viernes, 19 de diciembre de 2008

LA VIDA Y NADA MÁS



A pesar de que hacía ya once años desde que la escritora Fumiko Hayashi había muerto, en 1962 Mikio Naruse aún conserva su firma en los títulos de crédito de "Horoki (Crónica de una trotamundos)" como guionista del film.


Es "Horoki" la biografía cinematográfica menos convencional que haya podido rodarse junto a "The wings of eagles" de John Ford sobre Frank "Spig" Wead.


Tanto Ford como Naruse conocieron y tuvieron gran amistad con los dos protagonistas y el lapso de 10 años que en ambos casos transcurre desde su muerte hasta que decidieron rememorar su figura, les dio una perspectiva que les permitió contemplar su vida con una amplitud de miras que no excluye la crítica (ni son hagiográficas, ni maniqueas) pero que sobre todo les permitió incardinar de alguna manera todo lo que con ellos compartieron en un discurso cinematográfico adecuado a la edad y las circunstancias de sus carreras en aquellos momentos.


Las novelas de Spig y de Fumiko les proporcionaron a Ford y Naruse material para rodar algunas de sus mejores películas ("They were expendable", "Ukigumo", "Meshi" e "Inazuma" entre otras, nada menos) y qué mejor forma de agradecerles esos maravillosos guiones que contando cómo fueron y encima regalándonos dos de las obras máximas de su carrera.


Tanto el Ford de 1957 como el Naruse de 1962 están enfilando ya la parte final de su obra, enlazando obras cenitales que recogen toda la sabiduría acumulada durante una vida dedicada al cine y también nuevos elementos que prueban que estaban más vivos que nunca, que no habían perdido la capacidad por hacer cosas nuevas.


Algo en "Horoki" la hace inevitablemente contemporánea de "The hustler", de "The apartment", de "Beloved infidel", de "Strangers when we meet", de "The man who shot Liberty Valance" incluso de Godard, Rouch y Rozier y de todas las obras agridulces que abrieron la década que apagará la llama del cine clásico, tan vivo y vigente que nunca parecía que fuese a morir.


Quizá sea que hablan de algo que ya no existía o que nunca más podría volver a existir; en unos casos una forma de ver la vida, en otros unos valores: los últimos románticos, los últimos gangsters, los últimos hombres de una pieza, la última mirada a los que viveron sin calcular las consecuencias de sus acciones, a los apasionados sin representante.


Ni Fumiko Hayashi ni Spig fueron lo que hoy entendemos por triunfadores.


Fumiko pasó muchas penurias, malvivió, pasó hambre, estuvo en la cárcel, murió joven (48 años) y tuvo que luchar mucho para que alguien reconociese su talento (una facultad, la de escribir, que le brotaba a borbotones como una cascada imparable pero que nunca se planteó como algo parecido a un modo de ganarse la vida).


Spig Wead casi quedó paralítico y sacrificó su vida privada por una idea y una pasión, dejando de lado a una mujer que lo quiso mucho más de lo que probablemente merecía.


Naruse y Ford los admiran y consiguen que los admiremos sin que necesitemos leer su obra, por lo que fueron sin tener en cuenta su legado. Naruse ni siquiera menciona en su película que Fumiko tuvo el menor contacto con el cine ni por supuesto con él. Ford, como siempre hacía, reparte el cariño que tenía por su personaje, que era su amigo, entre todos los personajes de la película; todos lo querían y seguramente todos tenían algo malo que decir de él.


Y sobre todo lo más importante es que por muy poco que nos importen la marina de los Estados Unidos y las revistas de poetas japoneses de entreguerras, salimos de las proyecciones de estas películas reconciliados con el mundo y hasta puede que menos cínicos y más sensatos.






martes, 16 de diciembre de 2008

OSHIMA EN BUSCA DE LA VERDAD


La última película política de los años 60 y la primera de los 70 (quizá también la última, porque constata la imposibilidad de seguir luchando) es "Tokyo senso sengo hiwa" de Nagisa Oshima, que tomando la traducción del título que se le puso para su distribución anglosajona sería algo así como "El hombre que filmó su última voluntad".

Oshima había sido despachado de la Sochiku, una productora tradicional para las que las películas de un agitador como él eran demasiado incómodas y demasiado incomprensibles.

Desde "Nihon no yoru to kiri (Noche y niebla en Japón)", de 1960, Oshima le estaba dando vueltas a cómo plasmar en un sólo film todos los cambios que la nueva era estaba trayendo a su país (un reflejo de lo que pasaba en occidente, a veces empobrecido por los filtros "oficiales", en otros casos magnificado por la propia forma de ser de sus conciudadanos).

Estaba pasando. Había dejado de tener sentido luchar contra el sistema y menos desde barricadas. La política ya no era una ciencia y menos un instrumento de gobierno, más bien se había transformado en un sistema de control que permitía a los ricos mantener su estatu quo.

La película plantea, dando un rodeo considerable, un asunto sin solución y del que ya no vale la pena DISCUTIR, pero del que no hay que dejar de hablar.

Motoki ha perdido su cámara mientras rodaba una carga policial durante una manifestación. Un amigo, del que no sabremos a ciencia cierta nada más, se la robó y grabó su huida... y su suicidio. Cuando Motoki llega al lugar de los hechos e intenta recuperar su cámara la policía se la requisa.

En un intento por reconstruir los hechos, Motoki vuelve a rodar el mismo itinerario que su amigo dejó filmado... para llegar al mismo punto y acabar arrojándose desde el mismo edificio.

En el trayecto le acompaña una chica, que se supone era la novia de su amigo y que se involucra sentimentalmente con él. Su papel será fundamental. En una metáfora genial, ella saldrá en cada uno de los planos que Motoki rueda dando pie a una auténtica explosión de violencia, como si su presencia fuese el último y vano reflejo de que aún es posible luchar. Motoki ha tenido que reproducir la realidad filmándola para llegar a la conclusión implícita de que todo lo que ve no es más que la consecuencia de lo que sucede ante sus ojos. Ha perdido la capacidad de mirar porque ya no cree en ella. Tan sólo es capaz de sentir como real lo que está rodado, lo que ya ha sucedido, no lo que acontece en tiempo real. La carrera final hacia su muerte es inevitable. Tan sólo rodándola la sentirá como verdadera.

Oshima sabe que había llegado la época en que las luchas cuerpo a cuerpo contra el sistema se habían terminado y nadie volvería a conseguir nada usando ese método, porque ya nadie iba a volver a creer en ello.

Su película, su obra cumbre en este terreno y tal vez el punto límite alcanzado por el cine político en esos años junto a algunas cosas de Godard (su referencia) no tiene moraleja ni enseñanza, ni siquiera extrae conclusiones. De hecho, la conclusión de su pensamiento es la propia película, que no actúa como vehículo para opinar sino como acta final en imágenes de algo que ha terminado incluso antes de ponerse en marcha la propia proyección.

Igual sucedería el año antes con la excepcional "Shonen (El chico)". La estoicidad con la que el pequeño actúa no es más que el reflejo de la "educación" por llamarla de algún modo que recibe de sus padres, que no conocen la palabra moral. ¿Qué se puede hacer cuando todo viene dado?. Ni siquiera el sueño de vivir con su abuela es realmente una posibilidad. Oshima corta abruptamente ese interludio negando en redondo que algo así pueda suceder.

Es una lástima que la imagen que haya quedado de Nagisa Oshima sea la de sus películas escándalo de los 70 y 80 (alguna de ellas, muy buena de todas formas). Durante una época fue un director muy valioso.

viernes, 5 de diciembre de 2008

LOS ESPEJOS ROTOS


El cine de Yoshishige Yoshida nunca lo ha comprendido bien nadie. Hay algo en sus películas que desconcierta y que impide captar adeptos. En unas es la historia, en otras el tono. Siempre hay algún elemento que provoca extrañeza, desasosiego, desapego.
"Kagami no onnatachi (Mujeres en el espejo)" de 2002 es, tras varios años de ausencia y por ahora, su última película. Cada vez se hacen más espaciadas sus obras y resulta difícil prever su próximo movimiento.
Su última película es árida y seca, triste y desoladora, seria como la muerte, sin humor. No es el tipo de cine que entusiasma. Recuerdo lo que comentaba Ángel Fernández Santos de la proyección de "Ningen yo yakusoku (La promesa, 1986)" en San Sebastián. Acabó la proyección y el auditorio se quedó mudo: ni aplausos, ni pitos, ni pataleos, ni murmullos. La película, una durísima reflexión sobre la vejez y el olvido había golpeado en primera persona a los asistentes, que se habían visto reflejados en un espejo que les devolvía una imagen de lo que eran o podían llegar a ser: miserables, crueles, egosístas. En la rueda de prensa posterior, Yoshida decía echar de menos una época en que se podía aprender de los mayores y se les respetaba.
He ahí la clave de su cine. El respeto por los personajes. Por lo que dicen y por lo que hacen. Por sus decisiones.
Y lo demuestra en la práctica utilizando a Mariko Okada, la protagonista de las fundamentales"Onna no mizuumi (La mujer del lago, 1966)" y "Kokuhakuteki joyûron (Confesiones entre actrices, 1971)" tantos años después.
"Mujeres en el espejo" es una intrincada (diáfana, pero misteriosa) peripecia sobre el recuerdo de Hiroshima y cómo afecta a la vida de tres mujeres, de las que el personaje central podría ser la hija de la mayor de ellas y la madre de la más joven. Esa ambigüedad vertebra un relato espeso, punteado por una partitura de piano de ultratumba, de colores grises y rojos, blancos y negros, como las películas de Resnais y Masumura.
Yoshida rueda con una mezcla (de proporciones alquimistas, un secreto ancestral) de cercanía y distancia única. Es capaz de cortar una escena en siete planos de acercamiento hasta dos primeros planos sublimes (la escena del restaurante, modélica), insertar unas imágenes a cámara lenta (un recuerdo, tal vez oníricas) que se presentan como solución a un enigma y que resultan a la postre quizá otra pieza de un puzzle sin resolver y por otro lado, planifica dentro de un edificio o en el interior de una casa con la fuerza de la "precisión de lo cotidiano" de Ozu (Yoshida es a Ozu lo que Desplechin a Blake Edwards, un sublimador) .
El conglomerado resultante avanza con una determinación extraordinaria (pocos directores saben mejor adónde llevan una película), casi se diría que Yoshida disfruta con el puro control de los resortes de la continuidad entre escenas. El personaje de Isshiki Sae, la chica más joven, un poco la receptora de las consecuencias de la historia, la que verá su vida más condicionada por ella (por el simple hecho que le queda más tiempo), va del paroxismo a la catarsis y vuelta a empezar. Yoshida la rueda de espaldas cuando la empuja a actuar y de frente cuando trata de hacerla decidir qué camino tomar.
El valor de esta incómoda película es incalculable.
Pedro Costa, que tiene curiosas concomitancias con este último Yoshida, no ha llegado tan lejos con "Juventude em marcha" en esa búsqueda de la verdad del desarraigo. Ha recurrido a la poesía como una especie de "valor añadido" que rellena huecos (simplificando y sin pretender quitar un ápice de mérito, sería algo así como "cuando los personajes no saben o no pueden expresarse, el director toma la palabra"). Yoshida no. Yoshida se permite el lujo de no tener que decir nada en primera persona. El lujo de los maestros.



jueves, 27 de noviembre de 2008

... Y JONÁS LLEGÓ A LOS 33




Pues sí. El niño de la esperanza de la generación que perdió en las barricadas de mayo del 68 la ilusión porque este mundo fuese distinto de lo que ha acabado siendo ha cumplido esos presuntamente fatídicos 33 años.
El aparantemente muy cerebral suizo Alain Tanner, el único verdadero heredero de Jean Luc Godard, rodó en 1975 "Jonas qui aura 25 ans en l´an 2000", la cumbre de su carrera y una de las tres o cuatro películas que más me han conmovido de esa década.

