miércoles, 13 de diciembre de 2017

OJOS SIN ROSTRO II

La editorial Ártica publica el segundo volumen de la colección "Ojos sin rostro", bajo el subtítulo de "Once maletas para el cine europeo".
Roberto Amaba, Tonio L. Alarcón y Antonio Belmonte aportan textos sobre los cineastas A.W. Sandberg, E. A. Dupont, Paul Czinner, Alberto Cavalcanti, Pal Fejös, Phil Jutzi, Slatan Dudow y unos apuntes sobre el mítico film colectivo "Menschen am Sonntag".
Por mi parte, me ocupo del italiano Raffaello Matarazzo y, en paralelo, de los alemanes Veit Harlan y Helmut Käutner.
El primer volumen de la serie fue editado entre finales de 2014 y principios del año siguiente (enlace).

lunes, 30 de octubre de 2017

EL PARAÍSO DE LOS POBRES

¿Quién querrá pagar la entrada para ver esto? le comentó Jack Warner a A. I. Bezzerides, el guionista de "Juke girl", cuando vio terminada la cuarta película americana de Kurt (ya Curtis) Bernhardt en 1942.
El gran éxito de varios films de Frank Capra en la década precedente - o, menos apoteósico, de algunos Borzage -, el amplio consenso en torno a "The grapes of wrath" un par de años antes o más recientemente aún sobre "Christmas in july" y la deslumbrante "Sullivan's travels", unidos a la buena acogida que tuvieron varios La Cava o un Milestone como "Of mice and men", no parecían suficiente aval para pensar que podía prolongarse por más tiempo el breve fulgor comercial del cine "social" americano, en mitad de una guerra en la que acababa de entrar Estados Unidos y con nuevos faros alumbrando el camino a seguir ("Citizen Kane", "Rebecca", "Casablanca", "Mrs Miniver", "The Philadelphia story", "Gunga Din").
Sin las bendiciones institucionales, "Juke girl" es una de las últimas (y asaz intrascendente históricamente) de esas películas, la más desconocida de todas y un elemento extraño en la filmografía de este cineasta, ecléctico como tantos inmigrantes y, como también buena parte de los judíos y eslavos que permanecieron en USA, pronto decantado hacia misterios y melodramas.
Quienes quieran ver estas incursiones mencionadas o alguna de las que pronto emprendería un ilustre visitante, Jean Renoir, como una serie de movimientos orquestados para rebajar el carácter "sobrehumano" del cine promovido por los grandes estudios o en todo caso como un eco tardío del cine de la Depresión convenientemente alimentado por el conflicto bélico que hacía temblar Europa y los que piensen que son estas películas las que traslucían la verdadera personalidad de cineastas y escritores al servicio de una maquinaria gigantesca, cuentan con la misma coartada: funcionó por poco tiempo y no convino mucho recordarlo, o lo que es lo mismo, fue realmente apreciado por una mayoría del público, pero no por quienes decidían qué imagen se proyectaba del país.
Tan poco se ha programado "Juke girl" que ni siquiera le "pasó factura" a su protagonista. Cuando muchos años después se convirtió en aspirante a la Casa Blanca, que yo sepa nadie le recordó a Ronald Reagan el hecho de que aquí fuese un convincente héroe de izquierdas, claro que por entonces ya había cambiado hace mucho de demócrata a republicano, que no es tan difícil.
