martes, 9 de abril de 2013

RELACIONES PÚBLICAS

En una tradición más de los grandes directores americanos que tenía los días contados, los dos primeros dramas filmados por Blake Edwards, el mismo año de 1962, revelan un profundo - y entonces esperado para un "heredero" - gran reflejo de sus celebradas dotes para la comedia, exitosas desde el mismo momento en que comenzó a dirigir a mediados de la década anterior.
Como antaño, conocer los secretos para hacer reír con todo un universo en movimiento - estuviesen o no los protagonistas en escena y aún faltaban unos años para su sinfonía casi abstracta "The party", donde cualquier objeto o elemento del encuadre iba a ser potencialmente fuente de comicidad -, ese complejo arte grácilmente desarrollado por cualquiera de los maestros de Edwards, en teoría precisaba de los mismos recursos para hacer funcionar la otra clave, la dramática y hasta parecía natural, de tan extendido, que debía ser así sistemáticamente en la práctica.
La mirada aún esperanzada, sentimental, salpimentada e interrumpida cuando se oscurecía, de Edwards en "Breakfast at Tiffany's", una historia grave y que pudo ser muy triste, se torna verdaderamente dura y seca en estas aludidas "Experiment in terror" y "Days of wine and roses".
La primera de ellas se inscribía en los límites de un género, el thriller, y en cierto modo revelaba un éxito de adaptación a un terreno completamente nuevo. Ampliaba considerablemente el abanico de recursos de su director, permitía verlo trabajar a otro ritmo, ayudaba a inscribirlo en otra gran tradición y conectaba su cine con el de otros cineastas hasta ese momento bastante poco relacionables con su nombre.
Nunca gozó de la gran fama que merecía, ni más ni menos que la de ser una de las grandes películas americanas de los 60, y raramente se la ha singularizado de su obra, parece que confinada a ser un espécimen raro camuflado entre multicolores buenos recuerdos.
"Days..." sufre de otro "mal", crónico además: casi ni pertenece a Blake Edwards. Dos pesadas etiquetas cayeron sobre ella desde el principio, la de ser un film "de consulta", la última palabra y casi manual sobre lo que tenía que decir el cine de su tiempo sobre una enfermedad social como el alcoholismo y la de presentar una gran historia de amor fracasado por culpa de una adicción.
De ejemplar la verdad es que tiene muy poco ni enarbola una posición consensuada (y recta) sobre un problema tan extendido.
Sería, evaluada según unos parámetros "útiles", un mar de dudas y a ratos casi parecería una apología del disfrute de un vicio - no el único por otra parte del film, aunque se trate de uno del futuro, entonces nada "perseguido": es muy curiosa la escena de Alcohólicos Anónimos con todos los presentes envueltos en una nube de humo de tabaco -, no seguiría las fases adecuadas, no señalaría rutinas ni advertiría de los riesgos más comunes (no vemos casi un bar, ni una sola licorería, ni ambientes que socialicen hábitos) veríamos cómo a menudo se recae con alegría y se remonta circunspectamente en contra de lo "correcto" y cómo no saca conclusiones generales más allá que de las que pueden recogerse de entre las cenizas de cada episodio.
Por otra parte que Joe (Jack Lemmon) y Kirsten (Lee Remick) se quieran no puede dudarse pero la verdad es que apenas está escenificado ni grande ni casi pequeñamente en el film y ese amor desde luego no les "suma" ni defiende contra nada.
Se enamoran en un embarcadero con él ebrio y ella agarrada a una confianza súbita (de las que parecen de ida y vuelta) depositada en un desconocido, no vemos cómo se casan, ni cómo se mudan a un bonito apartamento, ni cómo nace su hija, ni cómo crece, ni cómo viven en pareja.
No hay "escena del pomelo" como en Ray, ni una mirada furtiva a un sofá como en "The wings of eagles", esos instantes suficientes para que se sienta fehacientemente lo que dos personas significan una para la otra por muchos problemas que los separen.
El poema del inglés Ernest Dowson del que se extrae el título del film queda completamente en off: de esos cortos días de vino y rosas no parecen conscientes sus criaturas, no los recordarán, no serán apoyo para los malos momentos. A nosotros los espectadores nos son escamoteados para prepararnos para afrontar la soledad a la que están condenados.
Es el monstruo marino que aparecía en las pesadillas de la pequeña Kristen, del que también se acuerda ella en esa aludida primera esa escena clave a las tantas de la madrugada - donde está toda la película sublimemente concentrada en un plano medio sin el contraplano del sucio mar del que hablan -, que ni se podía figurar que sabía a chocolate (un brandy Alexander, su primera copa), el único protagonista y corazón del film.
Desde ese punto de vista de cine de horror - no muy distinto del de "Experiment in terror", que hasta podría ser un título intercambiable entre ambos films - de amenaza silenciosa e intolerable, se puede entender mejor una de las películas más devastadoras concebidas nunca.      
Destrucción por aceleración del tiempo, por hacer parecer aún más fugaz e inasible la poca plenitud a la que se podría tener acceso, por borrar los tiempos y las lógicas.
Tan hirientes como cualquiera de los episodios tremendos atravesados por la pareja (pero siempre en solitario, cada uno por su lado: él con la camisa de fuerza, ella ida en el motel, ella de nuevo prendiendo fuego a su casa, él en el invernadero...) son las palabras de desconfianza del padre de ella (Charles Bickford) al conocer a Joe o ya al final, cuando le pone torpemente palabras a la mezcla de resentimiento y resignación que le invade cuando ha dado por perdida a su hija.