Volver a ver "Jonas...", un film deshilachado, con sonido directo, libre y rural es una experiencia que desembota los oídos y limpia la mente. Uno realmente quiere a esos personajes que no han perdido la fe en poder vivir una vida digna a pesar de que de antemano saben que no será justa. Cada cual tendrá sus favoritos. Yo estimo sobre todos al padre de Miou Miou, ese viejo ferroviario que añora cuando su locomotora se adentraba en el paisaje (que no es lo mismo que contemplarlo pasar, remarca) y al "rey de la mierda", que en uno de los travellings (en vespa, por supuesto) más hermosos de la historia del cine, se declara "resistidor" para el resto de sus días.

Esta sí es una verdadera película coral, que se acaba amalgamando en un canto colectivo a la ilusión porque todo es mejor si somos mejores, sin rencores y sin ironías, sin segundas intenciones, sin mentiras, de frente.

Para mí una de las cimas del cine europeo de la década, a la altura de "Angst essen Seele auf", "Lancelot du lac", "Nous ne vieillirons pas ensemble", "Bubú" o "News from home".

domingo, 23 de noviembre de 2008

LA GUERRA HA TERMINADO






Con el estreno de "L´heure d´eté", la última película de Olivier Assayas, aquí titulada (no por parecido, exacto, el sentido parece otro) "Las horas del verano" me acordé inevitablemente de la aún pendiente "Le petit Lieutenant" (2005), el impresionante último film de Xavier Beauvois, que tengo por el mejor "polar" de los últimos 15 años.



La película de Assayas, preciosista, de cadencioso y exacto ritmo, que se sigue con mucho interés, pero también en cierto sentido, timorata y sin acabar de tomar partido a tumba abierta por algo que desarrolla "en tercera persona" durante todo el metraje, viene a constatar que lo estamos haciendo tan rematadamente mal con este ritmo de trabajo o placer (tanto da, todo se acaba haciendo más rápido: hablar, comer, follar, dormir, desear, respirar... ) acelerado y sin tiempo para nada en que estamos inmersos, que estamos olvidando las cosas importantes de la vida. Perdimos la perspectiva y el pasado ya no nos importa: si fue glorioso, no sabremos valorarlo, si fue vergonzoso, lo olvidaremos sin aprender nada.



La película de Beauvois, actor correcto, es una de las experiencias más estimulantes de los últimos lustros en el género policiaco. Tiene la autenticidad de "Police" de Pialat, la elegancia de un gran Chabrol (de los de hace años) y el hálito del todavía gran Clint Eastwood.



Y viene a decir más o menos lo mismo que la película de Assayas. Ya nada podemos hacer. La delincuencia, las mafias organizadas, las hordas de maleantes (venidos de la Europa del este en este caso) ganaron la partida. A la policía le queda ir tras sus pasos, arreglando lo que puede, enmarañada en burocracia, oyendo mil barbaridades para olvidarlas al día siguiente como dice el personaje de Nathalie Baye, porque ya, como dice un taciturno bebedor en otra portentosa escena en la que Baye vuelve a beber después de creerse limpia durante dos años, ni siquiera París es ya lo que era, sin que nadie sepa cuando empezó a perderse esta batalla que ha resultado la Guerra.



El cine francés, siempre en vanguardia... incluso desde la retaguardia



viernes, 14 de noviembre de 2008

¿ESTÁ TODO PERDONADO?


Dentro de la programación del muy venido a menos (tampoco es que partiese de un punto muy alto, pero al menos otros años había donde elegir) Festival de cine de Sevilla se ha proyectado la ópera prima de la directora francesa Mia Hansen-Love, quien a sus 26 años ha conseguido con "Tout est pardonné" (2007) el casi unánime reconocimiento de crítica y público.
No es fácil poner de acuerdo a tanta gente, pero viendo el film se comprenden las razones: se trata de una gran película y además es perfectamente apreciable por cualquiera tal extremo.
Es un film equilibrado, sincero, con un gran trabajo de dirección de actores, que no cae en manierismos, de ritmo perfecto y encima bien resuelto; tanto el final como cada uno de los bloques que lo integran. Impecable.
Es asombroso que una chica tan joven tenga este dominio del cine. Es un caso parecido al de Jérôme Bonnell, el precoz director de las igualmente excelentes "Le chignon d´Olga" (2002) y "Les yeux clairs" (2005). Algo así es imposible verlo en España.
La película es el retrato de un fracaso personal, interpretado por un tan desconocido por mí como adecuado Paul Blain, contado como drama de pareja en un primer momento y a través de la mirada de una chica en su parte final.
Es una historia que no tiene nada de excepcional excepto lo que la puesta en escena es capaz de sacar de cada personaje. Cine con mayúsculas, vamos.
Escrita sobre un papel pudiera parecer sin interés y muy trillada. En pantalla es excitante, misteriosa, tiene suspense (el auténtico suspense tal y como lo definió Sam Fuller, el del comportamiento humano), es elegante y en ciertos giros, deslumbrante en su puesta en imágenes.
Para mi gusto la mejor película francesa que he visto este año en un cine junto a "Un conte de Noël" de Arnaud Desplechin (ninguna de las dos estrenada comercialmente en España).

martes, 7 de octubre de 2008

GRIFFITHIANO



Se puede intuir su tristeza en las fotografías de la época.
Todo su arte había pasado de moda, le decían; eran tiempos de cambio y el público quería ver otro tipo de películas.
Sus dos únicos films sonoros, "Abraham Lincoln" (1930) y "The struggle" (1931) habían sido rotundos fracasos de taquilla. La crítica de la época - que no existía como tal en realidad - condenó sin pensárselo dos veces, con los más peregrinos argumentos (el más delirante: eran películas anticuadas) esas dos obras maestras que probablemente su autor concibió como films de transición a un nuevo cine, donde esperaba desarrollar la segunda parte de su muy prolífica carrera.
De ahí a su muerte transcurrieron 17 largos años de imperdonable olvido.
A Jean Renoir, Alfred Hitchcock, John Ford, Yasujiro Ozu o Leo McCarey, pese a realizar sólo alguna gran película en el mudo, les fue concedida la oportunidad de adaptarse a la nueva época.
No fue el caso de David W. Griffith. El "padre" del cine americano corrió la misma suerte de Erich von Stroheim o Buster Keaton y asistió dolorosamente exiliado a la reinvención de un arte que en gran medida él había contribuido a crear.
Dos imágenes asaltan la memoria al pensar en las películas de David W. Griffith: la fragilidad y dulzura de sus heroínas, siempre superadas por los acontecimientos, y la extrañeza en la construcción de sus historias. Imágenes de enorme poder emocional engarzadas en secuencias que buscan, como diría mucho después Carl Th. Dreyer, investigar ese mapa apasionante que es el rostro humano.
Muchas de las cosas que sorprenden, desconciertan, asombran o irritan de los Godard, Delvaux, Carax, Bellocchio, Jessua o Eustache (por poner algunos ejemplos de cineastas "de avanzadilla") ya estaban en las películas de Griffith (soterradas a veces, tan patentes que ni se repara en ellas, en otras ocasiones): el uso de las elipsis, la función del primer plano, los insertos simbólicos, el montaje "en bruto", los encadenados que rompen la unidad de espacio, la utilización de la música, los cambios radicales de dimensión del encuadre...
Sus, en apariencia, ingenuas y sencillas "morality plays" esconden muchas sorpresas al espectador que se tome la molestia de revisitarlas.
Griffith fue, a su manera, el primer cineasta impresionista de la historia; le importó menos la perfección y la recreación fidedigna de una historia (aunque pocos narradores mejores que él se me ocurren) y concentró sus esfuerzos en medir la fuerza que cada plano tenía para comunicar una sensación, un sentimiento.
Luego Rossellini, como Matisse, desnudó las estancias, difuminó las siluetas e inundó los rostros de luz y finalmente Jean Luc Godard, el cineasta "abstracto" por excelencia, dio un nuevo impulso hacia territorio desconocido (aún no retomado por nadie) en esta apasionante investigación sobre los poderes de la imagen para aprehender gestos y robar pensamientos. No me olvido de otros exploradores de los meandros del gran río: Nicholas Ray, Mikio Naruse...
Volver a las películas de Griffith es un deber; el más placentero que se pueda imaginar:
En "La calle de los sueños (Dream street, 1921)", un intertítulo que dice "sombras" anuncia una desgracia.
En "El nacimiento de una nación (The birth of a nation, 1915)" - y no hay que olvidar que Griffith nació en Kentucky y por tanto descendía de los perdedores del conflicto -, las cenizas que caen sobre la capa del protagonista asemejan sus vestimentas a las de un rey cubierto de armiño; no cabe retorno más majestuoso.
Una panorámica sobre la playa donde unos pescadores se preparan para enfrentar la muerte como cada mañana al principio de la homérica "The unchangigng sea" de 1910 es el más bello del cine silente.
En el plano final de "The musketeers of pig alley" (1912), revelador precedente de la muy original saga de los "Padrinos" de Francis Ford Coppola, el brazo de un policía entra en cuadro por la derecha con un billete en la mano, dando a entender la complicidad entre guardianes de la ley y gángsters.
En "Las dos tormentas (Way down east, 1920)" un inserto de una mano que se resguarda anticipa una odisea.
En la fundamental "La aurora de la dicha (Isn´t life wonderful, 1924)", Inga peregrina al mercado con las manos llenas de billetes y al llegar comprueba que no le sirven ni para comprar un trozo de carne; en un travelling se da el derrumbe económico de un país.
"Corazones del mundo (Hearts of the world, 1918)" esconde la secuencia más pavorosa del cine bélico: un oficial alemán arroja un recién nacido por la ventana entre risas histéricas.
En su última cinta silente, "La melodía del amor (Lady of the pavements, 1928)", con una sensibilidad sólo igualada después por George Cukor, un breve primer plano desnuda a un personaje, que comprende sin vacilar lo que de verdad siente; la vergüenza por el engaño al que ha sido sometido y el amor verdadero se confunden en un gesto memorable.
En la hermosísima "Lirios rotos/La culpa ajena (Broken blossoms, 1919)", Lillian Gish, una chica - como el Fray Junípero rosselliniano de "Francesco, giullare di Dio" (1950) -, de inocencia y abnegación infinitas, se verá abocada a una cruel muerte a manos de su violento progenitor (Donald Crisp, que 22 años después será paradójicamente el padre que nunca tuvimos en "Qué verde era mi valle (How green was my valley, 1941)" de John Ford). Sólo un paria oriental encarnado por Richard Barthelmess intentará salvarla de su destino y, como Ingrid Bergman en "Europa 51" (R. Rossellini, 1951), será visto por los demás como un loco peligroso, de tan bueno les parecerá trastornado.
No es David W. Griffith sólo un ilustre pionero, un seminal creador de formas, no debe tenerse ante sus películas un respeto institucional o un interés arqueológico; Griffith es, o mejor aún, sorprendentemente resulta ser, uno de los más grandes cineastas y uno de los que más lejos llevaron su idea del cine.
Ahí está ese monumental experimento narrativo llamado "Intolerancia (Intolerance, 1916)", donde, por medio del montaje paralelo, se dan la mano pasado, presente y futuro con una audacia sólo igualada después por otro film icónico, "2001: Una odisea del espacio (2001: A space odissey, 1968)" de Stanley Kubrick.
Este hombre extraordinario, de extracción humilde y que empezó en el cine por casualidad, lector apasionado de Dickens, Poe, Thackeray o Hardy, avanzó ensimismado y solitario en la conquista de los resortes de un arte que pronto se transformaría en un lucrativo negocio que no le interesaba.
Su condición de outsider e inadaptado no debe, pues, sorprender.
Nunca se creyó un genio ni alardeó de nada pese a sus múltiples triunfos.
En Griffith se dieron cita varias virtudes que no le suelen hacer a uno progresar mucho en la vida: la modestia, la honradez, la austeridad, la búsqueda de la verdad, la obsesión por la pureza...
Por desgracia, hace muchas décadas que el arte de Griffith (y de los Sjöstrom, Stiller, Dovjenko, Murnau o Pabst) es un arte perdido.
Se ha confundido claridad y pureza con simplismo, clasicismo con inmovilismo, auténtica belleza con encanto "naive"...
Dijo una vez de él Orson Welles: "Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un sólo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle".
¿Estamos aún a tiempo de enmendar semejante injusticia?.

lunes, 6 de octubre de 2008

PURA PIROTECNIA CINEMATOGRÁFICA


"The unsuspected" (1947) es la película con la que culmina Michael Curtiz una serie de films donde el grado de estilización y depuración de la elegancia de la puesta en escena, la brillantez de los diálogos y la perfección de los resortes del argumento son los elementos no que resultan de la película sino que son su base, de donde parte. Después de "Casablanca" del 42, "Passage to Marseille" del 43, "Mildred Pierce" del 45 o la deliciosa "Life with father" del 47, por poner los ejemplos más destacados, "The unsuspected" riza el rizo de los fuegos de artificio del cine de intriga-noir-alta comedia en un ejercicio de virtuosismo nunca visto antes ni después.