Como encuentro tan poco interesante tanto una cosa - la relevancia histórica de este film o la que tuvieron sus compañeros de fatigas, nunca mejor dicho - como la otra - que un modesto actor como Reagan, para nada tan inoperante como siempre se ha dicho, llegase a Presidente: tampoco es el peor o el más tonto que ha ocupado el cargo -, "Juke girl" me parece por sí misma una de las grandes películas de su tiempo y la mejor de Curtis Bernhardt, autor de otras varias notables, como "High wall", "Possessed", "The doctor and the girl" o "A stolen life".
El viejo equívoco sobre la verdad cinematográfica, acerca de su supuestamente más pura afloración cuanto más privadas sean las condiciones de rodaje y más en bruto tomadas las imágenes, mil veces desmentido por los mayores cineastas, se complica aún más en casos como este y debido a la alegría contagiosa del film - con genéricos jazzísticos y bien podría haber sido un musical, con viraje final hacia el thriller -, su rapidez y su dinamismo, que no permiten amplificar la penuria, ni a veces casi advertirla.
Es tan frecuente que se considere peor expuesto o menos realista lo que se escenifica sin hacer hincapié alguno en cómo de trascendentes percibe el director los problemas que arrecian (sin solución bastantes de ellos, incluso allí, en los prósperos cayos del sureste del país, toda esa parte ahora latinizada y entonces más parecida a New Orleans), que los magníficos diálogos e instantes de puesta en escena por los que pasa "Juke girl" como una exhalación, sin un milímetro ni un segundo dejados a la improvisación o la espera, deben haber parecido rutinarios a la mayoría de quienes se han acercado al film y nunca lo destacaron en ningún sentido.
El hecho de que pueda faltar ese elemento propio de algunos cineastas mayores que Bernhardt, de tanteo, de amateurismo ante lo decisivo, ese estremecimiento que parece surgir de la nada en McCarey o Pagnol, no invalida automáticamente a quien se muestra presto para abordarlos en cualquier recodo, buscando aprehender, bonita utopía, todos los pensamientos. Prefiero desde luego a quien no llega que a quien ni lo intenta, como tantos supuestos paladines del "cine de los desfavorecidos" que se dedican a aplanar y aplastar todo atisbo de humanidad o de pasión vaya a ser que los tachen de ingenuos.
En "Juke girl", un film aparentemente muy masculino, todo esto último lo modula la chica de alterne que incorpora la sin par Ann Sheridan, un prodigio de economía gestual y una de las más carnales y sensibles actrices, aquí cantante hawksiana pragmática pero reticentemente enrolada en la epopeya de pequeñas hechuras del granjero Steve (Reagan).
Con ella acompañándolo, Bernhardt transita cinematográficamente, a grandes rasgos, por la senda abierta desde tiempo inmemorial por Allan Dwan y es capaz de impresionar con más hondura un travelling caminando por las sombras de la noche u otra viñeta circunstancial tomada en la cabina de una camioneta, que un plano contraplano romántico, con todas las luces embelleciendo los rostros. Qué grandeza saber emocionar por el poso de los gestos; como dicen en el film, por lo que dicen esas expresiones de uno, no por lo que uno dice.

