canto vibrante y divertido pese a su gravedad, a la libertad de pensamiento y sentimiento y a la expresión, qué importa lo que diga nadie, en público y en privado, de los mismos.
La vida es esto que vemos y aquí empieza y se termina todo. No hay en "Corps à coeur" amores más allá de la muerte como en Borzage o Dreyer pero tampoco asomo de frivolidad o egoísmo; nadie necesita "espacios" ni libertades afectivas, ni se queja de que no recibe lo que merece. Los personajes, y no sólo los protagonistas, quieren hasta más allá de los límites “aceptables” y persisten en su empeño, aún sin esperanza de recompensa y hasta si hacerlo implica ir en contra de sus propios intereses, con un efecto de contagioso entusiasmo que recuerda a cómo Jean Rouch nos explicaba en sus películas que otras formas de vivir y no sólo la occidental, eran y debían ser posibles. “No se puede decir que no cuando se tienen sentimientos tan fuertes” o “Vámonos, esta mujer está completamente loca” son dos diálogos a propósito de la negativa de Jeanne a las proposiciones de Pierrot.
Es admirable que la única mención en todo el film a un elemento que hubiese vertebrado todo el film en manos menos diestras, la diferencia de edad entre los amantes, sea un bellísimo y doloroso diálogo sobre el cuerpo desnudo de Jeanne, que es para Pierrot “la vida, la fatiga y la reserva”. Jeanne le pide más palabras hermosas y Pierrot responde “No sé ninguna más” y ella la insta a que hable con las palabras de otros. Él las recita y ella casi desfallece, dándose cuenta de que si no las dice es por no causarle más daño. Es la clave del film. Este planteamiento de no recurrir a los convencionalismos a no ser que sean estrictamente necesarios y armar la película entera sobre otra forma de ver el mundo me parece, dentro del terreno del romanticismo en que se puede enmarcar, revolucionario.
Pero "Corps à coeur" no es adelantada a su tiempo ni tiene nada de progresista ni de moderna y poco o nada debe al cine de su época ni a todo lo que ha venido después. Si sorprende su tono es porque el mencionado Grémillon, Buñuel, Tourneur, Ophüls, Cottafavi o Godard son en el fondo, menos clásicos de lo que deberían.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

ANTES DE LA REVOLUCIÓN

La penúltima película dirigida por Kenji Mizoguchi, a pesar de situarse cronológicamente en el espectacular rush final de su carrera, no parece contarse entre las más valoradas. Es habitual que cuatro de cinco favoritas sean posteriores a 1950 y a veces parece que para muchos, lo que vino antes sea, extrañamente, “otra cosa”, lo cual explicaría su escasa fama. ¿Qué concepto se tendría del film si culminase diez años antes lo expuesto en las poco recordadas “Miyamoto musashi” y “Meito Bijomaru”?
Shin heike monogatari” es un Mizoguchi especialmente valioso.
Para mí, desde la primera vez y deben ir unas diez revisiones, es una de las cinco más deslumbrantes y quizá la que mejor me ha transmitido, al transitar un terreno que se asocia más a otros directores nipones (un muy de puntillas “chambara”, es mucho más un film político, sobre la guerra y en una gran porción, un melodrama puro), el extraordinario poder de su cine.
Con Mizoguchi es lógico quedar prendado por la potencia lírica de sus imágenes, no hay nada parecido o yo no lo conozco, a lo que alcanza en los momentos cumbre de sus films y además llega a ellos con una sutilidad (y una distancia que multiplica el efecto. Ozu es en el fondo mucho más cálido) inigualada. Pero es necesario o al menos para mí lo es (y como decía José Luis Guerín acerca de "Lancelot du Lac", un cineasta alcanza otro nivel si es capaz de emocionar prescindiendo de ciertos recursos) verlo desarrollar un film que carece de esos famosos climax emotivos, prolijo y acumulativo, que precisa un do sostenido de puesta en escena, sin trágicas heroínas, con unos resortes diversos a los que articulan algunas de sus obras más entronizadas y para ello nada mejor que esta suprema “Shin heike monogatari”.
La película no es un laberinto de intrigas políticas, ni una sucesión de batallas (sin ser un monumento a la inacción, está cargada de tensión), ni funciona con claves crípticas y soterradas (no se diluye en ritos y ceremonias) que se dan por entendidas (porque costaría trabajo explicarlas) ni contiene una serie de asideros a los que es necesario aferrarse para llegar al final. El despliegue, como en “Exodus”, es total, y lo es desde el plano de apertura, que plantea el conflicto antes de que la cámara baje completamente de la grúa con la que le gustaba iniciar sus films y toque el suelo.
El héroe del film, Kiyomori, será el único personaje capaz de atreverse a desafiar el férreo sistema que enfrenta a nobles y monjes - que mantiene a ambos en el poder - pero su hazaña es la lógica consecuencia de su búsqueda de la verdad acerca de su familia. La rebelión llega porque ya no se puede respirar más, como decían en “Le Pont des Arts”. Siendo un samurai (en última instancia, el brazo ejecutor del método de sostenimiento del sistema, al recaudar los impuestos) su destino debía estar sellado.
La dosificación de la película es ejemplar. Con rimas visuales y cromáticas constantes (y no consagrando su efecto al deleite estético: cuando retorna Kiyomori con su padre de la guerra, hastiados pero habiendo cumplido su cometido, la cámara los espera fuera de su casa, suspendida entre los árboles y los acompaña dentro salvando la tapia; cuando su madre, despechada, los abandona, desde la misma posición, la cámara permanece impasible) la información proporcionada en cada momento retroalimenta la puesta en escena, añade gradualmente (en dos fulgurantes flashbacks, los más misteriosos que conozco) nuevos elementos que se integran en la narración “en tiempo real”, como si el presente esperase al pasado para ser más justo y termina culminando en un espectacular, qué poco se prodigaba y qué majestuosidad cuando aparecen, primer plano de Kiyomori disparando dos flechas que cambiarán la historia.
Shin heike monogatari” es su film más hermoso visualmente junto a “Yuki fujin ezu” en mi opinión y quizá el que mejor consigue aunar, que es tanto como decir que es uno de los que mejor consigue plasmar en toda la historia del cine, las “verdaderas” posibilidades expresivas de este arte. Frente a la cómoda difuminación y el juego de sombras que encubren la duda de cómo expresar certeramente, la más absoluta claridad espacial y la iluminación más intensa porque se trata de ver lo mejor posible. Frente al aprovechamiento de esquemas de género que sirven de contexto pero que limitan el alcance de muchos films, la audacia de contar a través del periplo sentimental del protagonista cómo se gesta la revolución. Frente a la evolución preciosista y acechada por al manierismo de muchos maestros del blanco y negro (y en ese terreno pocos lo han igualado), la variación, (bellísima, hay que observar con detenimiento las escenas en que la joven Tokiko tinta las sedas y cómo se disponen las entradas y salidas de personajes en torno a los colores de los paños secándose al sol), de tono y ritmo para aprovechar todas las posibilidades de la paleta cromática.
La actualidad del cine de Kenji Mizoguchi es paradójica. Pasan los años y su nombre permanece perennemente en el Olimpo del cine desde que su obra fue súbitamente descubierta para Occidente en un lejano festival de Venecia de 1952. A estas alturas permanecen invisibles o difíciles de ver todavía alguno de sus films de los 30 y 40 y han ganado terreno en el aprecio colectivo Naruse, Yamanaka o Shimizu conforme su obra ha sido difundida. Sin embargo cada vez que se revisa alguna de sus grandes obras o se descubre un nuevo film (para mí, el último, “Gubijinsô” del 35) da la sensación de que su cine es algo más, que no ha habido nadie que haya llegado tan lejos y tantas veces, que aún no lo conocemos en profundidad o que quizá como la Dama de Gion de este film, nunca lleguemos realmente a saber toda la verdad acerca de su figura.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