Realmente es una película confusa, vacía e inverosímil pero es tan increíblemente brillante, inteligente y deslumbrante que resulta un gran film de todas formas. José Luis Guarner la adoraba y es comprensible. Se ve la película con una media sonrisa bobalicona y se experimenta un placer especial con cada giro de su muy enrevesada trama a pesar de que cuando termina la proyección no sepas casi nada de los personajes y tengas una sensación de que han estado jugando contigo. En ese sentido, "The unsuspected" enlaza con "Psycho" de Hitchcock o con algún film del menos dotado Mario Bava, vehículos de culto al cine como ilusionismo.

No hay actor más perfecto para estos papeles que Claude Rains, que curiosamente es también soltero como en "Notorious"; casi se diría que la gran diferencia entre los maquinadores de intrigas imposibles de antaño y los de ahora es que antes eran solteros y hoy son padres de familia numerosa. Ted North, un actor de poco recorrido, borda su imitación de Clark Gable y la siempre genial Audrey Totter tiene reservadas algunas de las mejores líneas de diálogo de la época.

miércoles, 1 de octubre de 2008

¿UN MODERNO "A BOUT DE SOUFFLE"?




Punto límite de la muy singular trayectoria de Jean Claude Brisseau, "Les savates de bon Dieu" (2000) es tan irregular y desconcertante como sublime y emocionante. Qué gusto debe dar hablar de lo que a uno realmente le da la gana, saltarse convenciones dramáticas, haciendo una auténtica película subversiva, que no conoce límites. "Les savates..." no se parece a ninguna otra película. Empieza siendo la historia de un inadaptado y pasa por la huida de dos amantes más un simpar príncipe filósofo para terminar siendo un canto a la rebeldía cívica, lo que eran las películas de Nicholas Ray o del primer Godard.


Con esos colores fluorescentes de Romain Winding y la extraña belleza de Raphäele Godin, apenas hace falta que Brisseau enlaze dos escenas inncesarias y alguien recite un maravillosos poema de Prevert para que el film alcance un nivel de emoción indescriptible. Como el vértigo de un momento mágico. Como "Pierrot le fou", como "They live by night".


Es la típica película que el subconsciente convierte en perfecta, a pesar de que en su desarrollo haya elementos quizá un tanto discutibles. Es tanta la sensación de plenitud cuando estallan los coches de policía, cuando se marcha Élodie, cuando los alumnos salen de clase gritando que ya no son niños, cuando el protagonista aprende a leer...


Mucho antes, en 1983 y 1988, Jean Claude Brisseau nos legó sus dos obras maestras: "Un jeu brutal" y "Noce blanche", a las que quizá deberíamos añadir "Céline" del 92. Después de "Les savates...", Brisseau ha rodado dos películas casi hermanas, la extraordinaria "Choses secretes" de 2002 y por ahora la última de su trayectoria, "Les anges exterminateurs" (2006) y que con juicio de por medio puede terminar con la carrera de este discípulo de Maurice Pialat y del primer Eric Rohmer. Ojalá no sea así. Le necesitamos.


domingo, 21 de septiembre de 2008

UN ARTÍCULO HABLADO



El gran cineasta portugués Manoel de Oliveira cumple cien años el 11 de diciembre de este año. Lo celebrará montando su nueva película: “Singularidades de uma rapariga loira” que actualmente rueda en Lisboa.
El cine portugués (de un nivel históricamente similar al español y con algunas cosechas mejores que la nuestra, por mucha “excepción cultural” y por mucho autobombo que nos demos en los medios) nos es sumamente desconocido. Es curioso como siendo Portugal nuestro país vecino, apenas conozcamos directores o actores lusos. Será que les vemos como quien tiene un pariente pobre. Allí no están Saint Tropez ni Portofino, según creo. Ellos sin embargo nos conocen bastante bien. La vieja Iberia.
CRÍTICOS, ¿QUÉ CRÍTICOS?
Manoel de Oliveira siempre ha ido por libre. Ni ha formado parte de ningún movimiento, ni debe gran cosa a la prensa – que han acabado por otorgarle la “inmunidad crítica” que se da a los veteranos, pero que sospecho en el fondo sigue viendo su cine por obligación y con bastante distancia – ni ha sabido “programar” su carrera para alcanzar un estatus que le permita vivir bien. No me lo imagino conduciendo un Porsche, no creo ni que tenga carnet de conducir.
Cada nuevo paso que da, inusitado para una persona de edad tan avanzada, es regocijantemente sorprendente. En esta década su producción es más abundante que nunca. Ha rodado 9 largometrajes y 6 cortos desde 2000.
La vejez no trae de la mano la sabiduría, sí el cansancio y el desencanto. No he conocido un director más sabio que Jean Vigo, que murió de tuberculosis con 29 años. Oliveira está más vivo y es más curioso que la mayoría de la gente de esta profesión. Todavía conserva la capacidad de indignarse, que no es poca cosa y es capaz de ser penetrante tanto si nos habla de un obcecado religioso que creyó en la utopía de que los hombres éramos iguales fuera cual fuera nuestra raza, como si retoma una fascinante historia de Luis Buñuel, cuarenta años después, por el simple placer de hacerlo, entablando un diálogo soñado con el maestro aragonés en celuloide después de haberlo hecho seguro que muchas veces mentalmente.
ENSAYOS Y PALABRAS
Cine de arte y ensayo. Nunca supe muy bien qué significaba tal cosa. Podría ser una buena definición, sólo que al revés, de la forma de proceder de Oliveira. Cine de ensayo que deviene arte. Aproximaciones sucesivas, concéntricas, a veces ensoñaciones diurnas, un puro meandro narrativo, que conduce a un objetivo capital: conocer. El arte de saber. Dicen los manuales científicos que para llegar a conocer un hecho se ha de aplicar un método que permita poner de manifiesto su verdadero ser. Esto va en contra del estilo cinematográfico como se podrá suponer. Por desgracia hay muchos ejemplos de directores de comedias que se atascan con un drama, que lo hacen grandilocuente, pesado, hueco y falso. Manoel de Oliveira tiene tantos estilos como películas, porque cada tema requiere un método diverso. ¿Cómo se puede rodar igual una epopeya colonialista que un drama íntimo con tres personajes?
El cine actual y Oliveira es uno de sus más inspirados ejemplos, ha devuelto la palabra al lugar que perdió hace muchos años. Arnaud Desplechin, Nicolas Klotz, Phillippe Grandrieux, Hong Sang-soo, Patrick Tam, Aparna Sen o su compatriota Pedro Costa forman la avanzadilla de una de las causas que Jean Luc Godard creyó perdidas. La palabra como elemento de fuerza dramática incomparable, la palabra como catalizadora de las imágenes (entiéndase el contrasentido), diálogos que hacen virar una película de lado a lado y que no se pierden en un maremoto de imágenes, que tienen un poso definitivo al finalizar la proyección. Como en las viejas películas de Henry King o George Cukor, como en los intertítulos de Griffith o Bauer, como en los momentos privilegiados de las películas de Jean Renoir.
No por casualidad es Oliveira el director que más respeta la integridad de las lenguas. En alguna de sus películas conviven hasta cinco o seis distintas. Si eso no es multiculturalidad y globalización, que baje alguien y nos lo haga mirar. Y luego dicen que no es moderno, que sus películas son arcaicas, anticlimáticas, frías y pedantes. Seguramente si mañana surgiera, muy dudoso me parece ya, un Séneca o un Freud, diríamos de él que es un elitista insufrible, que está pasado de moda. La gente necesita viajar y leer más. No haciendo cruceros + excursiones. No leyendo best sellers en la playa. Viajar y leer.
LA AUDACIA DE PENSAR
Se ha estudiado muy poco la prodigiosa inteligencia de Otto Preminger. Habrá directores mejores, unos pocos quizás y habría que discutirlo, pero nadie ha pensado una película y de nadie se puede sentir que lo que vemos es la culminación de un trabajo - como una de esas tesis doctorales que ocupan varios años y se resumen en un puñado de folios – como viendo una película de Otto Preminger. Tal vez si su cine fuera la medida de todas las cosas, y no sería mal asunto, podríamos entender mejor el cine de Manoel de Oliveira. No porque realmente tengan mucho en común, sino porque son dos referentes del pensamiento cinematográfico si es que tal cosa existe.
Se pone de manifiesto siempre en sus películas un aspecto que en las de otros directores permanece inédito, o peor aún, automatizado: lo que vemos es un montaje ordenado, según un criterio intransferiblemente personal, de una serie de reflexiones sobre un tema - largas o cortas, elípticas o detalladas en grado sumo - pero siempre fieles a un proceder invariable.
Es curiosa la capacidad de disfrute que tenemos con la música. Realmente nos ennoblece poder encontrar placer en la más abstracta de las artes. Y es curioso lo deformada que tenemos esa capacidad al enfrentarnos con una película. En cuanto no comprendemos algo, nos enfadamos o nos desentendemos. Un gran film debe ser como un plato de alta cocina. En su punto, equilibrado, atractivo a la vista, ni dulce ni salado, ni amargo ni ácido. ¿Cómo se comen entonces las películas de Rossellini o las de Ray, las de Straub, las de Claire Denis?. Desequilibradas, raras, con un acabado nada “profesional”, en contra de los cánones, a veces feístas y hasta difíciles de seguir. Pero cuanto placer en sus momentos álgidos, cuán lejos el punto máximo alcanzado, cuanta emoción en unos pocos planos.
Llegará un día en que tengamos que hablar de Manoel de Oliveira en pasado.
Cuando llegue ese momento, los que le hemos venerado, recordaremos, como la marea retrospectiva que clausura “Tristana”, una secuencia de imágenes fugaces que nos restituirán con alegría su cine.
Las barcazas remontando el Duero, los campesinos mirando a través de los cristales, los tinteros y las plumas, las armaduras achicharrándose al sol, las discusiones en torno a velas, la voz sedosa de Leonor Silveira, el Mediterráneo azul tal y como algún día fue.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LA VIDA PRIVADA DE SHERLOCK HOLMES