martes, 10 de octubre de 2017

SEE EMILY PLAY

Durante un breve periodo de tiempo, las películas de Alan Rudolph  tuvieron una gran audiencia y una considerable fortuna crítica.
Imagino que los integrantes de ese segundo grupo, negarían ahora haberle concedido esa gracia con más vehemencia que los del primero, pero en todo caso ni los revivals que tiene cualquier década, han traído de vuelta su cine. La suya, cuando más brilló su estrella, fue desde luego la más voluble de todas, la de los años 80.
Es posible que cuando el nombre de Rudolph significó algo, se confundiese el  distinguido discurrir de sus películas con la pretensión de resultar moderno, ese esnobismo que lo anegaba todo.
Alguien tan preocupado como él por los afectos o las relaciones personales y por ello tan fuera de su tiempo (y de cualquier otro anterior o posterior: el sino de los "sentimentales"), no podía hacer gran cosa por alargar en el tiempo el "equívoco" de su fama, basada en aspectos superficiales o una moda con la que debía estar sincronizado y en consecuencia su nombre ha sido borrado de la lista de los grandes directores americanos, por muy estrechos que sean los límites temporales que se tomen.
Un poco antes de resultar familiar para cualquier cinéfilo y un poco después de haber dejado atrás sus comienzos en el "horror b", Rudolph rueda en 1978 el film noir "Remember my name", olvidado salto adelante incluso por encima de la sombra de Robert Altman que le cobijaba. Faltaban aún unos años para que llegaran "Choose me", "Trouble in mind", "Made in heaven" o "The moderns", las películas con las que estuvo en boca de todos y que ahora acompañan en algún confortable limbo a los vinilos de It Bites, Neville Brothers, Robbie Robertson, Bad English, Dear Mr. President, The Blue Nile, el gran Terence Trent D'Arby, mis queridos Boston y todos los que ilusamente pensaron que en los 80 llegaba la perfección, la cuadratura del círculo del pasado.
Por la música habría que empezar a hablar de "Remember my name" porque con los elegantes blues escogidos por el mítico productor John Hammond - ya retirado, pero con una lista tan imponente de descubrimientos a sus espaldas, que todavía todos callaban cuando hablaba - apareciendo en cualquier momento de la banda sonora, con la cuidada planificación de cada encuadre o panorámica, con ese cromatismo fuerte pero de apariencia sedosa - debido al nunca bien ponderado Tak Fujimoto - o con su muy característica continuidad hipnótica en la narrativa, todos ellos elementos a poco que se piense absolutamente propios del género - pero perennemente asociados a otra era, otros ambientes y formas de vestir, otro lenguaje, otra variante de inmoralidad - "Remember my name" quizá embellezca pero desde luego no falsea la turbiedad desarraigada y violenta que la atraviesa.
De hecho, cualquiera puede sorprenderse ahora si la conoce por primera vez o la revisita y se encuentra tantas equivalencias "impropias": con los melodramas de Sirk desde hacía años actualizados por Fassbinder, con tantas ideas de puesta en escena asignadas al cine futuro de David Lynch y tan pocas inspiradas en las del trabajo de Wim Wenders o Robert Altman como se repetía siempre. Dentro de este terreno resbaladizo del cine negro, el parentesco más claro lo tiene con films realmente anómalos y muy poco con los más canónicos del género.
Ese dato es revelador acerca de las nulas intenciones actualizadoras que siempre tuvo. De haberse tratado de un aprovechado que se dedicaba a disfrazar convenientemente a glorias pasadas para hacerlas parecer nuevas, ¿cómo podría haberse fijado en películas destempladas y malogradas comercialmente de Ulmer, Feist o Haas?      
Quizá erró Rudolph la decisión de no ser vanguardistamente "pictórico" - aunque pocos cineastas más influidos por los cuadros de Edward Hopper o George Bellows puede haber -, se desapegó del documental, no se conformó con poder expresarse libremente con los nuevos medios a su disposición y se empeñó en utilizarlos para sublimar y pulir el gran cine que le rondaba la cabeza.
En cualquier caso, se trata de una gran película sobre las apariencias, la mentira y la privacidad, un absorbente pulp psicológico construido sobre la presencia singular de Geraldine Chaplin, por entonces medio españolizada, un film de terror, un melodrama indigente y, no sé bien por qué, una película almacenada en mi memoria al lado de varias (y no solo "Berlin Blues", como se puede suponer) de Ricardo Franco.
 
 
 
 
 