DESORDENANDO LAS CONCLUSIONES

En la revista Transit, un texto sobre "Whatever works" de Woody Allen.

lunes, 2 de noviembre de 2009

EL BAILE DE LAS MÁSCARAS

No fue desde luego su proyecto más anhelado. Ni siquiera creo que quisiese rodarla o tal vez sólo aplicó honradamente su oficio a sabiendas de que su destino estaba escrito desde siempre.
Edgar G. Ulmer - al parecer checo, aunque dicen que se autoproclamaba vienés – rodó “I pirati di Capri” (“The pirates of Capri”, pero es más italiana) en 1949, con pocas esperanzas ya de convertirse en el reconocido gran director que siempre quiso ser, aquel que tan felices se las prometía en 1929 cuando se reunió con Billy Wilder, Fred Zinnemann, los hermanos Siodmak y Eugen Schüfftan para la excelente “Menschen am Sonntag”. Los años felices.
Cuando llegó a Hollywood sus credenciales eran inmejorables. Había aprendido con Max Reinhardt, colaborado con Lang en “Metropolis” o “Die nibelungen”, con Murnau en cuatro películas, con Wiene en el “Caligari” con Wegener en “Der golem” y hasta con Lubitsch, aunque algunos de estos trabajos, que yo sepa, siguen permaneciendo "uncredited". La historia del cine, sin embargo lo ha acabado prácticamente asimilando al (no tan entusiastamente inoperante como la película de Tim Burton reflejó) Ed Wood y parece que los cuatro seguidores que deben quedarle en este mundo deban pedir perdón por admirarle.
I pirati di Capri”, filmada en un interludio de su largo viaje por Europa en busca de financiación y de la que no creo que quisiese acordarse en sus últimos días (su vuelta a USA, donde su vitola de director barato de la productora PRC le acompañaba a todas partes, certificaba el fracaso de esa última gran oportunidad) es una prueba fehaciente de su talento, hasta si en algún sentido involuntario; malgastado, pensaría él.
Ulmer se había pasado toda la década de los cuarenta persiguiendo su sueño y demostrando mucha más versatilidad de lo que pudiera haberse esperado de su cine; con obras ambiciosas como la extraña "Carnegie Hall", misterios que prefiguran toda la serie "The Twilight Zone" como la fascinante "Strange illusion", melodramas como "The strange woman" o "Her sister´s secret", dramas muy negros, casi irreales, como "Detour", "Ruthless" o "Bluebeard", todas por lo menos notables y mucho más vistas y estudiadas por las generaciones de realizadores venideras de lo que él hubiese soñado jamás. Y todo ello sin contar las futuras obras maestras de la década posterior: "The naked dawn" y "Murder is my beat" y varias interesantes hasta el final de su carrera en los 60.
Es fácil encariñarse con "I pirati di Capri" aún sin conocer la personalidad de su creador. Dentro del género de películas de (con) piratas, una gran explosión de color en la memoria, que contrasta con su blanco y negro, brillan las características más especiales de su cine: su inteligente puesta en escena, su sentido del ritmo y su intuición para los detalles. Cuando todos aquellos compañeros de generación habían prácticamente “superado” la influencia del expresionismo, unos por haber evolucionado a otra cosa muy distinta, otros simplemente por haberse americanizado (algo muy poco peyorativo, como se puede suponer), Ulmer seguía fiel a sus maestros y estaba nuevamente empeñado en que su película no pasase inadvertida, preparando cada plano con el cuidado y la luz adecuada para que todo el fotograma resultase significativo, deslumbrante, reivindicando la grandeza del blanco y negro (no rodó en color hasta 1952, casi tan tardío como Ophüls y más que Renoir).
Esta obsesión por no ser vulgar, uno más del montón, no se traduce en un puro exceso y por eso resulta tan interesante. Ulmer quería dejar su huella pero era demasiado devoto del cine como para interrumpir un film para hacerlo notar y aprovechaba los resquicios; ese arte de la coyuntura y no del vil pretexto. Este personaje del Capitán Sirocco que se hace pasar por el afectado Conde Amalfi para infiltrarse en palacio y utilizar la información para liderar una revolución no es utilizado por Ulmer para desplegar todos los tópicos del género y demostrar que él también podía calzar los zapatos de Walsh, DeMille, Hathaway o Curtiz.
I pirati di Capri”, que en ningún momento parece hecho con pocos medios, es un vibrante film de capa y espada, una intriga política y una película sobre la representación, sobre el juego de los disfraces y las mentiras, en la que los personajes no son lo que dicen ser e interpretan (por conveniencia, por escapismo, por cobardía) un papel. No hay aquí abordajes ni tabernas en acantilados ni mapas de tesoros ni ninguno de los elementos que perfectamente podrían haber sido integrados en la puesta en escena a pesar de la localización geográfica de la historia, pero hay un intenso aroma, aunque venga de estancias cerradas y castillos laberínticos a Emma Orczy, Sabatini, Gautier o Salgari.
Las escenas finales, con la (excelente, mejor que otras mucho más renombradas) partitura de Nino Rota atronando, son espectaculares.