Interior. Noche de espesa bruma en Londres.
Un cochero llama al 221 b de Baker Street. Ha encontrado una mujer desmayada tras lanzarse al Támesis.
Lleva un papel en la mano con esa dirección impresa y unas extrañas manchas de tinta. Sherlock Holmes la observa a distancia con ojos inquisitivos.
Interior. Día. Una soleada y feliz mañana.
Una carta encima de la mesa. Holmes se levanta aturdido, la mirada perdida.
Una de las más hermosas historias de amor que el cine ha contado se acaba para siempre.
La peripecia vibrante que conduce de un momento a otro adquiere un matiz angustioso, trágico...
Son muchas las películas que han llevado a la gran pantalla relatos basados en el famoso personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle en 1887, con mayor o menor fortuna cinematográfica, pero no es hasta el estreno de "La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes)" en 1970 cuando se le hace verdadera justicia a uno de los grandes iconos de la literatura inglesa de todos los tiempos.
Esta película admirable es además, en mi opinión, la obra máxima del vienés Billy Wilder, uno de aquellos románticos empedernidos disfrazados de cínicos, que veía como su época de éxito tocaba a su fin, no porque su talento e inspiración le estuviesen abandonando (al año siguiente rodará la otra película que prefiero de su filmografía, "Avanti"), sino porque el tipo de cine que las modas traían, ni le gustaba ni le daba la gana amoldarse a él.
Junto a su guionista I.A.L. Diamond, Wilder elaboró un guión episódico que exploraba las facetas que se adivinan, pero rara vez se materializan en palabras e imágenes a la hora de indagar en la esquiva y compleja personalidad de su héroe de juventud Sherlock Holmes (que como le ocurre a otros grandes personajes salidos de la pluma de un escritor, trascienden las fronteras de las propias historias que protagonizan para adquirir vida propia): su extraordinaria sagacidad, su precisión rayando en lo sobrehumano, la relación de amistad que mantiene con su fiel ayudante, el despistado y crédulo Dr. Watson... pero también su famosa misoginia, su presunta homosexualidad, su hermetismo, su recurrente adicción a las drogas cuando el aburrimiento o el dolor se apoderan de él.
El fracaso en taquilla no obstante fue rotundo. Concebida inicialmente en cuatro flashbacks y una duración cercana a 3 horas, el film fue mutilado en la sala de montaje y reducido a dos historias retrospectivas y poco más de 120 minutos.
Su aspecto fragmentario y el carácter de obra personal y a contracorriente de lo que se esperaba de Billy Wilder, no satisfizo al público, que se empezaba a acostumbrar al efectismo reinante y necesitaba subrayados cada pocos minutos para enterarse de algo. Mala época para sutilidades.
Pero no importa; como le ocurre al díptico indio de Fritz Lang, "El tigre de Esnapur / La tumba india (Der tiger von Eschnapur / Das indische grabmal, 1959)", con el que tiene no pocas concomitancias, esta película esencial sobre la renuncia, esta reflexión sobre la aventura y la fatalidad del amor, remonta cualquier dificultad para erigirse en una de la obras cumbres del cine romántico, sin ni siquiera parecerlo, secretamente, de puntillas.
A un primer y divertidísimo set piece cómico a vueltas con la ambigüedad sexual de Sherlock Holmes, pleno de gracia e inventiva, hasta el punto de ser de lo mejor que rodó Billy Wilder en clave screwball, sucede una penetrante y al mismo tiempo ligera reflexión sobre una personalidad tan fascinante.
Es éste segundo flashback, el retrato de una vida entera sacrificada a favor de la obsesiva dedicación a un don - que deviene en una fatigosa y subyugante profesionalidad: Holmes es el perfecto personaje "hawksiano" - que se desmorona en una secuencia privilegiada, a la que converge, una vez conocida, toda la película como si de un agujero negro se tratase.
Apenas unos cuantos planos la integran, pero es quizá la más conmovedora secuencia rodada nunca por Billy Wilder, que desde que se alió con Diamond a finales de los 50 fue progresivamente haciéndose más director de cine que guionista y concediendo menos importancia a diálogos vitriólicos para centrarse más en la puesta en escena.
Habría que preguntarse qué importancia tiene el hecho de que Wilder recurra al pasado, cosa que hizo muy pocas veces más, para elaborar el film, pero lo cierto es que resulta paradójico que de esta forma y con la perspectiva que da el tiempo, Wilder se acercara quizá más de lo que él mismo hubiese imaginado a su maestro Ernst Lubitsch, que aunó como pocos el encanto y la vivacidad de la comedia con el amargo poso del melodrama.
No hay más que revisitar los momentos álgidos de obras como la infravalorada "Bésame tonto (Kiss me stupid, 1964)", "El apartamento (The apartment, 1963)" o la inolvidable "Avanti" para comprobar cuántas cosas se pueden decir, cómo se puede aprender a vivir, la lucidez que puede alcanzarse, rodando lo que es en apariencia un divertimento sin más pretensiones que la de hacer reír.
En esta ocasión, a ello contribuyen decisivamente una excepcional banda sonora del húngaro Miklos Rozsa, un cameo de Christopher Lee, encantador como Mycroft, el hermano de Sherlock Holmes, siempre al servicio de Su Majestad... aunque con sospechosas conexiones con secretas organizaciones criminales o los decorados victorianos de Alexander Trauner.
A una primera visión encandilada por el misterio y el disfrute del apasionante caso detectivesco, suceden otras (el placer de la relectura; qué necesario para apreciar el gran cine) donde la mirada se posa en el verdadero corazón de la película y es entonces cuando ante nuestros ojos, cobra su auténtica dimensión.
Se repara así en detalles que parten ya desde incluso los títulos de crédito, en la pieza compuesta por Rozsa para ilustrar la inasible historia de amor que fluye subterráneamente a lo largo del film (como en “La voz de la montaña (Yama no oto, 1954)” de Mikio Naruse) o los primeros apuntes en la planificación de las escenas, de un tono melancólico y derrotista, una suerte de “lirismo negro”, típico de un cineasta mal entendido y sobre el que pesan varios tópicos que no le hacen justicia a su verdadera categoría como realizador.

viernes, 25 de julio de 2008

ESTRELLA ERRANTE

Tras no ganar inexplicablemente el León de Oro en Venecia dos años antes con "Il Gattopardo" - más aún teniendo en cuenta que fue otorgado a "Le mani sulla cittá", el heterócilito e histérico film de Francesco Rosi - Luchino Visconti recibió el premio por la discutida "Vaghe stelle dell´Orsa", un film en apariencia muy distinto de su ilustre predecesor.
Frente a la épica decadente, el peso de film importante, de fresco histórico, y al preciosismo de "Il Gattopardo", "Vaghe..." proponía un relato pequeño, en un contrastado blanco y negro, misterioso e inasible, un film maldito. Aquello hubiera estado muy bien para Valerio Zurlini, para Bolognini, incluso para Mario Soldati, pero de Visconti la crítica esperaba otro "succes d´estimé", otra prueba inequívoca de que no se habían equivocado al compararlo con Welles y con Abel Gance.
El personaje de Sandra, una sensual y atormentada Claudia Cardinale, que parecía salida de un cuento de Poe, vuelve a su casa en Italia con su marido, un americano bien posicionado con negocios en Suiza. Allí le espera un homenaje a su difunto padre , mártir de la era nazi, su madre, desequilibrada o depresiva, quién lo sabe, y su hermano Gianni, con quien desde niña compartió algo más que juegos infantiles.
Si uno es capaz de entender que la aclaración sobre la consumación del incesto entre los hermanos no es el asunto que más preocupa a Visconti - y que tal vez fuera el origen de la mala fama del film, que da muchas vueltas en ese sentido sin concretar mucho o quizás nada -, puede verse la película como un laberinto de pasiones.
Las estancias mortecinas llenas de recuerdos, las notas escondidas en jarrones, el viento en los jardines, la espectral imagen de la estatua erigida al padre, cubierta con una sábana blanca, las panorámicas claustrofóbicas en los rellanos de las escaleras... todos los elementos visuales del film tiene un poder de evocación extraordinario.
Tal vez habría que volver a ver "Sandra", como se llamó en Francia o España con otra mirada y empezar a alinearla en una corriente fílmica menos ajena a Visconti de lo que se pueda pensar, la misma de "The innocents", "Portrait of Jennie", "The masque of the red death", "The lost moment" o "I vampiri". No hay más que considerar el espíritu que recorre "Gruppo di famiglia in un interno" o su episodio "Il lavoro" en "Bocaccio 70".
El mejor plano del film, ya en su recta final, es en mi opinión la sublime panorámica a la izquierda que describe a los asistentes a la ceremonia en honor a su padre por una razón evidente que me guardaré por si alguien leyera esto y pudiera tener la oportunidad de contemplarla.

jueves, 10 de julio de 2008

ROUTE ONE / USA. Pink houses for you and me

La Route One recorre la costa este de Estados Unidos, desde la frontera con Canadá hasta Florida. Invirtiendo el sentido del viaje de Jonas Mekas a su Lituania natal, Robert Kramer volvió en 1988 con el objetivo de rastrear lo que quedaba de algo que tal vez nunca había podido llegar a conocer realmente bien, y en el intento, mostrárselo al mundo: su propio país.

Tras un plano maravillos imaginado por Tom Waits (la cabeza recostada sobre el ventanal del autobús que lo trae de vuelta) se inicia un emotivo recorrido por los lugares que son, eran, la esencia de una nación. Esa época es en la mente de algunos melómanos la de el mejor John Mellencamp, la de la eclosión de John Hiatt, que le tiró a la cara a los directivos de su compañía un contrato y una promesa, la del último Springsteen útil... y la de Robert Kramer, cineasta siempre al borde de contar el desmoronamiento moral y social de una institución.

En un momento especialmente emocionante, el viajero va a buscar a un amigo su casa para enterarse que había fallecido dos años antes. Allí le muestran una especie de pequeño tiovivo de juguete que había construido con sus propias manos por el simple placer de ver cómo funcionaba, porque "si uno sabe el final de una historia no vale la pena contarla". Esta es la esencia de esta película necesaria: lo importante es el viaje, no el final, como dijo alguna vez también Kavafis.

La materia de la que están hechas las grandes películas americanas está aquí, sólo que bajo otra forma, aquella que mejor disecciona la realidad: el documental inquisitivo. Kramer asiste en un barrio deprimido al día a día de los que ayudan a los homeless y en el plano siguiente corta a una fista de recaudación de fondos para estas actividades, con copas de champán y canapés. Lo bueno del caso es que no lo muestra maniqueamente como esto está bien y esto no. Se pone su chaqueta, se ajusta la corbata y departe con los asistentes a la fiesta: los muestra. Porque no hay poder mayor de la imagen que el de mostrar en toda su claridad las cosas. Ninguna ficción resulta tan efectiva como la verdad en bruto. Los juicios quedan para el espectador.

Los interludios son magníficos, dignos de Ozu. Imágenes de gasolineras, amaneceres, brumas matinales en puertos, carrteras comarcales, la noche en pequeños pueblos... pocas películas han captado tan fehacientemente el espíritu de un país y una época como esta y en pocas se siente de un modo tan vívido la presencia de un cineasta omnicomprensivo que sin embargo tiene la humildad de plantear una búsqueda sin otro obejtivo que el del propio viaje.