viernes, 29 de septiembre de 2017

SANTA PÚRPURA

La única película dirigida por el actor Alain Cuny - seguramente el debutante más anciano que haya tenido el cine, a sus 83 años - es "una vieja historia". En efecto, parece que fue el poeta Paul Claudel, quien le pidió, justo antes de su muerte acaecida en 1955, que hiciese Cuny la adaptación de su texto "L'annonce faite à Marie", encargo que no se concretó hasta treinta y cinco años después, en 1991.
Investido Cuny de esa atribución por parte del autor, a quien poco antes de acometer esta película, había interpretado (en la nada memorable "Camille Claudel" del 88, obra por cierto de un Bruno anterior a Dumont - que viene a colación porque anduvo por los lares famliares de Paul recientemente -, Nuytten, mayormente camarógrafo y que ahora parece bueno comparado con él), Cuny sin embargo no se acomodó en la silla, seguro de estar bendecido.
Tan lejos está de ese académico extremo "L'annonce faite à Marie", que más bien parece (también lo es, claro) uno de tantos films de despedida, esencializados y atrevidos, realizados sin tener cuentas pendientes ya con nadie, tras una larga carrera, al menos por número de años recorridos, aunque la obra final pueda ser exigua.
Cuando se citan directores valiosos y se hace inventario o se recopilan las sospechas fundadas acerca de los proyectos que no realizaron y que quedaron incluidos de alguna manera - fragmentariamente, un eco de la frustración quizás - en los sí completados, siempre pienso que son los actores y actrices que tuvieron la suerte de trabajar con ellos, antes que los guionistas, los ayudantes de dirección, los fotógrafos y demás, los más indicados para materializarlos o hacer variaciones sobre "sueños" no cumplidos de otros.
Si en otros casos de actores que probaron suerte como directores, es relativamente fácil rastrear cuándo, cómo y con quién prendió la inquietud por filmar la idea que les rondaba o se convirtieron en depositarios de las que vieron malogradas de otros con quien trabajaron, la singular - en todos los sentidos - obra de Cuny, hace complicada la tarea de establecer conexiones con la práctica totalidad de lo hecho a las órdenes de los muy variados cineastas con que actuó.
Pocos nombres de entre la nómina no precisamente mal surtida de cineastas a las órdenes de quienes rodó (Jean Grémillon, Luis Buñuel, Jean-Luc Godard, Curzio Malaparte, Marcel Carné, Michelangelo Antonioni, Marcel Ophuls, Federico Fellini, Mauro Bolognini, Francesco Rosi, Marcel L'Herbier, Pierre Zucca...) podrían anteponerse a los de otros con los que nunca actuó y que probablemente acudan primero a la memoria al ver su película: Robert Bresson, Pier Paolo Pasolini, Mani Kaul, Manoel de Oliveira, Carl Th. Dreyer, Éric Rohmer, Jean-Marie Straub & Danièle Huillet, Raoul Ruiz, Jacques Rivette, Sergei Paradjanov, Noémia Delgado, Jacques Doillon, Carmelo Bene, Werner Schroeter...
Quizá podamos hablar de un film donde trató de utilizar lo que admiró de los cineastas con los que le hubiese gustado trabajar.
 
 
 
 
De unos y otros, no obstante, conviene olvidarse una vez comienza el film y así se corresponde mejor a su noble empeño en ingeniárselas para filmar este místico e intrincado texto de Claudel llevándolo a las puertas de la ciencia ficción, que supongo que es un mérito de doble filo tratándose de una obra de un católico converso simbolista como Claudel, que ya bastantes contradicciones propias tenía.
Con pocos pero embellecidos medios y un gran cuidado de los colores y las texturas capturadas por el objetivo de la cámara de (entre otros técnicos y sobre todos los demás) Caroline Champetier, ni la aridez de algunas partes del texto de partida hacen caer al film a una distancia grave, de la que uno se desentiende mientras contempla los feroces contrastes de la naturaleza, las ropas y los gestos de los actores, el brillo de la piel de los animales (impresionante el caballo fulgiendo con los ribetes azulados de la montura que abre el film) o el declamado tenue de las voces de los actores y actrices.
Será por la inventiva aplicada al tratamiento de la música (minimalista y que suele derivar en extraño new age atonal sin, gracias a Dios, rastro de melodías ad hoc ni del infierno ni del paraíso), por los inesperados cortes y encadenados de planos con ejes cambiados o por ese tono de oración que tiene el film - lógicamente cierra con un particular amén, que parece que es el plano desde el que Cuny piensa toda la película o al menos donde parece encontrarse en ese momento de su vida -, cunde la sensación de que "L'annonce faite à Marie" pasa por encima de la cabeza, a unos pies sobre el suelo.
Si no se puede volver a elevar la mirada para verlo proyectado en una pantalla de cine, probablemente ya no pueda volver a sentirse tal y como fue concebido.