lunes, 26 de octubre de 2009

LOS VIAJES A NINGUNA PARTE

Desde 2005 no rueda ninguna película Sharunas Bartas.
Su último trabajo, “Seven invisible men”, producida como siempre por Paulo Branco, parecía abrir nuevos caminos para su cine o al menos resultaba más expansiva y universal. “Trys dienos”, “Koridorius”, “Few of us” y “A casa”, los largos anteriores que conozco de su filmografía (no he podido ver “Freedom” de 2000), eran, con matices, más crípticos y contemplativos y definitivamente necesitaban más complicidad por parte del espectador, más paciencia y confianza.
Seven invisible men” se inicia con una impresionante, nunca rodó nada tan fulgurante, escena de robo de un coche, con un aire muy Godard. La referencia al cine de Jean-Luc es, me parece, bastante útil para “medir” el trabajo de Bartas, aunque parezcan tan alejados entre sí.
No es Bartas un director de la estirpe de Sokurov (ya menos), Angelopoulos, Tarr o Dumont, sin entrar a juzgar la calidad de la obra de cada uno. El discurso crítico ha acabado por hacer parecer homogéneos a directores que en el fondo tienen bastante poco en común y a veces parece que se haya establecido un consenso, por pura pereza, para definir una categoría de directores supuestamente lentos, paisajistas, escasamente narrativos y solemnes, hijos de Tarkovsky y nietos (no tienen la culpa) de Antonioni, Eisenstein y Kurosawa.
Yo me fijaría más en otras referencias. Si Leos Carax encontró afinidades con su cine y si Branco, que conoce bien a Chantal Akerman, Garrel o Biette, ha apostado por sus, supongo, muy poco rentables económicamente, películas, creo que las pistas conducen hacia otros derroteros.
Otra cosa es el ritmo de sus films, siempre al paso de las acciones de sus personajes, que suelen estar en la encrucijada de qué hacer, dónde dirigir sus pasos y en definitiva, cómo soportar la muy poca agradecida vida que les ha tocado vivir; un ritmo que no viene impuesto y que nunca alarga ni resume el tiempo de sus movimientos, ni por supuesto interfiere en su desarrollo, forzando el punto de vista.
Seven invisible men” (y valdría cualquier otra de las anteriores con la probable excepción de “A casa”, que es otra cosa), es, alternativamente, calmada y un relámpago, seca y profundamente emocionante, lúgubre y reconfortante, como lo son, con otras texturas, “Hélas pour moi”, “Nouvelle vague”, “Forever Mozart” y otros Godard de los 90 muy poco valorados y que me parecen esenciales, a los que el cine tal vez alcance algún día.
Hay un tramo central en particular que ejemplifica con bastante exactitud el muy particular quehacer de Bartas, sus intenciones y los porqués de su mecánica.
Vanechka, ya sin sus compañeros de viaje, ha dirigido sus pasos a la casa (una especie de granja en la estepa) donde dejó mujer y una hija.
El reencuentro de Vanechka con su mujer es captado por Bartas en dos actos. Primero, se aproxima a la casa en una camioneta, baja del vehículo y desaparece de plano. Vemos la vida en la casa, los animales, una anciana que friega los platos con un artilugio casero, la niña, un manojo de harapos, que juega sin muñecos, con un puñado de arena. Lo que parecen planos circunstanciales son instantáneas de la vida que le esperaba y que tal vez le hizo marcharse y los comprendemos conforme desfilan ante nosotros, como si estuviesen respondiendo a las preguntas sobre los personajes que verbalmente ni siquiera parecen hacerse. No hay “planos de escapatoria”, ni elementos disonantes, cada imagen es justa. La cámara se posa en cada uno de estos momentos con curiosidad y paciencia, sin jugar con el montaje y sin alejarse de lo esencial, por poco significativo que parezca.
Aparece la mujer, todavía hermosa, pero triste y huraña. Vanechka entra en la casa y se miran. Ella pronuncia unas palabras, puro "small talk", se intuye que con poco rencor. Todavía quizá lo quiere.
Por la noche, sentados en su cama, Vanechka le acaricia el pelo, a lo que ella responde falta de cariño, haciendo el ademán de acercar su cara cuando él la toca y alejarla, no acabando de entregarse, cuando él se separa. La niña, que se ve que apenas le conoció pues seguramente él se marchó cuando era muy pequeña, lo abraza sin reparos a la mañana siguiente en un sofá cochambroso a la puerta de la casa.
Toda la escena no tiene más de tres frases, porque no hacen falta. Bartas en ningún momento hace nada por insuflar dramatismo, ni siquiera acompaña con música. La fotografía es cálida (si se quita el color, vale la pena hacer el experimento, recuerda al aspecto de los films de Sjöstrom o Tourneur padre), todos los planos frontales, sin ángulos.
Esta limpieza y este cuidado por no ser intrusivo, dignifica su cine y lo hace humano.
Si redujese el número de planos previos al encuentro y alargase su duración o usase largos planos secuencia, sería totalmente diferente. Los apuntes cotidianos dejarían de ser esbozos y pasarían a ser “ensayos” por parte del director, sin mucha lógica en mi opinión, ya que se trata de hacer comprensible una serie de elementos, no de elucubrar sobre ellos, una trampa muy común en la que caen muchos directores con menos talento (y más premios).
Si la escena de reencuentro fuese “coreografiada” o dialogada para hacer patentes los estados de ánimo de los personajes, no hubiese servido de nada el interludio anterior, que perdería todo su valor para convertirse en un elemento ralentizador de la historia.
A la mañana siguiente reaparecen los compañeros de Vanechka. Nadie dice nada. Él se esperaba que vinieran, ellos sabían dónde había ido. Entre ellos, una chica, que parece enamorada de él, pero que tampoco pide explicaciones. Su relación queda perfectamente reflejada en el beso que él le da en un aparte de la fiesta que ha reunido a vecinos y trabajadores de los alrededores. Ella se queda inmóvil, como esperando su iniciativa, con la espalda pegada a la pared. Está acostumbrada a esperar lo que él le quiera dar y le resulta suficiente; es consciente que lo que tiene se acabará en cualquier momento y no le recrimina nada.
La fiesta, finalmente, sacará a relucir todas las mezquindades y locuras y devendrá en tragedia, certificando la imposibilidad de dar marcha atrás, que ya se intuía desde el principio.
Todo este entramado sentimental y afectivo puede pasar inadvertido si el espectador se instala en la “clave equivocada”, pensando que Sharunas Bartas es uno de esos directores que dejan huecos en la narración para que sean rellenados, viven en la metáfora y llevan siempre una segunda intención en cada uno de sus movimientos.
En realidad no creo que haya nada que entender, porque todo está diáfanamente claro.
Me gustaría que el cine de Bartas fuese tratado con los mismos criterios que el de Boetticher por ejemplo, o por no remontarnos tan atrás, al de Kiarostami; que hubiese menos prosa elusiva al hablar de sus películas y que esa terminología cansina y repetitiva aplicada a cualquier film con planos de más de diez segundos, "sugerentes y poéticos", se utilizara para los que realmente lo sean.

