miércoles, 14 de octubre de 2020

ISLAS

Muy poco se sabe del cineasta ucraniano Vladimir Braun.
Fallecido a los sesenta y un años, como por desgracia tantos ilustres compatriotas suyos que no alcanzaron sabiduría alguna por haber vivido mucho, además de no solo antes de que llegaran los cambios políticos que habían marcado el siglo entero de cine de su país, también antes de que se estableciese una nueva crítica en Francia que lo pudiese haber reivindicado, demasiados fueron los esquivos giros del destino y demasiado enterrados siguen tras los muchos años transcurridos. 
De noble cuna, asistente de Gardin y, al parecer, de Dovzhenko, solo un premio, que es un estigma, el Lenin de 1952 lo contempla, al que habría que añadir, aunque nadie la recuerde, una Copa Volpi otorgada a su actriz Dzidra Ritenberga. Son los únicos momentos de brillo de una carrera que se extiende durante treinta años.
Esa película laureada en Venecia, “Malva”, filmada poco antes de morir en agosto de 1957, es la primera de la que se tenga noticias que está accesible para los que no dominan su lengua y algo puede ayudar a comprender su obra, sobre todo si se encadena a las otras películas que con la dificultad de haberlas visto sin subtítulos (cuatro más en mi caso) hayan podido encontrarse. 
Todo apunta hacia una de las personalidades más apasionantes por desvelar de una cinematografía pródiga, por simple resistencia, en humanistas. 
Si "Malva" es un testamento consciente, ni en la tierra más feliz cabe imaginar una despedida más libre que la celebrada por este musical sin coreografías, sin progresión dramática ni casi estructura pese a que - o precisamente por ello - parte de dos novelas de Maxim Gorky poco conocidas, puro impresionismo a las orillas del Mar Negro y una de las pocas obras que restituyen, veinte años después, algo o bastante de la insólita cumbre del que quizá fue uno de los iguales de Braun, “U samogo sineigo moria” de Boris Barnet
¿Con qué cuenta quien la quiera defender? Pues con los naranjas y los azules del cielo, con el hilo del que pueda tirar a partir de los mohínes orgullosos de la incomprendida protagonista, con unas cuantas reflexiones sobre la vida tan lógicas y sencillas que acongoja encontrar profundas, con unas canciones...
Porque aunque con todos ellos algo tenga que ver "Malva", no hay aquí fotogramas plateados como los de ese mítico Barnet, ni la épica y el canto ancestral que alumbraba a "Fedra" de Manuel Mur Oti, tampoco rastro de la ambición del Tourneur de "Victory" ni fabulosas elipsis como las de los Buñuel insulares.
Hay, eso sí, la inocencia - no del hombre, por el hombre - fundacional de Griffith y Pagnol y muchos meandros narrativos sin otro sentido que el de tocar la belleza con las manos como los de Donskoí y eso debería ser suficiente; al fin y al cabo, aparte de las mujeres como dice un resignado Vasily pensando en Malva, siempre gana la naturaleza, la erosión del tiempo y la muerte. Sentirlas de cerca, indemne, fue un gran contrasentido: un modesto objetivo de gigantes.
En concordancia con ello, la "selección natural", tan salvaje, aún funcionaba para escoger al más digno y no al más fuerte o al más astuto, como pasaría ya luego y para siempre y es la que va a ir apartando la mirada de Malva sobre Vasily o su bastante tonto hijo para acabar fijándose no en quien le promete riquezas sino en Seryozhka, un vagabundo que también, a su manera, la corteja, quizá porque es el único que tiene la entereza de saberse derrotado y no finge ser lo que no es.   
La cuestión final es que a veces, es uno mismo quien se elige de entre todos los demás.