domingo, 27 de agosto de 2017

EN CONTRA

Condenado por un tribunal regional cuando se obstinó en no ir a la guerra de Argelia, Jean-Marie Straub abordó la "inspección sentimental" respecto de su tierra natal - dándole quizá un punto y final, porque no es "La guerre d'Algérie!" de 2014 estrictamente un corolario, más bien una hitchcockiana pesadilla - en "Lothringen!", un encargo de 1994 solicitado por la cadena Arte a Danièle Huillet y él con la excusa de que Jean-Marie había nacido en Metz, la capital de la antigua región de Lorraine.
Quizá por ser una idea que a la pareja de cineastas ni se les hubiera pasado por la cabeza desarrollar, por tener ese aire obligatorio de "exponer las contradicciones aquí y ahora", expeditivamente, "Lothringen!" resulta una de las más rebeldes piezas de su filmografía.
Vestida para la ocasión, Emmanuelle Straub
De varios Renoir tardíos y del Ford de "The civil war" sobre todo me acuerdo al contemplar esta pieza breve, elíptica, elegíaca, punto de encuentro de recuerdos personales salvaguardados hasta entonces - supongo que fuentes de trauma y orgullo, como tantos obstáculos que forjan la personalidad - y de una posición mantenida en el tiempo respecto al cine y las artes, indisociables de la Historia.
El hito elegido para articular el film es la resistencia de los ciudadanos franceses a ser convertidos en alemanes cuando la provincia fue "regalada" a Bismarck (por la riqueza de las minas) hacia 1870 y la personalización de esa negativa en una mujer que rechaza el cortejo de un teutón. El nexo de unión es un libro sin gran renombre de Maurice Barrès ("Colette Baudoche. Histoire d'une june fille de Metz", 1909), del que toman menos del diez por ciento del texto.
En tiempos en los que empezaba a sonar mal cualquier idea diversa de la integración de países, culturas y razas, bancos, fronteras y leyes (y en el 94 pocos recordarían ya al converso profesor Alexis de "Le déjeuner sur l'herbe", tan políticamente antieuropeo...), "Lothringen!" es, y lo es más aún hoy día, un meteorito que recuerda las brechas históricas de las que venimos y lo violento que resulta mirarlas y escucharlas en paralelo, al mismo tiempo antes y después de "resolverse".
Da igual, creo yo - y no sé si tal ambigüedad era uno de los términos en los que Huillet y Straub pensaron su película - si consideramos los hechos como un romántico ejemplo de sublevación contra un destino impuesto, que ya no es posible de manera espontánea, sin manipulaciones, como si lo observamos como el  romántico germen de lo que ha venido sucediendo con nacionalismos de todas clases posteriormente.
En cualquier caso y desde la primera panorámica, aparentemente plana en cuanto a distancia focal pero tan profunda auditivamente como fue posible captar del ambiente, "Lothringen!" atrae como un imán y preserva un presente "de la nada" respecto del convulso pasado, al que se acercan Huillet y Straub de varias metafóricas maneras.
Cada milímetro que la cámara gira sobre su eje o, si permanece inmóvil, cada segundo que el obturador permanece abierto, se cargan o se vacían de sentido los escenarios donde sucedieron los hechos, inalterados hasta cuando hay algún tipo de representación, como es su costumbre. Y también, como siempre, aquel concepto distintivo de un cine más elaborado y consciente de su capacidad, el de la profundidad de campo, largamente trabajado por la pareja de realizadores en sus "otras" facetas, la del tiempo de exposición y la de los sonidos.
 
La "mirada de cineasta", quizá útil - pero que nunca debió ni debe ser imprescindible; tampoco debe serlo convalidar conocimientos de teatro o Historia - cuando llegaron sus más provocadoras obras de los años 70, es un atributo de lejana importancia ya en "Lothringen!" y quizá menos aún lo será a partir de aquí porque vienen las que para mí son sus mejores películas (en orden cronológico: "Von heute auf morgen", "Sicilia!, "Operai, contadini" y "Quei loro incontri"), las que más cerca se quedan de la plenitud materialista que tantas veces defendieron.
Finalmente, una duda, quizá una hipótesis extravagante.
La música de Haydn que interpreta el Amadeus Quartet aparece únicamente en un determinado momento del film, cuando se oyen los ecos de la batalla sobre un mapa de la ciudad y vuelve al final.
¿Tal vez porque el asunto empieza a parecerse desde ese instante de la lucha demasiado a lo sucedido entre el 41 y el 44 del siglo siguiente en Francia y puede conectarse con el hecho de que tres de los componentes del afamado cuarteto judío, fueron deportados por los nazis de su Viena natal?