jueves, 22 de octubre de 2009

LOCURA DE AMOR

Jean Grémillon rueda “Gueule d´amour” en 1937 recién terminada su colaboración con Buñuel en “¡Centinela alerta!”, sobre una obra de Arniches, en la que es una de las muy escasas (y dirán que fallida) colaboraciones entre grandes directores que ha dado el cine.
No había cosechado Grémillon grandes éxitos en el cine mudo a pesar de haber dirigido maravillas como “Maldone” en 1928 y su nombre no estaba asociado definitivamente ni al realismo poético de Carné y compañía ni a la vanguardia que abanderaban desde mediados de los años 20 Epstein, Dulac o el propio Buñuel. En tierra de nadie, como Vigo.
Para “Gueule d´amour” cuenta con Jean Gabin como protagonista, recién salido de “La grande illusion” de Renoir o “Pépé le Moko” de Duvivier, un actor aún no encasillado en ningún rol más o menos característico y hasta se diría que versátil; ambas habían sido verdaderos succes d´estimé con lo que se presentaba la oportunidad de relanzar su carrera de una vez por todas. Para Gabin imagino que era un film más, el preámbulo a su consagración total con “La bête humaine”, “Le quai des brumes” y su salto en falso a Estados Unidos para la extrañamente hermosa “Moontide” de Archie Mayo (y Fritz Lang) .
Para Grémillon, no. Para Grémillon, “Gueule d´amour” es el principio de todo, la película que encabeza una racha donde pone lo mejor de sí mismo y que por muy poco conocida y valorada que sea (lejana y peor aún, inédita) es una de las mejores de la historia del cine francés. En los siguientes años llegarían nada menos que “L´étrange Monsieur Victor” con el entrañable Raimu de Pagnol, la fascinante “Remorques” de 1941 (con una de las dos o tres más bellas Michéle Morgan), su “acercamiento” a Prévert en “Lumière d´eté” durante los días de la ocupación y “Le ciel est à vous” - que cierra el círculo al contar de nuevo con Charles Spaak para el guión, como en “Gueule d´amour” -, probablemente su último gran film (no conozco uno de los presumiblemente mejores: "L´amour d´une femme" del 53) y que debiera ser bandera del feminismo por cierto; “Pattes blanches” a la vuelta de la contienda ya es otra cosa.
Gueule d´amour”, como algunos Mizoguchi de la época, quizá no sería lo mismo sin la enorme influencia del cine de Josef von Sternberg. Hay un atrevimiento en la narración y un imaginario visual y estilístico, más allá de la extravagancia exótica y el “amour fou”, que aquellos Sternberg con Marlene Dietrich habían convertido en cuasi-género. Esta simpar Mireille Balin, despótica y arrebatadora, capaz de todo, trae a la memoria directamente a aquellas inolvidables Lola Lola o Concha Pérez. Los surrealistas se decantaban (y les alabo el gusto igualmente) por Borzage.
Esta doble (casi de Nicholas Ray, a destiempo) historia de amor, se salta leyes y morales para acabar siendo un grito, una auténtica oda al deseo. El único límite es la sutilidad de Grémillon para mostrar - muchas veces, sorprendentemente - y sugerir -cuando menos se puede esperar - los detalles más escabrosos de la historia.
El personaje de Gabin es en distintos momentos del film un playboy triunfador y un esperpento; un role model para muchos y lo que nadie querría ser jamás. Seguro que hubiese gustado mucho a Errol Flynn si tuvo oportunidad de verla, aunque dudo que algún productor americano se hubiese atrevido a dejarle hacer este papel, claramente “pre-code” y que solo imagino en aquellas tremendas películas de Wellman a principios de los 30. Tal vez si hubiese coincidido alguna vez con Tod Browning
Gueule d´amour” es en definitiva lo contrario de lo que podría esperarse, hasta el punto de que debería ser uno de los argumentos más sólidos para no pensar, con la perspectiva deformada por el paso del tiempo, que todo el monte (no) es orégano (o al menos volver a leer, que para eso está) la generalización de Truffaut, diecisiete años después, en su famosa carta en Cahiers du Cinéma sobre las tendencias del cine francés, que pasaba por la guillotina las cabezas de los que habían construido aquel cine de qualité, académico y artificioso, caduco y apolillado, sin vida, esos scénaristes que al parecer tan poco tenían que ver con los auténticos metteurs en scéne.
Grémillon no sé si fue un autor, buena parte de lo que conozco de él lo pone en duda (disperso, cambiante, sin “constantes vitales” valga el doble sentido), tampoco debió serlo Wellman, pero ese camino nos conduciría a incluir ahí a Renoir y McCarey.
Lo que sí sé es que “Gueule d´amour” y las siguientes películas que rodó son magníficas, amplias, audaces, tan frescas y gratificantes como hace 70 años, que pasar de largo ante ellas por pura inercia es un gran error y que vale la pena sacar el hígado hasta encontrarlas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