¿La mejor película americana de la década?

miércoles, 2 de julio de 2008

LA MIRADA DE PAUL NEWMAN

Es uno de los iconos inmortales del cine.
Poseedor de un magnetismo y una presencia escénica reservada a unos cuantos elegidos, Paul Newman será siempre recordado por ser el protagonista de films inolvidables como “El buscavidas (The hustler, 1961)” de Robert Rossen o “Éxodo (Exodus, 1960)” de Otto Preminger y de cintas tan populares como “La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, 1958)” de Richard Brooks, “El golpe (The sting, 1973)” de George Roy Hill o “Veredicto final (The verdict, 1982)” de Sidney Lumet entre otras.
Se dice que es, junto a Clint Eastwood y Robert Redford, el galán que mejor ha aguantado el paso del tiempo, que “ha sabido envejecer”.
No será casualidad que los tres en algún momento de su carrera decidieran pasarse al otro lado de la cámara e iniciar una andadura como director por razones diversas y con intereses bien distintos, con más asiduidad o intermitentemente a lo largo de los años.
De los tres, Paul Newman es, y contrariamente a lo que debería suceder dado su longevo estatus de estrella, el menos conocido, el más secreto y el más personal, el que menos debe a los directores que lo tuvieron a su servicio (culpables en la mayor parte de las ocasiones de que les pique el “gusanillo” del “hágalo usted mismo” a los actores), ya se llamasen Arnold Laven, Melville Shalveson o Vincent Sherman o incluso si se apellidaban Altman, Penn, Huston, menos aún Hitchcock.
Dotado de una admirable capacidad para escrutar las miradas, los gestos, los pequeños detalles, el estilo de Newman deviene perfecto para el muy complicado empeño de diseccionar las relaciones maritales, paterno-filiales, fraternales... la familia es el epicentro de su interés.
Su carrera, que consta únicamente de seis películas realizadas a lo largo de veinte años y con una ya larga inactividad de dos décadas, que hacen pensar que ha concluido, puede dividirse claramente en dos partes de tres films cada a una.
La primera comprende las películas “Rachel, Rachel”, debut en 1968, “Casta invencible (Sometimes a great notion, 1971)” y “El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas (The effect of gamma rays on man-in-the-moon marigolds, 1972)” y es la única tenida más o menos en cuenta por quienes valoran, poco o mucho, su labor como cineasta.
Las tres últimas, “The shadow box” (1980), “Harry & son” (1984) y “El zoo de cristal (The glass menagerie, 1987)”, pese a ser más recientes no parece que las recuerde ya nadie. Han sido poco programadas y para colmo son films realizados para televisión, con lo que tienen un envoltorio exterior más bien poco llamativo.
De todas ellas y partiendo de un film sensible y ya de por sí depurado como fue “Rachel, Rachel” (protagonizado por su mujer Joanne Woodward, como la mayoría de las que vinieron después), creo que son “The shadow box” , “El efecto de...” y “Harry & son” sus mejores películas.
“The shadow box” se erige en una de las grandes obras maestras del melodrama y es mi película favorita de cuantas ha realizado.
Esta atemperada y luminosa crónica sobre cómo sobrellevan la enfermedad de alguno de sus seres queridos tres familias durante un día de retiro campestre para pacientes terminales está jalonada por algunos de los momentos más acongojantes y sobrecogedoramente emocionantes que ha dado el cine en los últimos 30 años, sin resultar nunca lacrimógena, respetando en todo momento la intimidad de los personajes, sin artificios para provocar la reacción del espectador.
No sale uno de su proyección concienciado sobre problemas sociales o con el ánimo hecho añicos sino recompensado por haber compartido en la distancia y al mismo tiempo con tanta cercanía muchos sentimientos vividos intensamente, que es el efecto del gran melodrama de otras épocas y que luego sólo películas aisladas han recreado parcial o completamente (me vienen a la mente “Mandingo” de Richard Fleischer (1975), “Bubu de Montparnasse” de Mauro Bolognini (1977), “Passion fish” de John Sayles (1992) o “Dangerous game” de Abel Ferrara (1993) por ejemplo).
“El efecto de...” y “Harry & son”, a pesar de los 12 años que las separan, se pueden ver como films “gemelos”, variaciones sobre un mismo tema. Ambos suponen unos meticulosos y lúcidos retratos sobre la difícil elección de un camino en la vida acorde con lo que a cada cual le dicta su conciencia en permanente lucha con las circunstancias que nos rodean, con lo que se espera de nosotros.
“El efecto...” lo hace a través de la historia, siempre en segundo plano, de una niña dotada de un talento especial para la ciencia atrapada en un ambiente familiar destartalado, sin futuro; “Harry & son”, más despojada aún de tópicos, más intemporal, cuenta la historia de un agrio y desencantado viudo (que acaba de quedarse sin empleo) y un hijo con ínfulas de escritor que acabará por elegir su propia vida.
Cercanas ambas, voluntariamente o no, al espíritu del cine del maestro japonés Yasujiro Ozu y con semejanzas con el muy intangible arte de “filmar” el alma humana de Leo McCarey - con quien curiosamente Newman trabajó en la brillante comedia “Un marido en apuros (Rally round the flag boys, 1958)”, en mi opinión la mejor de cuantas protagonizó junto a Joanne Woodward – son películas que analizan cómo se deteriora la convivencia cotidiana cuando personas tan distintas están obligadas a permanecer bajo el mismo techo y sólo encuentran parangón en su descripción de la América verdadera en un todavía más olvidado film, “Route one/USA” de Robert Kramer (1989).
No quisiera dejarme en el tintero ni a “Casta invencible” ni a su remake de “El zoo de cristal” (según el famoso texto de Tennessee Williams), pues me parecen excelentes las dos y contribuyen a completar una de las filmografías más estimulantes y complejas del cine americano de las tres últimas décadas.

jueves, 19 de junio de 2008

CINCO RESURRECCIONES DE UN MITO

De entre las numerosas adaptaciones que ha tenido a lo largo de la historia del cine la novela "Frankenstein o el moderno Prometeo" de Mary Shelley (1818), destacan sobremanera las cinco películas rodadas por el inglés Terence Fisher para la productora Hammer entre 1958 y 1974.

Habían pasado ya 25 años desde el estreno de dos obras de James Whale, "Frankenstein" (1931) y "La novia de Frankenstein" (1932), tomadas hasta ese momento, sobre todo la segunda, como "la última palabra" sobre el emblemático relato.

Pero el misterio y el particular enfoque que tiene ya la primera película del ciclo, "The curse of Frankenstein" (1958), delatan el interés de Fisher por explorar los aspectos más insondables, las verdaderas cuestiones de fondo planteadas en tan fascinante historia y no caer una y otra vez en los lugares comunes tantas veces visitados.

Como ocurre con sus acercamientos a otros iconos del cine fantástico y de terror clásicos, como Drácula, el Hombre Lobo, o La Momia, Fisher rueda cada película como si se tratase de una historia nueva, no cayendo nunca en el recurso fácil de la alusión a lo que conocemos de sobras. Y se las cree; no hay condescendencia ni asomo de desprecio por el material que tiene entre manos, por muy delirante o inverosímil que fuese el guión o escasos los medios con que pudiese contar.

De hecho, las dos películas con historias más rocambolescas, rebuscadas, a priori inviables y con menos interés, resultan ser (con permiso de "The revenge of Frankenstein" (1959), quizá la más equilibrada y perfecta), las mejores del ciclo en mi opinión: "Frankenstein created woman" de 1967 y especialmente "Frankenstein must be destroyed" (1969), dos películas complejas, sorprendentes, apasionantes, abiertas a todo tipo de elucubraciones, que van más allá de lo que las imágenes muestran y que rastrean, trasmutan, enriquecen y al mismo tiempo decantan las claves de la novela, investigando los recovecos más oscuros y estimulantes del relato, yendo a su esencia y buscando vías de aproximación hacia los grandes temas que subyacen en el texto: la búsqueda de la inmortalidad, el individualismo frente a la masa, el papel de la religión en el avance de la ciencia, el desafío al pensamiento establecido...

Hay una reflexión bastante más certera y profunda sobre estas cuestiones aquí que en otras obras largamente reverenciadas por críticos y espectadores, por el sólo hecho de que su aspecto externo es más serio, más grave y no están contaminadas por ese mal ignominioso llamado "cine de género".

Terence Fisher demostró en numerosas ocasiones (ahí están obras del calibre de "The two faces of Dr. Jekyll" o "The brides of Dracula", ambas de 1960), al igual que Riccardo Freda - no digamos Vincente Minnelli - que se puede ser un autor personal haciendo películas de encargo, si se tiene la suficiente personalidad y una clase de inteligencia que parece hoy olvidada, la de asimilar a un estilo propio cualquier imposición ajena.
Las películas que integran este ciclo son ya desde la primera - la única contada en flashback y la única que parte claramente de la novela -, variaciones sobre la obra original, prolongaciones de algunos de sus elementos básicos que progresivamente se convertirán en acercamientos tangenciales a los aspectos que más interesaban a Fisher de la famosa fábula de Mary Shelley; inspirándose tal vez en la doctrina que impregnaba la obra definitiva de Percy Shelley, marido de Mary y depositario del "corpus filosófico" que respaldaba esta concepción del hombre: el poema "Prometheus unbound" de 1820.

"La imaginación y la voluntad son los principales poderes del hombre, ejercitándolos se hace éste partícipe de la mente y designios de la divinidad".

Una buena apología del cine fantástico, a poco que se considere, ¿no?.

Es significativo que con el paso de las películas, el barón Frankenstein se identifica cada vez más con el monstruo que ha creado (cuyo punto álgido es la extraordinaria apertura de "Frankenstein must be destroyed", que ya la quisiera para sí Sam Fuller), los rasgos esquizofrénicos de su personalidad afloran más frecuentemente, su resentimiento hacia el mundo (empezando por los científicos que lo tomaron por loco o hereje) y su necesidad de reconocimiento se diluyen y dejan paso a una melancolía y un agotamiento - que nunca se acaba traduciendo en abandono de su quimera vital - que Fisher filma como un sueño inalcanzable, no como el supremo desvarío de un "mad doctor" sin escrúpulos.

Terence Fisher nunca dejó a sus personajes a la deriva ni los trató como conejillos de indias. Les insufló, cuando fue posible, dignidad e inteligencia, intentó comprenderlos y arañar la superficie para no simplificarlos y reducirlos a un estereotipo, que siempre fue el gran handicap de los géneros que cultivó.

Sin olvidar el gran trabajo del decorador Bernard Robinson (cuya ausencia probablemente lastra el alcance la última película del ciclo y de la carrera de Terence Fisher , "Frankenstein and the monster from hell", (1974), repleta de posibilidades excitantes, no obstante), esta serie de films sería imposible concebirlos sin la presencia del gran actor inglés Peter Cushing en el papel del barón Victor Frankenstein.
Su porte aristocrático, sus maneras de intelectual soberbio y sabedor de su superioridad a cuantos le rodean, su composición sobria y al mismo tiempo apasionada, su soterrado sentido del humor y la forma en que es capaz de comunicar la "confusión mental" (cuando no directamente la locura) del barón, que juega a ser Dios, son en sí mismas ya características intrínsecas del personaje, de la misma manera que el General Custer será siempre Errol Flynn en "Murieron con las botas puestas (They died with their boots on, 1941)" de Raoul Walsh y Jack el destripador tiene los amenazantes ojos de Laird Cregar en "The lodger" (1944) de John Brahm.

