lunes, 22 de agosto de 2016

JOYAS TRAVIESAS DEL CEREBRO

El gran regreso de Paulo Rocha a las marquesinas.
Terriblemente rural, "O rio do ouro" - lógicamente su nativo Rio Douro - en 1998, huele a sangre desde la primera escena, una remansada conversación que anticipa la calma con que Rocha filmará una agreste historia.
Nueve años habían pasado desde el segundo gran "eclipse" de su carrera, algunos más desde que finalizó sus labores consulares en Japón a principios de la década anterior y ya muchos desde que fue designado promesa de una cinematografía que justo antes acababa de virar cientos de grados con "Acto da Primavera" en 1962 y al poco de llegar, desapareció.
En el camino que lleva hasta "O rio..." y su prolongación en busca de un final memorable - "Se eu fosse ladrão, roubava" (2011), que ya aparece aquí en variadas formas, no sólo como canción - se quedaron las obras más ambiciosas de Rocha, sobre todo la profusa, fría y secreta "A ilha dos amores", la que me parece su obra maestra, "O desejado ou As Montanhas da Lua" o la breve y sin embargo múltiple "Máscara de aço contra Abismo Azul", filmadas allá por 1982, 1987 y 1989 respectivamente, tan distintas y personales respecto a aquellas primerizas "Os verdes anos" o "Mudar de vida" marcadas por el esfuerzo, tan frustradas por no poder henchir los pulmones.
Nunca le interesaron mucho a Rocha las descripciones muy perfiladas ni las palabras que las adornan, sólo el poder de las imágenes para sustituirlas.
Aquí, el río no es un caudal ni una fuente con la que se establecen relaciones, no parece siquiera tener vida y sí la misión de arrebatar las que pueda, devolviendo el trato que recibe, dragado su fondo a dentelladas hasta convertirlo en puro fango. Ni rastro de magia telúrica, una trampa.
Y una mujer como Carolina (Isabel Ruth: en su rostro está todo el cine de Rocha, el que fue y el que pudo ser) tampoco cumple con ningún papel habitual. Impulsiva e indescifrable, no quiere ni necesita, posee.
 
 
 
 
Rocha podría haber optado por sublimar, elevar incontroladamente la gradación de los colores, adornar con una banda sonora a semejanza de la máquina de huesos de Tom Waits, detonar una catarata de ajustes de cuentas.
En lugar de ello, se mantiene fiel a los recuerdos de su tierra, a los acordeones de los ciegos y a los ensordecedores vencejos, a esa normalidad aburrida o violenta convertida siempre en folklore, lánguida, tan afectada siempre por lo exterior, que no precisa ser invadida, sólo perturbada.
Carolina y la pequeña femme fatale Melita (Joana Bárcia, que no habla apenas y a la que solo veremos en primer plano justo al final), escenifican la tragedia, de una manera tan poco pagnoliana como menos hitchcockiana, sin aparente conciencia de en qué medida afectará a los personajes, pero tampoco al espectador.  
Carolina se pasea por la habitación de los hechos restregando sus manos ensangrentadas por las paredes y los quicios de las ventanas - producto de una certera y única puñalada, la saña es para los que no están seguros o no saben lo que hacen - y ni siquiera entonces Rocha la mira con "otra" distancia, recurso que también aplica a las dos escenas mudas en que Melita es besada, al reanimarla con un poco casto boca a boca y de nuevo succionado el veneno de una abeja inoculado en su pecho, las dos veces por parte del viejo António (Lima Duarte), víctima "noble" y único nexo de unión de la historia con el pasado, con el río al que se vuelve para morir.