JUNTO AL MAR MÁS AZUL

En Tarifa, si se mira al sur desde un promontorio, hoy convertido en reclamo turístico, se ve claramente cómo cambia el color del agua del mar cuando se termina el Atlántico, más verdoso, y comienza el Mediterráneo, más azulado; como si hubiese distintas profundidades. Es un espectáculo que queda deslucido los días de bruma, cuando todo se vuelve gris.
Méditerranée” de Jean-Daniel Pollet y Volker Schlöndorf, rodada en 1963 es una invitación y un misterio. Y un film de equiparable importancia para el ensayo fílmico a la que tuvieron o debieron tener para los films históricos “La prise de pouvoir par Louis XIV” de Rossellini o para los musicales, “Chronik der Anna Magdalena Bach” de Huillet/Straub.
En pocas películas se hace más presente la muerte como parte inseparable de la vida (su fin y quizá su comienzo si uno cree en fantasmas) que en esta, transfigurada en la más sencilla metáfora: la incapacidad para la palabra, que es lo que separa a los muertos de los vivos. La cámara busca, pero no encuentra, palabras que hablen al y del Mediterráneo - ingenuamente se dirá - en estatuas (sus bocas), una chica arreglándose frente al espejo, una momia egipcia, palacios abandonados (impresionante travelling sobre las balaustradas enmarañadas de jazmines silvestres, con el sonido de los insectos de fondo, en un efecto casi a lo Riccardo Freda), un viejo pescador en su barca, ruinas griegas, un rito ancestral como una corrida de toros (cuidadosamente “desordenada”, con las suertes cambiadas, jugando con las repeticiones y respetando ese espíritu “marienbadiano” que recorre el film) y asume en última instancia un riesgo importante para una película de tan exiguo metraje: otorgar el protagonismo a lo que parece ser el cadáver de una chica.
Vemos la camilla del quirófano donde quizá la operaron o donde aún puede que salve su vida, la vemos a ella, muy joven aún, cómo la traen y la llevan de una estancia a otra, pasan enfermeras y no ocurre nada, sólo su rostro inmóvil, sin señales de sufrimiento, puro, con la aparente quietud y el dolor disimulado que nos dice Pollet que esconde el mar si se mira una vez más.
Se trata de encontrar las huellas - de lo que alguna vez fue y de lo que nace o vive ante nuestros ojos - y sentir a través de ellas el paso del tiempo, sin arqueologías, ni exhumaciones, porque la búsqueda es intrusiva y supondría quebrantar ese perfecto sueño de lo no tocado por el hombre. Así, Pollet monta en continuidad unos restos de columnas griegas que se derriten al sol y una pieza incandescente de metal salida de un alto horno, lo que ya cumplió su cometido "útil" y lo que aún no lo ha comenzado; se acerca a verjas y no las cruza, filma las olas desde detrás de unas alambradas de izquierda a derecha y en sentido opuesto sin abrirse paso entre ellas, incluso las imágenes de una boda son captadas tímidamente, sin abrir el objetivo.
En un bonito y perturbador efecto hacia el final del film, muchas de las imágenes que vimos en movimiento quedan inmortalizadas - inmovilizadas - en fotografías de color sepia: el pescador, la chica abotonándose la camisa… y el mar.
La partitura de Antoine Duhamel, al que un par de años después llamó Godard para “Pierrot le fou” (y no queda ahí la conexión godardiana, porque “Méditerranée” pareciera evocar en algún momento el film que rueda Fritz Lang en “Le mépris”, rodada también ese mismo año, esa versión de la "Odisea" que tanto nos hubiera gustado contemplar), es tan importante como el texto y el montaje, armoniosamente dispuestos para más que ilustrar, acompañar a esta meditación en la que todo parece querer rebelarse contra su destino natural, si es mirado de nuevo, y no morir. No sé si por casualidad comienza con un estruendo de cuerda como en “Tabu”.

martes, 6 de octubre de 2009

HONG KONG BLUES



En medio de una montaña de thrillers y películas de terror que conozco sólo parcialmente y me gustan más relativamente aún, el director chino Herman Yau Lai To ha rodado en estos últimos años dos películas verdaderamente inusuales, un díptico, parece que sin visos de continuidad, sobre el mundo de la prostitución en Hong Kong.