No importa que se trate de personajes reales o inventados, el cine les puso cara para siempre.

viernes, 13 de junio de 2008

CRONACA DI UN AMORE

Revisada ahora, a los 41 años de su realización, "Chronik der Anna Magdalena Bach" es fácil comprender la estupefacción que semejante obra causó entre los detractores del nuevo cine que se abría paso desde todos los confines del mundo a raíz de la explosión de la nouvelle vague.
Sigue siendo una obra de vanguardia.
El cine, como en un pesadilla que se hace realidad para los que creyeron que todo volvería a su cauce, ha derivado en algo que "Chronik..." anticipaba y elevaba a un nivel difícilmente superable.
La película responde dos preguntas fundamentales con dos respuestas sencillas.
Primero, ¿cómo se puede hacer un film sobre la música? Sólo con música. Omnipresente y protagonista toda la proyección, modulando la puesta en escena y los movimientos de cámara, marcando las pautas de interpretación de los actores. Cuando cesa, entra el texto, también sumamante rítmico y que a veces parece los últimos acordes de la pieza precedente.
Y en segundo lugar, ¿cómo se filma un personaje histórico? Por sus acciones. Lo que pueda decir un actor que interpreta a Bach no sirve de mucho y daría una impresión de reconstrucción ficcionada de, en todo caso, aproximaciones a su pensamiento partiendo de lo que dejó escrito o lo que pudieron contar quienes le conocieron. Daniel Huillet y Jean Marie Straub (para darle la vuelta al binomio) optaron por un método mejor que el flachback para acercarnos a J. S. Bach: la crónica. Por una razón fundamental. El flashback tiende a dejarnos una sensación de veracidad; todo lo que vemos en un flashback lo damos no sólo por verdadero, sino como inamovible: es lo que sucedió en realidad. La crónica, relatada por quien seguramente mejor le conoció, su mujer, proporciona un punto de vista inquisitivo que tamiza los hechos: es como ella lo vió, pero nos permite pensar que la realidad pudo ser otra.
Las dificultades económicas, la admiración de sus contemporáneos, su pasión juvenil, la vida regida por los actos eclesiásticos, el discreto pero seguramente gran amor de su mujer por él... todo nos es dado sin la falsa pasión novelada y romántica a que el cine nos ha acostumbrado. La vida pasa de largo ante un genio con el mismo sigilo que ante cualquiera de nosotros. Ningún acontecimiento es transcendete.
Son ellos los que hicieron de su existencia algo importante.
En este sentido, la película conecta con "La prise du pouvoir par Louis XIV" de Rossellini en cuanto al nuevo enfoque del film histórico y cuya influencia llega hasta hoy día (baste ver la excepcional "Les amours d´Astrée et de Celadon" de Eric Rohmer.

miércoles, 4 de junio de 2008

GRANDRIEUX EN LA FRONTERA

Pocas veces he sentido viendo una película un hálito de verdadera malignidad, de absoluta inhumanidad como viendo la durísima y lúcida "La vie nouvelle" de Philippe Grandrieux.
Es un film demoníaco, como lo hubiera entendido Val Lewton, del que es imposible no acordarse mientras transcurre la absorbente proyección de sus imágenes.
Realmente es una de las grandes películas de terror contemporáneas y una buena lección para David Lynch, que supongo se verá narcisistamente reflejado en el film.
La trama poco importa y además es ciertamente confusa. Los diálogos (mínimos) sirven para lo mismo que los de las películas de Sharunas Bartas, para que sintamos que los personajes aún no han perdido por completo la capacidad de comunicarse.
Pero no hay esperanza. El mundo es un agujero que ni Ingmar Bergman creyó tan oscuro, tan horroroso.
Las referencias que me vienen a al cabeza son disparatadas: "Apocalypse now" de Coppola y las escenas de Martin Sheen ido en su habitación de hotel, "The seventh victim" de Mark Robson y unos planos en los que la chica entra en una habitación y descubre un ahorcado, "Lost highway" de Lynch (espacios con luz estroboscópica donde entraste y no podrás salir más), "Few of us" de Sharunas Bartas (la soledad no cultiva buenas almas), "Bubu de Montparnasse" de Mauro Bolognini (el amor imposible y la cobardía), "Paranoid Park" de Van Sant (nunca pasa nada).
Una película que conmociona, busca y destruye.

lunes, 2 de junio de 2008

AÑO 50 DESPUÉS DE “VERTIGO”

El 9 de mayo de 1958 se celebró en San Francisco la prémiere de “Vertigo”, la esperada nueva obra de Alfred Hitchcock.

Desde hacía unos pocos años, la crítica francesa, encabezada por la influyente revista Cahiers du Cinema había empezado a considerar al orondo director inglés no sólo como el mayor entertainer del cine comercial sino como un gran creador de formas, un maestro “en lo suyo”, el cine de suspense.

Estaba aún muy reciente una película singular dentro de su filmografía, “Falso culpable (The wrong man, 1957)” que ya había merecido un legendario artículo de Jean Luc Godard, que mencionaba nada menos que a Dreyer y Murnau y analizaba el complejo funcionamiento de una puesta en escena que sólo podía considerarse como magistral. De todas formas, la película, en un frío blanco y negro, desprovista del habitual crescendo aventurero que tanto gustaba al público, sin prácticamente humor y con un tema especialmente delicado para evadir al espectador (un argumento tipo “le puede pasar a usted” no ha dado nunca grandes dividendos), fue un fracaso de taquilla.

En esos años finales de la década de los 50, el cine americano era el mejor del mundo y quizá el mejor de cualquier época. La lista de obras no ya maestras, eternas, cimas de un arte, era espectacular. Nicholas Ray, Douglas Sirk, Vincente Minnelli, John Ford, Orson Welles, Henry King, Sam Fuller, Stanley Donen, Howard Hawks, Anthony Mann, Jacques Tourneur, George Cukor, Raoul Walsh, Richard Fleischer, Leo McCarey, Allan Dwan, Otto Preminger, Bud Boetticher y compañía se habían descolgado con cosas como “Tiempo de amar, tiempo de morir”, “Tú y yo”, “Días sin vida”, “Al bode del río”, “Anatomía de un asesinato”, “Muerte en los pantanos”, “Escrito bajo el sol”, “El kimono rojo”, “Bésalas por mí”, “Como un torrente”, “Duelo en el barro”, “Río Bravo”, “Sábado violento”, “Más allá de la duda”, “Cazador de forajidos”, “Cabalgar en solitario”, “Sed de mal” y un largo y sublime etcétera de obras capitales del séptimo arte.

Alfred Hitchcok había tenido sin embargo hasta entonces una década sumamente irregular: un film fallido a todas luces (“Pánico en la escena (Stage fright)” del 50), uno sobrevalorado (“Yo confieso (I confess)” del 53), dos buenos films (“Crimen perfecto (Dial M for murder)” del 54 y “Atrapa un ladrón (To catch a thief)” del 55), dos grandes películas (“Extraños en un tren (Strangers on a train)” del 51 y “La ventana indiscreta (Rear window)” del 54) y tres obras maestras (la citada “Falso culpable”, el auto-remake “El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much)” del 56 y la infravalorada “Pero ¿quién mató a Harry? (The trouble with Harry)” del 55.

Es muy posible que ese reconocimiento crítico recién conquistado le hubiera llevado a arriesgarse con “Falso culpable” a hacer un film “serio” y sin pretensiones comerciales, para hacerles ver a esos jóvenes franceses que efectivamente era capaz de dominar todos los resortes del drama a su antojo, pero el fracaso de taquilla le hizo replantearse las cosas.

Necesitaba crear una obra que aunara un gran éxito comercial y un triunfo crítico a todos los niveles, cosa que sólo había logrado antes con dos películas un tanto lejanas ya por entonces: “Rebeca (Rebecca)” de 1940, recién llegado de Inglaterra, que casi lo lleva a ganar un Oscar al mejor director y “Encadenados (Notorious)” en 1946.

Esta vez sintió que debía implicarse incluso a nivel personal más que nunca, dejando al descubierto facetas de su personalidad hasta ese momento sólo intuidas en otras películas y que alguien tan inteligente y que presumía de estar tan por encima de los actores, productores e incluso de sus propios personajes, nunca había permitido que se pudieran contemplar en toda su cruda intensidad.

En cine y en otras artes no siempre un estado de ánimo de febril lucha contra sí mismo para crear la obra definitiva garantiza nada. Hay muchos casos en que algo concebido como menor y sin una particular implicación acaba resultando lo mejor; a veces con el desconcierto del propio creador que no sabe “cómo pudo salirle algo tan bueno”.

Pero si había un director de cine que era capaz de doblegar sus fuerzas (porque las conocía) y conseguir crear una película que lo tuviera todo (misterio, una - tres en realidad - historia de amor, aventura, erotismo, humor negro, un apasionante tour de force de puesta en escena, melodías y colores de otro mundo) ese era Alfred Hitchcock.

En este contexto se enmarca “Vertigo” que aquí se tituló (por una vez, con buen gusto) como el libro de Boileau y Narcejac en que se “inspira” (y al que da la vuelta, devora y finalmente sublima; y todavía hay quien dice que las películas nunca están a la altura de las novelas): “De entre los muertos”, siguiendo como era norma el título francés del film.

Hablar del contenido del film es para mí y para cualquiera que haya quedado fascinado desde el primer día con él, muy difícil.

Se me hace un nudo en la garganta pensar en la película y (a pesar de que este año llevo otras tres veces ya; la adicción se cura consumiendo) me afecta todavía más cuanto más pasa el tiempo volver a verla.

Un puñado de escenas son lo mejor que veré jamás. Ahora pienso en la presentación de Kim Novak, con la cena en el restaurante Ernie´s, y ese armonioso angular a la izquierda y el travelling hacia delante cuando empieza a sonar el tema de amor de Bernard Herrmann: es mi momento favorito de la película y quizá de todo el cine. Quizá mañana lo sea el paseo de James Stewart por las calles y los lugares desiertos donde conoció a Madeleine.

Por comparación, se me hacen pequeñas muchas películas grandes, incluso del listado de más arriba alguna me puede parecer poca cosa en plena y ciega euforia de cada revisión.

Incluso escuchando mal su excepcional banda sonora, doblada, vista en una televisión - en formato cuadrado - y con anuncios (como la ví las primeras no sé cuantas veces), puede perder parte de su poder y no apreciarse en toda su magnitud; se empequeñece el placer… pero es tanto…

A veces pienso que toda la historia del cine prepara, bascula sobre y deriva de la película. Imagino que es un fundamentalismo sin sentido, pero cuando algo te parece tan colosal acaba por filtrar tu visión de todo un arte. Es el David de Miguel Ángel del cine: una prueba rotunda y gigantesca de la perfección que un artista puede alcanzar, una obra desafiante, tan increíblemente audaz que solivianta tópicos y destruye de un plumazo mil estúpidas teorías sobre cómo deben hacerse las cosas y en sí misma una pieza de una belleza tan apabullante, que reclama por derecho propio un puesto de nobleza para el arte en que se enmarca (y al que desborda por todos lados, llevando al límite sus márgenes conocidos).

Cuando pienso que a pesar de todo no fue un éxito espectacular de público (ni siquiera de crítica; en su momento surgieron muchas voces que ponían en tela de juicio precisamente los aspectos que la hacían ser lo que era; ni siquiera Truffaut en su famoso libro-entrevista con el maestro supo ver ni hacerle ver la grandiosidad de lo que había creado) me explico mejor por qué el gran cine americano tenía las horas contadas.

El público había cambiado. De repente la edad media de los espectadores había bajado 10 años y ya no podían comprender algo tan complejo y se molestaron por elementos de la construcción del film básicos en su funcionamiento interno porque simplemente no los entendían. ¿Cómo iba a saber un veinteañero de 1958 que ese inesperado cambio de punto de vista hacia las dos terceras partes de la película donde se desvela el misterio y da comienzo esa extraña historia de amor era un recurso genial y no un fallo del guión?


El propio Hitchcock asumió su fracaso y le dio a las masas lo que esperaban de él en su siguiente película: “Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959)”, que es por cierto mi segunda película favorita de toda su obra y que, un poco como el propio “Scottie” Ferguson de “Vertigo”, le permite a Hitchcock volver a recrear en buena medida otra vez la misma historia para como decía Godard, asegurase de que alguna vez existió.