miércoles, 14 de junio de 2017

CANARIOS

En 1949, después de ser incluido en la lista negra de rigor y negarse a declarar ante el Comité de Actividades Anti-americanas, Edward Dmytryk filmó una película en Inglaterra, "Give us this day", de efímera repercusión en festivales y severamente silenciada en USA. A la vuelta del viejo continente, Dmytryk fue detenido, encarcelado, terminó por retractarse de sus intenciones iniciales y habló.
Como precisa y exclusivamente esto último es "lo que cuenta", ese interludio europeo, supuesta afirmación de sus auténticos ideales momentáneamente a salvo de las garras del monstruo instigado por McCarthy, ha quedado poco más que como una nota a pie de página en el feo barullo de la paranoia anticomunista que asoló Estados Unidos y no mucho más significa en el conjunto de la filmografía de un cineasta apreciado por varias obras anteriores lindantes con el cine negro y despreciado luego por otras posteriores reblandecidas melodramáticamente cualesquiera ideas pudieron haberle quedado.
Como está tan olvidada, "Give us this day" (también conocida como "Salt to the Devil" y con el nombre de la novela en que se basa, "Christ in concrete", que fue como la rebautizaron cuando llegó a la cartelera americana), cualquiera puede suponer que será un panfleto puerilmente "obrero", excéntrico -  ¿qué otra cosa puede ser un film neorrealista hecho por un ucraniano-canadiense en Inglaterra queriendo reconstruir el New York más empobrecido circa 1929? - y sin duda oportunista, aprovechando la atención internacional prestada a una serie de films, italianos los más puros y mejores.
Pero de milagros como este está lleno el cine y muy particularmente el americano, al que "pertenece" esta película. Si los extranjeros emigrados allí en gran medida lo construyeron, al ser expulsados se lo llevaron al destierro, desde las cenizas de una guerra mundial hasta las de otra, en este momento en que ya llegaban Lupino o Kazan y en cualquier momento anterior con Capra, Sternberg, Dwan Ulmer.
 
 
 
 
 
 
 
Porque resulta que hay pocas películas tan emocionantes, tan bien escritas, en 1949 como "Give us this day" y ninguna más dolorosa, honesta y asombrosamente adelantada a su tiempo como para parecer contemporánea de las que aún tardarán en llegar entre doce y quince años con la firma de Arthur Penn, Paul Newman o Robert Rossen
Sería arduo  - no contiene el menor rastro de discurso o siquiera matiz político, ni reivindicaciones o denuncias sociales, no sale una "autoridad", salvo el juez de la escena final, que no abre la boca - esgrimir la inclinación ideológica del film para defenderlo y sumamente inútil además, salvo para reducirlo a un eslogan que aniquilaría la complejidad largamente trabajada para alumbrar unos cuantos prodigiosos momentos de hondura cinematográfica dados con un diálogo, un gesto, un corte del plano.
En realidad, el mayor drama de Geremio (Sam Wannamaker), Annunziata (una prodigiosa Lea Padovani) y cualquiera de los habitantes de "Give us this day" - pues son eso, retratos humanos por encima de caracteres a cuestas con arquetipos varios - es que ninguno de los pesares y derivas que afectan a sus vidas, parecen remediables por los demás porque ellos no los hacen responsables de tales entuertos.
Los nueve años perdidos por Kathleen (Kathleen Ryan) desde que rechazó a Geremio, el sueño de la casa que él - y sobre todo ella, Annunziata - acarició o la pobreza endémica de los inmigrantes mientras no puedan acceder a una mejor educación - y de esto tal vez se pueda salir el mayor de los chicos de Geremio, que atesora un don y quizá será "un nuevo Marconi" como le augura el viejo Luigi -, duelen sobremanera contemplando el film, que no mendiga compasión ni predica solución alguna, presentando los hechos como ineluctables y, bendito sea, sin la banal aspiración de cercenar el melodrama no sea parezca todo "falso", yendo al realismo máximo e inigualado de McCarey, Ford o Griffith, los cineastas de la pareja.
Precisamente en las que conocemos, en las que no vemos pero sabemos están ahí y sobre las que no se formaron o se pueden deshacer, recae todo. Ni villanos ni benefactores, ni un mundo más allá de cuatro paredes se necesita para mover ese universo.  