Yau nació en Guangzhou, la antigua Canton, como el mítico operador James Wong Howe, a unos kilómetros de la desembocadura del río Guangdong, que muere entre Macao y la propia Hong Kong, la parte más cosmopolita de China, a la que emigran muchos chicos y chicas en busca de fortuna y acaban malviviendo muchas veces donde y como pueden.
Pero tanto “Sing kung chok tse sup yut tam” de 2007, “Whispers and moans” en la traducción al inglés y su complementaria “Sing kung chok tse yee: Ngor but mai son, ngor mai chi gung” (“True women for sale”), un año después, son cualquier cosa menos films denuncia.
Son dos películas realmente vitalistas y desenfadadas, que se atreven a postularse como realistas sin aplastar al espectador con sólo lo mucho de malo que tienen las vidas de sus personajes, vidas pequeñas, sórdidas, donde no parece que haya horario ni otra cosa que sobrevivir en y de la calle (en pocos films actuales se ha rodado mejor una ciudad, su pulso, sus ruidos, sus luces), con sentido del humor pero sin gags, fruto de una mirada atenta e imparcial.
Whispers and moans” se centra en el mundo de los travestis, mientras que “True women for sale”, con una mirada quizá más nostálgica, tiene como protagonistas a chicas. Llama la atención en ambas la utilización del lenguaje, siempre en bruto, con toda la ganga de la calle, porque así es como se habla allí, nada que ver con esas películas que incorporan este elemento en el fondo como una parte más de un decorado, al mismo nivel cinematográfico que un neón o los tacones de aguja y lo obvian para dejar paso a la voz del director, muy informado del asunto durante los meses o semanas de preparación del rodaje, pero poco dispuestos a que sean los propios personajes los que lleven el peso de los momentos importantes o delicados, como si no estuviesen capacitados para transmitir emociones por no saber expresarlas “correctamente”. Yau no sermonea ni da lecciones morales, arriesgándose a ser poco llamativo, pecado mortal en los tiempos que corren.
Pero está todo ahí: el amor (fundamentalmente materno y filial), el sufrimiento, el ansia de libertad, la lucha por la supervivencia, la dignidad (extraordinaria la escena en “True women for sale” cuando una de las chicas prefiere hacer un strip en un callejón a un pervertido antes que responder a las preguntas sobre su vida a un fotógrafo que prepara un reportaje sobre ese mundo: le resulta más violento hablar de sus hermanos y su madre, su verdadera intimidad)… y también la vida entendida como algo que es lo que es y que puede disfrutarse de muchas formas; en cada una de las películas hay momentos en que los personajes se sienten poco avergonzados de lo que son, no diré orgullosos pero sí de alguna manera libres de tener que representar un papel que aborrecen, sin fingimientos.
En ninguna de las dos películas hay desnudos y creo que es un gran acierto. No los hay me parece que no tanto por salvaguardar los breves - y casi siempre estrafalarios - momentos de privacidad de los protagonistas, que al fin y al cabo confunden todo a pesar de su juventud, lo propio y lo ajeno, el día y la noche, el placer con el desenfreno químico, más bien diría que obedece a que Herman Yau está dispuesto a no hacer concesiones y obliga al espectador a ver y oir lo que se dice en las películas. El erotismo, aún cuando bien utilizado (pienso en la monumental “Bubu” de Mauro Bolognini), encierra la trampa de la expectativa y la distracción y Yau no quiere que anticipemos nada ni que perdamos de vista ni por un momento la esencia de los films y su propósito al rodarlos.
Yau, por último salva otra trampa que podríamos llamar “almodovariana” sin que eso signifique que el director manchego caiga sistemáticamente en ella ni que la haya inventado él. Sobre todo en “Whispers and moans” por estar mucho más presente la homosexualidad: no hay exhibicionismo. Los chicos hablan, se comportan, piensan y reaccionan exactamente igual que las chicas. Es cierto que en muchas partes de Asia la homosexualidad es mucho mejor entendida y aceptada que en Occidente todavía, pero hay que tener el valor cinematográfico para no “aprovecharse” del hecho y caer en simplificaciones muy rentables económicamente hablando.