Decir para terminar que, como los religiosos que ven a Dios en todas partes, veo la sombra de la película en una serie de obras que me gustaría mencionar porque algo le deben o algo anticipan de ella; algunas son casi tan antiguas como el cine y otras muy recientes, unas tienen una clara deuda con la película y otras ya no las podemos ver igual porque existe “Vertigo” e incluso alguna tal vez pudo influir en ella.

Las enumero sin orden ni cronología, descartando las más obvias (películas de Chabrol, De Palma, etc.): “Sueños diurnos (Grezí)” de Evgenii Bauer (1915), “Más allá del olvido” de Hugo del Carril (1955), “Sans soleil” de Chris Marker (1982), “Histoire de Marie et Julien” de Jacques Rivette (2002) - y no es la única en su filmografía -, “Él” de Luis Buñuel (1952), -y quizá dándole la razón, “Belle de jour” en 1967-, “La dama de Shanghai (Lady from Shanghai)” de Orson Welles (1948), “Laura” de Otto Preminger (1944), “Nubes dispersas (Midaregumo)” de Mikio Naruse (1967), “My name is Julia Ross” de Joseph H. Lewis (1945), “En la ciudad de Sylvia” de José Luis Guerín (2007), “Histoire(s) du cinema” de Jean Luc Godard (1987-1998), “La leyenda de Lylah Clare (The legend of Lylah Clare)” de Robert Aldrich (1968), “The stolen face” de Terence Fisher (1952), “Deseando amar (Fa yeung nin wa)” de Wong Kar-wai (2000), “Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle)” de Richard Quine (1958), “Barocco” de André Techiné (1976), “L´orribile segreto del Dr. Hichcock” de Riccardo Freda (1962) y algunas más que ahora no recuerdo o que ya encontraré.

lunes, 26 de mayo de 2008

SETSUKO HARA

Está uno tentado de considerarla, en un arrebato más o menos ditirámbico, la mejor actriz de todos los tiempos.

Su vida es un misterio y es posible que Setsuko Hara aún viva hoy en su antigua casa de Kamakura, junto al mar y junto al recuerdo de su querido Yasujiro Ozu.

Retirada del cine en 1963, cuando sólo tenía 43 años, por razones que sólo ella sabe, Setsuko (Masae Aida de nacimiento), no ha permitido nunca que nadie perturbe su vida privada. Apenas se sabe nada de sus relaciones sentimentales ni de su familia. Es imposible localizar entrevistas y fotos fuera de plató. Ni un mísero rumor que echarse a la boca. La fama le es desconocida. Sólo está la “explicación oficial” de su adiós al cine: no disfrutaba especialmente rodando y sólo lo hacía para mantener a los suyos. Pocos años después de la muerte de su amigo Yasujiro Ozu, con el que compartió tal vez muchas ideas vitales, se fue para no volver.

La memoria cinematográfica de los espectadores nipones va unida inexorablemente a los rostros de sus estrellas más emblemáticas: Kinuyo Tanaka, Machiko Kyo, Hideko Takamine (estas dos últimas, también vivas), entre las mujeres o Masayuki Mori, Eitaro Shindo, Chishu Ryu entre los hombres, todos ellos actores y actrices extraordinarios y tan diferentes entre sí como los occidentales, a pesar de esa idea tan extendida, por desconocimiento, de la uniformidad del estilo de interpretación oriental. Nada tiene que ver la tranquila y sensible Setsuko Hara con la misteriosa Machiko Kyo, ni ésta con la elegante y delicada Hideko Takamine; y en nada se parece el estilo torrencial de Toshiro Mifune al estilo zen de Chishu Ryu.

Setsuko, unida para siempre a la serie de películas que protagonizó para Yasujiro Ozu, empezó en el cine muy joven, a los 15 años y con 26 ya alcanzó notoriedad en la extraordinaria “No añoro mi juventud (Waga seishun ni kuinashi, 1946)” de un primerizo Akira Kurosawa, aún lejos de definir un estilo propio, pero que dio al principio de su carrera varias de sus obras mayores, muy superiores a muchas de las que luego le granjearían fama mundial, como sobre todo su impresionante versión de “El idiota (Hakuchi, 1951)” de Fedor Dostoievski, que protagonizó Setsuko junto a un inolvidable Masayuki Mori. Su personaje hierático y fascinante a lo Marlene Dietrich, pulveriza cualquier crítica que alguna vez se haya hecho a una supuesta falta de recursos en su forma de abordar un personaje.
Poco antes, en 1949 y por primera vez en manos de Ozu, rueda la obra cumbre de su carrera, y una de las máximas obras maestras de todo el cine japonés: “Primavera tardía (Banshun)”, que debiera ocupar la extensión de este artículo por sí sola y donde quizá interpreta al personaje, por la información que se tiene sobre ella, más cercano a su propia personalidad: la sacrificada y devota hija de Chishu Ryu (que fue a Ozu, lo que John Wayne a Ford, su actor fetiche y su mejor amigo), que se niega a contraer matrimonio para poder vivir con su padre, que a su vez tendrá que ingeniárselas para conseguir que ella pueda vivir su propia vida… a costa de su soledad. La inextricable combinación de cotidianeidad y reflexión “en el instante”, que sólo Rossellini llevó tan lejos, los limpios planos de una precisión cartesiana y la mirada al discurrir del tiempo (la gran tragedia vital) que caracterizan el cine de Ozu, alcanzan aquí un grado de perfección inigualado antes o después. El misterio de cómo un film tan claro y diáfano como el agua puede llegar a ser tan profundo y emocionante sigue siendo insondable por muchas que sean las veces que uno se acerque a él.

Posteriormente llegarían títulos como “Verano temprano (Bakushu, 1951)”, la genial “Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953)” - que sigue siendo una de las películas más estremecedoras sobre la vejez junto a “Make way for tomorrow” de Leo McCarey (1937) -, “Tokyo boshoku (1957)”, “Otoño tardío (Akibiyori, 1960)” y “El otoño de la familia Kohayagawa (Kohayagawake no aki, 1961)” - otra de sus obras máximas -, películas de tonalidad tan parecida que cuando hace mucho que no se las revisa llegan a confundirse en la memoria; con argumentos que son anécdotas, más amargas conforme avanzan cronológicamente, secas, llenas de pequeños detalles y que parecen capítulos de una misma historia, como la serie de westerns de Budd Boetticher con Randolph Scott.


Durante esos años, Setsuko hizo cinco incursiones con otro de los gigantes del cine japonés: Mikio Naruse. Con él rodó sobre todo dos obras maestras: “El sonido de la montaña (Yama no oto, 1950)” y “El almuerzo (Meshi, 1951)”, sobre sendas novelas de Yasunari Kawabata y la gran Fumiko Hayashi, respectivamente. La primera de ellas especialmente y al igual que “Primavera tardía” es tan buena como las mejores de Robert Bresson, Marc Dosnkoi, Charles Chaplin, Frank Borzage, Carl Th. Dreyer o Eugenii Bauer y tranquilamente se puede calificar como una de las grandes obras de arte del siglo XX.

Nunca trabajó con Mizoguchi ni con Gosho y sólo en películas aisladas con Yoshimura, Shimazu, Kinoshita o Inagaki, pero está al nivel de una Ingrid Bergman, una Deborah Kerr o una Janet Gaynor, actrices naturales que eran capaces de hacer muchas cosas en una misma escena, de interpretar en movimiento, de dejar ver lo que pensaban, que es lo que distingue a las verdaderamente grandes, antes que la capacidad de tener varios registros en películas distintas (idea trasnochada sobre la grandeza de un intérprete).

No figurará en las típicas antologías dominicales sobre el cine y no parece probable que a nadie se le ocurra dedicarle el típico biopic, que nos cae encima cada poco, lleno de exageraciones sobre sus correrías. A su probable perfil “a lo Garbo” se le puede sacar poco partido.

Y es que reclamar “un lugar en el sol” para Setsuko Hara no es empresa fácil en los tiempos que corren. El personaje al que se le asocia no goza precisamente de popularidad hoy día (tanto daría que fuese hombre o mujer): recta, entregada a unos principios morales inamovibles, estando buena parte de su felicidad en la de los demás, dispuesta a sacrificarse por los que quiere (y la quieren), decente, que se muestra herida o exultante íntimamente, sin exhibicionismos gratuitos ni alharacas, que se da poca importancia y que es capaz de sobreponerse por sí misma a sus problemas sin quejarse ni hacerse la víctima. Yo conozco personas que son así.

lunes, 12 de mayo de 2008

LA CICATRICE INTERIEURE. Philippe Garrel (1971)

Es interesante contemplar ahora las primeras obras de un cineasta tan aclamado (y poco estudiado) como Philippe Garrel. "La cicatrice interieure" del 71 la rueda Garrel con sólo 21 años en plena efervescencia de su rápida fama adquirida desde el principio, cuando se le tildó como "el nuevo Godard", un director con el que en relaidad nunca tuvo el menor parecido.
La película, una de las menos parecidas a lo que ahora hace Garrel (un sueño, una poesía visual, sin diálogos, sin línea argumental clásica) plantea varias cosas bastante interesantes.
Primero, la posibilidad que alguna vez tuvieron los directores de cine de probar cosas, de hacer ensayos sobre el color, las texturas de la imagen, la profundidad de campo, la adecuación de la BSO a las imágenes. Esto hoy es ya imposible. Cualquier director debe esforzarse en no equivocarse en no errar el tiro porque su carrera siempre vale lo que su última película. Ni siquiera un Tsai Ming-liang o un Raya Martin cuentan con la paciencia de la crítica. Al menor bajón se mira para otro lado y basta. Aquí Garrel filma una alucinación oa l menos algo que sólo debía tener todo su sentido en s cabeza y en la de Nico, que escribió el guión y puso canciones para la película. La luz de la Velvet Underground todavía brillaba con fuerza y puedo imaginarme la película en un pase neoyorkino con su música o la de Mothers of Invention de fondo.
Otra cuestión interesante es la doble influencia de Michelangelo Antonioni en el cine de Garrel. Primero fue visual (es fácil detectar aquí elementos de "Il deserto rosso") y luego fue argumental. A partir de "L´enfant secret" del 79 retoma una serie de constantes poco apreciadas del cine del gran director italiano: no tanto la soledad y la incomunicación pero sí la función del plano en el discurso cinematográfico (su duración es proporcional a su significado y quizá a su importancia o al menos al tiempo que debemos pensar en ese plano), el uso del travelling (siempre se dice que como marca de estilo pero yo diría más bien como forma de no desprenderse nunca de los personajes, de sentir la cámara como una sombra).
Por último es interesante pensar en como sobrevive al tiempo una película celebrada "por moderna y experimental" en su día y que hoy seguro que se atraganta bastante a un buen número de espectadores. No diré que el film haya ganado con el paso del tiempo, hay muchas mejores películas en su filmografía (incluso anteriores, como "La lit de la vierge" del 69), pero sigue siendo misteriosa y visualmente atractiva, quizá porque no se postula como un enigma ni cae en manierismos (los movimientos de cámara son sobrios, precisos), muy alejada en ese sentido de, como se ha dicho, experimento lisérgico trasnochado. En todo caso, sería un cuelgue de drogas bien estructurado, una boutade bien pensada.

lunes, 5 de mayo de 2008

PECKINPAH VS PECKINPAH

AIRE PARA LOS PULMONES


Cómo se le echa de menos…

En estos tiempos vacíos (llenos) de estudios de marketing y realizadores timoratos - hablo de cine, pero podría estar hablando de otras cosas - el recuerdo, gozosamente recuperado en DVD de las películas de Sam Peckinpah no hace sino agigantarse en nuestra memoria.