jueves, 4 de abril de 2013

AL NORTE

Sentados en la antesala de la comisaría a la que han ido a parar tras su primer intento de fuga, Voula y Alexandros ni se inmutan cuando uno de los oficiales comenta que ha empezado a nevar. Embobados como niños, que siempre son los primeros en pegar su cara al cristal de la ventana cuando algo así sucede, todo el personal baja alborozado a la calle a ver caer los copos, inesperados.
Los chicos sin embargo se comportan como mayores, impávidos, ajenos al acontecimiento y aprovechan el momento para huir escaleras abajo. En sus cabezas sólo hay sitio para una ilusión: encontrar a su padre, al que nunca han visto.
El travelling que los recoge, con la hermosa música de Eleni Karaindrou de fondo, mientras corren ya por la calle, mágicamente petrifica a todos los transeúntes, que quedan mirando al cielo blanco mientras ellos escapan y hasta in extremis, a ralentí, los vemos esbozar una sonrisa por la oportunidad aprovechada, plenitud que poco más veremos.
Era ya un veterano - e imagino que no podía ser otra cosa para concebir semejante escena -, Theo Angelopoulos cuando rueda "Topio stin omichli", la película que prefiero y quiero más de su filmografía, a la que los tumbos que ha dado el mundo, desde aquel año 1988 en que se estrenó, han venido por cierto a aportar un matiz desconcertante: unos niños griegos ilegítimos (pero de alguien, siempre son de alguien) fantaseando con llegar a Alemania, futuro avasallador sin ejército de países descarriados como el suyo.
Un (esperemos) interludio extraño en la vida del film, pero no demasiado ajeno de sus ropajes, ese reflejo desertizado y a la intemperie de un país donde la gente malvive o está a punto de hacerlo y cómo de ilógica o aleatoriamente funciona el mundo desde el punto de vista de unos desamparados que se empeñan en no serlo - los otros, la mayoría de los que encuentran, ya no tienen esperanza y hasta les parece que nada puede hacerse para cambiar - y aún conservan una meta.
Pudieron ser estos, niños de Erice (y varios elementos, éticos y estéticos, de los dos primeros largometrajes del español, que no parecía encontrarse entre los favoritos del griego, se perciben entre los fotogramas del film) y ya puede ser el azar - se parte el cable del tractor que arrastra a un caballo, ya inútil, y de repente ven que aún está vivo y rompen a llorar; un soldado les da dinero en una estación dudando más de sí mismo que de ellos - como el orden quebrantado - el tipo que cada noche les ve en el andén mirando a un tren al que no se atreven a subir, convencido de que debe ser un juego; los comediantes, redivivos de "O thiasos", vagando en busca de un escenario y tomando la playa para ensayar o vendiendo sus ropas de escena, derrotados - que parece imposible intuir los porqués y descifrar los absurdos.
Realmente parece invitar a sentir el film que inevitablemente será la asunción interior del paso del tiempo lo que fulminará la inocencia y para eso puede ser tan letal y catalizador el exceso de experiencia como la falta de ella, una idea "moderna" en el cine, pródiga a partir de cierto momento en los años 50, aún hoy saludada como uno de los grandes recursos contemporáneos y que ya tuvieron compatriotas de Angelopoulos como Homero o Kavafis.
La metáfora del viaje como tránsito hacia los límites entre las edades de la vida, tan recurrente (y presente, no está oculta ni disfrazada) al hablar del film y en general de sus películas, podría limitar y hacer muy teórico su alcance si lo que se debe es obtener una suma aritmética de episodios trascendentes o significativos, que tienen un efecto tan privado en las mentes de los niños y el resto de personajes que sin ir más lejos, la terrible escena de la violación de la niña no provoca más cambios ni desgaste que las esperas, la falta de referencias, el cansancio.
Esas son las verdaderas fronteras que hay que cruzar.
A ese ritmo y en ese continuo impasse es donde mejor y más brilla el cine de Angelopoulos, donde sus planos largos, sus súbitos monólogos (y cartas, enviadas ¿adónde?, ¿a quién?), sus movimientos colectivos cuidadosamente coreografiados, sus meandros y dilaciones (y los obsequios buñuelianos de Tonino Guerra asaltando el discurso: cómo le hubiera gustado trabajar con el maestro de Calanda, sin la insolencia de un guión acechando), sus miradas al pasado, a los orígenes de las cosas, se tornan misteriosos y tensos, coadyuvando a preservar lo único que no debe perder jamás el valor, se haya perdido o no la candidez: la intimidad, la libertad.
Más exultante que otros cineastas que han circulado por estos lares (Tanner o Doillon por esos años, Wenders un poco antes, Suwa Nobuhiro no hace tanto), Angelopoulos alcanza varias de sus cumbres en escenas que enaltecen los pequeños triunfos de los niños y de quienes les echan una mano y especialmente en dos protagonizadas por la pequeña Voula.
La del paseo nocturno punteado con cello de la niña-mujer hacia la habitación de Orestes, con el inquietante paralelismo de encontrar la estancia tan oscura como esa parte de atrás del camión donde fue vejada, obligándole a superar su curiosidad utilizando un elemento nuevo, la iniciativa, en forma de luz.
O el movimiento circular con la cámara que los rodeará a ambos varias veces hacia el final abrazados en medio de la carretera, cuando ella se viene abajo porque él la comprende y ella empieza a hacerlo. Un instante que rima con el final, cuando los dos "pequeños solitarios" como Orestes los llama divisan el primer ser vivo de una nueva aventura, un simple árbol que les da la bienvenida.
Muchos momentos de admirable cine.