sábado, 19 de septiembre de 2009

¿DÓNDE ESTÁ EL ALMA DE FRANNY VEEN?

No sé si el mejor (Pialat, Rozier, Peckinpah, Pasolini, Paul Newman, Jerry Lewis… difícil elección), pero desde luego uno de los más originales e impactantes debuts de los 60 es “De man die zijn haar kort liet knippen”, el primer largo de André Delvaux en 1965.
El cine en estos primeros años 60 fue realmente un orgasmatron; ya no veremos algo así nunca probablemente, ni por repercusión ni por relevo generacional (ya no hay generaciones sino temporadas o en todo caso, todas son “generaciones perdidas”). Ir al cine y poder ver junto a las últimas obras de Ozu, Gance o Ford, plenas de vigor y sabiduría, cómo crecían - y alcanzaban su cima - Preminger, Bergman o Siegel y asistir al nacimiento de talentos como André Delvaux (aunque estuviese condenado por los tiempos que venían a tener una carrera irregular y aún hoy difícil de ver en su totalidad), es cosa del pasado.
Así resulta que lo que debería ser para cualquiera interesado en el oficio de director de cine un modelo de primera película, por intenciones, ánimo renovador, y una combinación de audacia y madurez (Delvaux tenía ya 42 años), es hoy un film perdido en el tiempo, de eco lejano, recordado por pocos.
Perfecta síntesis de lo que siempre debiera a ser el cine cuando no sólo el director, sino todos los que participan en el film, desde actores al último técnico parecen también principiantes, “De man die zijn haar kort liet knippen” tiene quizá algunos bellos “errores”: ¿un uso quizá equívoco de la música en un par de ocasiones, falsamente “de suspense”, cuando el efecto final es extraño más que intrigante? ¿un personaje femenino sobre el que gira la trama más vulgar que misterioso?
Pero ¿en qué se queda eso comparado con el travelling que recorre las calles desiertas (este es un film donde no parece que viva nadie en ningún sitio) acaba encontrando a Govert entrando en su casa, ilustrando en un solo plano no sólo la primera elipsis temporal, sino su nueva y cansina rutina, su nuevo hogar que se intuye peor y más hecho en serie que el primero, y la aceptación de todo lo que pasa en su vida como tristemente inevitable?
De man die…” se disfruta casi tanto viéndola como rememorándola, un privilegio de lo fascinante, y casi en la misma medida lo importante que lo que parece trivial: es extraordinaria la escena del corte de pelo, coreografiada, un momento de calma para su bulliciosa cabeza, que aún no parece atormentada.
Pero prefiero este Delvaux “en bruto”, tanteando posibilidades expresivas a riesgo de no ser certero, desconcertante antes que sofisticado, que se recrea en el control del tempo narrativo y tratando de conseguir que el espectador sienta curiosidad hasta el límite de la proyección de sus propias experiencias en lo que ve en pantalla, sin trampas “de identificación” ni coartadas que traten de forzar su compasión.
Desde el arranque, con su rostro en primer plano, cortado a la altura de las sienes, el vacío existencial del personaje es inversamente proporcional a la densidad cinematográfica del film (¿Simenon + Resnais?), tenso, suspendido en el tiempo.
De man die…” probablemente no existiría sin el Lang de “The woman in the window”, el Renoir de “Le testament du Dr. Cordelier” y desde luego sin Robert Bresson
Como en el famoso film de Lang, con el que “De man die…” mantiene un interesante paralelismo, la represión de los impulsos encuentra una vía de liberación. Allí resultaba ser un sueño, aquí es el subconsciente el que arrebata a la razón la capacidad para la fantasía, en un giro argumental verdaderamente cruel. Govert no encuentra el valor para decir lo que piensa ni intenta lo que intuimos por su expresión que está deseando hacer; asiste impasible a todos los rituales que tienen lugar ante sus ojos: la entrega de diplomas en el colegio, la función de despedida de los alumnos, su voluntario exilio, la autopsia, el casual encuentro con una triunfante Fran en el hotel… inacción, timidez, parálisis. Pero no hay Mr. Hydes ni Opales, su comportamiento es ascético, asexuado y temeroso hasta las mismas puertas de la locura.
Me gusta mucho “Un soir, un train”, encuentro muy interesantes “Rendez-vous à Bray”, "L´ouvre au noir" o incluso “Benvenutta” y sigo buscando "Een vrouw tussen hond en wolf", "Belle" y otras, pero nada me parece de momento comparable a esta fabulosa opera prima.

lunes, 14 de septiembre de 2009

¡EL GRAN IVAN PODDUBNY!