Este autor, incomprendido en su tiempo por buena parte de sus colegas de dirección y una mayoría del gremio crítico, es hoy tan necesario como el aire que se respira, tan cargado de efluvios de perfumes caros y bazofia informática.

Un solo “flash” que venga a la memoria de algunas de sus escenas más emblemáticas le levantarían el ánimo a un muerto: Jason Robards hablando con Dios en el arranque de “La balada de Cable Hogue (The ballad of Cable Hogue, 1970)”, Warren Oates en cuclillas levantándose para unirse a la batalla final de “Grupo salvaje (The wild bunch, 1969)” - una de las películas que más me han emocionado - , aquel final desolado de “Duelo en la alta sierra (Ride de high country, 1962)”, que tanto habla de su deuda con otro "joven airado", Nicholas Ray, el torso desnudo de Susan George, que prende la mecha de la incontenible espiral de violencia que abrasa el tercio final de “Perros de paja (Straw dogs, 1971)”, un gesto con la cabeza de Steve McQueen al comienzo de “Junior Bonner” (1972) que dice tanto de él mismo… cómo restituir a quién no los ha contemplado estos momentos memorables de cine.

Dan ganas de volver a ver todas sus películas de un tirón, para sacudirse el polvo y limpiar la mirada de los sufridos espectadores que aún peregrinamos a las salas de cine en busca de algo de verdad y de pasión en una película.

Porque está muy bien ser un artista virtual y tener tus video-instalaciones bien enchufadas en el museo de turno o que te entrevisten en el programa cultural de medianoche para que expliques qué estás intentando comunicar al mundo con esa mancha verde que ocupa todo tu cuadro, pero algunos todavía pensamos que el verdadero arte es el que te hace vibrar, o mejor, como decían en “Pierrot le fou”, encajar en mil vibraciones el impacto recibido, que no hace falta explicar nada porque todo se sabe si un cosquilleo te recorre la espalda o los ojos empiezan a humedecerse.

Con Peckinpah no hay equivocación posible ni nada que interpretar. Los que le conocieron decían de él que era un hombre de una estirpe dura, de mirada brutal y humor de perros cuando el viento no le soplaba a favor, cuya única moral era la palabra dada, que parecía envenenado de Stevenson y Conrad, amante de los espacios abiertos, testarudo como una mula, de una pureza engañosa: nunca le oyeron hablar de su sensibilidad, amigo de las armas y las borracheras con su compadre Emilio "el indio" Fernández, a lo que habría que añadir que también fue un excelso director de actores, como todos los grandes.

Revivir ahora sus películas es un placer que debiera ser obligatorio para los que lo admiraremos hasta la muerte y para los que jamás han tenido contacto con ellas.

Aunque me temo que su cine, profundamente masculino y nada ambiguo, lleno de perdedores, salpicado de un sentido del humor negrísimo, casi fulleriano, un torrente de imágenes, se le puede atragantar al típico/a relamido/a que va a sala a hacer cuentas como en la escuela (actores respetables + buena fotografía + novela de éxito - final feliz + 4 Oscars = película a recomendar en el corrillo del desayuno), porque todo en Peckinpah parece tan escandalosamente excesivo... no Peckinpah no conoció los beneficios del yoga y es más que probable que su ying y su yang nunca se llegaran a encontrar, apuesto a que Tom Cruise no lo hubiese abducido para entrar en la Iglesia de la Cienciología, sin duda le interesaba más la cría de caballos que ponerse a indagar por ahí para saber si su opinión coincidía con la que le convenía expresar.

Y lo pagó muy caro. Mil problemas con la censura (que ya casi ni existía pero que volvió del purgatorio encarnada en la peor forma posible: la corrección política), la condena unánime de los guardianes de las buenas costumbres de un género que agonizaba y al que intentó insuflarle un hálito de vida: el western, una mala fama que sus amigos más de una vez defendieron con los puños y lo peor de todo: una caterva de imitadores y supuestos herederos sin papeles que confundieron lo necesario con lo gratuito y su lirismo desesperado y trágico con una cochambrosa y amorfa estilización.

Así, el tergiversador resultó tergiversado y sus famosos planos a ralentí y los zooms devinieron en marca de fábrica de una generación nefasta (de la que poco se puede rescatar) que llenaron la cartelera de spaguetti-westerns, thrillers efectistas y horripilantes películas de kung fu.


Pero no importa. Algo ha quedado. Aquel "If they move´em, kill´em!!" que escupía William Holden en "Grupo salvaje", aniquilaría a todos los que han osado ensuciar la memoria de uno de los últimos grandes directores americanos y uno de los que más honda y radicalmente supieron captar la muerte, en descomunales coletazos, del cine clásico y levantar acta de defunción por un mundo que ya no existía, un poco como, a su manera y en otra clave, tantas veces retrató precisamente uno de los directores que lastimosamente no supieron ver la valía de su propuesta por creerla esteticista y falta de alma: Howard Hawks. Deberían haberse conocido.

HUMPHREY JENNINGS

THE MAN WHO LOVED BRITAIN
(Jesús Cortés)

De los kilómetros de celuloide rodados antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, han llegado a nuestros días fundamentalmente los documentales y películas de ficción sobre la historia del conflicto y la barbarie nazi que culminó en el holocausto.

Este material, a veces verdaderamente impresionante, no nos puede proporcionar sin embargo una visión completa de cómo el cine registró un acontecimiento que supone un punto de inflexión en la historia moderna, quizá el fin de la edad contemporánea de la que nos hablan los libros de historia.

Falta una pieza para completar ese imaginario puzzle audiovisual, un elemento a menudo considerado menor e incluso superfluo, cuando no directamente falseador de la realidad: el llamado cine propagandístico.

Y aunque sólo sea por la sorpresa de descubrir entre esa montaña de cintas el cine de Humphrey Jennings ya vale la pena dedicar tiempo a rebuscar en un baúl de los recuerdos lleno realmente de todo: desde la más inocente loa a los valores patrios a los más sutiles y manipuladores documentos concebidos por mente militar alguna.

La famosa directora alemana Leni Riefensthal abandera para muchos este cine se supone que al servicio del país, como si fuese un departamento más del ministerio de interior (o exterior, según se mire) y cuya única función es arengar a las tropas, persuadir a la población en retaguardia que sufre privaciones de que lo hacen por una causa noble y exaltar como si fuesen leyes una serie de “valores nacionales”. Su controvertida figura ha generado continuos debates sobre su grado de “filiación” al régimen del Tercer Reich, más allá de su verdadero valor como cineasta. Obviando si es posible toda polémica, lo que sí parece claro es que contó con los medios y la oportunidad de hacer lo que hizo y no la desaprovechó por muchos problemas que pudiera prever que ello le acarrearía, como así fue.

Las películas que Humphrey Jennings rodó relacionadas con este episodio de la historia reciente desarman por el contrario al más acérrimo detractor de este tipo de material y para ello sólo esgrimen un argumento sencillo pero irrefutable: la autenticidad, la verdad, la sinceridad. Quizá todo lo que hizo fueron “encargos oficiales” pero en ningún momento parece que diga algo que no piensa. Estoy seguro que llegó al final de su vida sin nada de lo que arrepentirse y no hizo falta que nadie le interrogara sobre su punto de vista de tan claro que estaba.

El talento inmenso de este director, “el único verdadero poeta del cine inglés” en palabras del crítico Lindsay Anderson, se desborda en cada plano de un modo contagioso, vívido y sus obras comunican una emoción que efectivamente no tiene apenas parangón en una cinematografía como la británica a menudo tachada de inmovilista y almidonada, pero que atesora otras sorpresas sobre las que convendrá volver en alguna otra ocasión.

Desde la extraordinaria sinfonía de imágenes que es “Listen to Britain” (1942), de apenas 20 minutos, quizá la piedra de toque ideal para iniciarse en su cine, a la monumental “Fires were started” (1943) – o cómo combatía el cuerpo de bomberos británico los incendios provocados por los bombardeos del enemigo, de una altura cinematográfica comparable a cualquier cosa que se nos pueda cruzar por la mente – pasando por la tierna “A diary for Timothy” (1946), la vibrante “Words for battle” (1941) o la emotiva “The true story of Lili Marlene” (1943) que debieran ser de visión obligada en cualquier escuela de cine, Humphrey Jennings plasma en imágenes cómo vivieron los estragos de la guerra sus compatriotas con una galería de recursos cinematográficos tan apabullante que puede hacernos reconsiderar varias ideas importantes sobre el cine en general.
La primera y más obvia es la línea que separa documento y ficción. En sus películas (que muchos califican directamente como documentales sin molestarse en reflexionar dos minutos sobre el asunto) se entrelazan las imágenes de archivo y la recreación (siempre con actores no profesionales y a menudo con los verdaderos protagonistas de los hechos narrados interpretándose a ellos mismos en un pasado que puede ser sólo de meses atrás) de un modo tan eficaz como en las grandes obras de Roberto Rossellini. Si como dijo Godard, todo gran documental tiende a la ficción (y viceversa) - una de sus famosas “boutades” - , nunca fue más verdad que en este caso.

Otro punto de gran interés es su uso de la banda sonora. A menudo acompañado por la orquesta que dirigía el gran Muir Mathieson, son un modelo de utilización de los sonidos, adelantándose muchos años y quizá sin teorizar nunca al respecto, a las preocupaciones de autores como Jacques Doillon, o Jean Marie Straub. En muy pocas obras se capta de forma tan real el sonido de la lluvia, del viento, de la naturaleza, el murmullo de una ciudad y por supuesto los terribles sonidos de la guerra y cuando aparece la música refuerza pero nunca interfiere en lo ya expresado. La música es un elemento estructural más de la película, como el montaje o la iluminación y nunca “poetiza” ni subraya nada. Esto además conecta a Jennings con autores del cine mudo como Jean Epstein o Alberto Cavalcanti, que han sido arrinconados con el paso del tiempo en buena medida porque se ha generalizado la falsa idea de que el cine “expresionista” y el llamado “avant-garde” europeo se alejaban totalmente de la evolución posterior del cine. No en vano Jennings, conoció a André Breton y siempre estuvo muy interesado por el surrealismo en la literatura o la pintura, su otra pasión.

También habría que destacar que, como el cineasta ruso Dziga Vertov, con quien tiene grandes concomitancias, Jennings no esconde nunca nada. Su amada Inglaterra, sus gentes - con las que realmente se identifica -, no son figuras de cartón piedra. No hay superhéroes ni gestos grandilocuentes, ni siquiera protagonistas atractivos físicamente o acciones de valor dignas de cruces al mérito. Su cine es la gente y cómo vivían en una circunstancia difícil, cómo salían adelante cómo podían, cómo nacían y morían, cómo aguantaban al pie del cañón por fidelidad a una causa que creían justa y lo que estaban dispuestos a sacrificar por ella y por encima de todo cómo no estaban dispuestos a perder su idiosincrasia, sus costumbres, su forma de vida, o lo que cada uno percibe como su patria: sus familiares, sus amigos, los compatriotas que admira, sin banderas (es casi imposible verlas en sus películas) sin políticos, sin símbolos, sin simplificaciones panfletarias.

Finalmente no me gustaría terminar estas breves notas sin destacar que Humphrey Jennings no sólo destacó con estas películas bélicas. En su filmografía encontramos también obras como “The Cumberland story” de 1948, sobre la minería irlandesa o “The Dim little island” del 49, o su film póstumo, “Family portrait” del 51 (murió en 1950, con tan sólo 43 años, mientras localizaba exteriores en Grecia), que a día de hoy aún no he podido ver y que seguro deparan grandes momentos.


Humphrey Jennings, como Jean Renoir o Leo McCarey, fue uno de los grandes humanistas del cine.