En una paleta de colores que trae a la memoria los trabajos de Claude Renoir para su ilustre hermano Jean (desde “The river” hasta “Elena et les hommes”), el operador (casi debutante) Sergei Poluyanov pinta la más conmovedora película que conozco de Boris Barnet después de la guerra y su mejor obra tras aquella genial “U samogo sinego moria” del 36 (a su vez, con un blanco y negro que rivaliza con los de "The Scarlet Empress" o "L´Atalante " entre los más hermosos de aquella década) .
¿Qué es “Boriets i kloun”? Como los buenos cócteles, hay películas que dinamitan la clasificación de films por géneros; sin hacer brebajes intragables, parece que siempre estuvo ahí esa posibilidad y a nadie se le había ocurrido antes, pero todo encaja a la perfección.
Boriets i kloun” es una comedia dramática (una comedia triste antes que una triste comedia), un film de aventuras, una historia de amistad, una película sobre un deporte que nos queda un poco lejos a la mayoría (la lucha – grecorromana, al parecer -), una deliciosa sátira política, un gran retrato del final del siglo XIX (sobre todo para un país como Rusia que parece que hubiese nacido cinematográficamente para muchos aficionados con el Potemkin y las huelgas) y, como siempre en todos los Barnet que conozco, un imprevisible carrusel de emociones, donde nada acaba siendo lo que esperábamos.
Hay un momento en particular que define a la perfección el carácter de esta singular película. El fornido luchador Ivan, enamorado de la trapecista (enferma del corazón) Mimi, se cita con ella por primera vez y la chica no aparece. Un niño le hace una broma mientras espera, que encaja de buena gana pese a que se intuye que lleva horas de pie con su traje y su sombrero, rígido, como pez fuera del agua. Llega ella, pero acude a la cita con otros dos integrantes del circo que se quieren pese a la oposición del dueño del espectáculo (ella es su hija); en realidad lo ha citado para que les ayude a buscar una solución. Cómo capta Barnet la expresión del rostro de Ivan cuando se encuentra en esa tesitura, rápidamente dispuesto a ayudarles, me parece extraordinaria: ese humor imperturbable de los recién enamorados. Se van y se quedan solos Ivan y Mimi. Con esa habilidad, ya perdida por completo, de llegar a la intimidad de los personajes simplemente cerrando el tamaño de un plano, ella recosta su cabeza (agradecida, sin que medie palabra) en el pecho de él. Sublime.
Apenas iniciada la historia de amor, ella morirá al caer del trapecio y, en un giro a lo DeMille (y la conexión, con “The greatest show on earth”, obvia; como aquella denostada obra maestra, "Boriets i kloun" es un tributo emocionado al cine como espectáculo, donde está prohibido aburrir), empezará una segunda película, una película de amor a un mundo, el del circo, que hasta ese momento era sólo una salida más para los que no tenían un horizonte mejor, estibadores de puerto, agricultores en éxodo de zonas rurales.

Es “Boriets i kloun” desde ese momento, como “U samogo sinego moria” una casi irreal (mejor que casi ideal) declaración de amor a una tierra, a eso que llamaban antes patria, con comidas fordianas, siestas bajo los árboles de Renoir, siegas de trigo vidorianas, un pequeño romance con la chica que quedó en el pueblo a lo Donskoi, un divertido interludio en una fiesta puramente slapstick y la vuelta a las lonas, al lugar al que siempre perteneció, sacada de “Gentleman Jim”. Nada menos.
Como DeMille, el más audaz de los directores que no parecen audaces, Barnet es capaz de combinar todo eso con toda la naturalidad del mundo, haciendo colisionar las más opuestas texturas narrativas hasta el punto de insuflar un hálito de normalidad a lo que de otra manera resultaría increíble. Recordaba Adrian Martin en el libro que coordinó Chris Fujiwara, “Defining moments in movies” aquel momento de “U samogo sinego moria” donde un muerto volvía a la vida, el hecho era celebrado con una danza y el espectador lo aceptaba perfectamente. Cuando un director consigue hacer sensible un momento como ese, es que se trata de un grande, porque en casos así no se puede recurrir a un guión ni a un actor (pese a la sumamente engañosa capacidad de los que habitan en “Boriets i kloun”, mejores y más versátiles de lo que pueda parecer).
Barnet no regatea emociones pero las sirve siempre a su manera. Qué fácil hubiera sido acercar el plano cuando lo niños descubren el poster de Mimi que celosa pero discretamente guarda Ivan y qué súbitamente descubrimos que éste último no sólo se ha percatado sino que corresponde a las constantes miradas de la campesina que no le quita ojo de encima… “Boriets i kloun” está repleta de momentos así.
La fabulosa historia del luchador Ivan Poddubny, gloria nacional, nos acaba resultando tan cercana como la de cualquier personaje de nuestra cultura.
¿Cabe mayor elogio?