domingo, 28 de mayo de 2017

FOCO - Revista de cinema

Durante el desarrollo de los VII Encontros Cinematográficos (del 26 al 28 de mayo de 2017, una vez más en Moagem. Cidade do Engenho e das Artes. Fundão, Castelo Branco. Portugal), se ha presentado el libro "FOCO. Revista de cinema" (A.23 edições e Associação Luzlinar), coordinado por Bruno Andrade, Lucas Baptista y Matheus Cartaxo.
El libro recoge una selección de textos publicados en la revista brasileña desde sus inicios y hasta el momento presente.
Uno de ellos es el escrito en su día por mí sobre "The outfit" de John Flynn (1973) e incluido en el número monográfico sobre su cine.

sábado, 20 de mayo de 2017

MI GALAXIA

Tuvieron que pasar veintiocho años para que el chileno Patricio Guzmán empezara por el principio.
Sería una bonita conjetura la de atribuir un valor especial a aquella visita sorpresa que le hizo Chris Marker - se presentó un día de 1971 en su casa, sin avisar, para decirle que le había gustado mucho y quería dar a ver en París su debut "El primer año"; más tarde le ayudó a completar "La batalla de Chile" - y así suponer que estaba latente, pendiente de "completarse", el efecto en su cine del maestro francés, pero lo cierto es que no fue hasta 1999 cuando Patricio, aprovechando un encargo sin aparente trascendencia, cayó en la cuenta de que el territorio en que el escritor Daniel Defoe había situado su célebre novela "Robinson Crusoe" existía en realidad y era una isla volcánica chilena, a un par de horas en avioneta de Santiago.
Para alcanzar el "gran angular" de Marker - y así evitar convertirse en otro Lanzmann -, Guzmán no necesitaba seguir afinando la pericia de su mirada hacia el pasado reciente de su país y hacia otros motivos históricos, sino volver a un estado básico - no por común, por desgracia - de su oficio y observar a su alrededor, contemplar el cielo, volver a sus libros, fabular, modular su inconfundible voz, hablar de sus pasiones.
Cunde desde entonces la sensación de que, a pesar de haber vuelto en varias ocasiones sobre los pasos de Allende y Pinochet y no haber perdido nunca la perspectiva o cambiado de opinión, quizá no necesitara Guzmán decir ya nada más sobre ello, pero sin embargo sigue desplegándose su faceta aventurera, arrecian las preguntas (que no necesitan imperiosas respuestas) sobre astronomía o geografía, prosiguen las pequeñas investigaciones sobre asuntos grandes, se ha ralentizado el pulso de sus imágenes y sus palabras y tal vez sin darse del todo cuenta de ello, se ha acercado como pocos directores en activo a los que siempre debieran ser los iguales de un cineasta, quienes construyen con sus manos y quienes piensan en la luz y el movimiento.
Así y entre otros, hemos conocido de su mano al entrañable "telescopero" fordiano Guillermo Fernández de "Astrónomos de mi barrio" (2010), alguna pequeña lección aprendimos para simplificar el cosmos con "José Maza, el viajero del cielo" (2010), rastreamos a los modernos exploradores que revivían los viajes imaginarios de Jules Verne - y Karel Zeman - en "Mi Julio Verne" (2006), nos adentramos en el inhóspito desierto de Atacama en "Nostalgia de la luz" (2010) o, últimamente, en la Patagonia glaciar en busca de "El botón de nácar" (2015).
"Isla de Robinson Crusoe", el film en buena medida iniciático de cuanto ahora produce su cine, es un documento de hechuras discretas, una invitación al viaje antes que una guía, placentero de ver diría que como de filmar y uno de tantos ejemplos, antaño abundantes, de cómo las condiciones restrictivas en cuanto a duración, tema o carácter de una película, no tienen por qué ser palos en sus ruedas y pueden despertar nuevas habilidades, alumbrar un camino.
Es interesante cómo su proceder virgen y entusiasta contrarresta la decepción de ver un hotel allí instalado, barcos del ejército de maniobras o un artefacto al mismo tiempo tan extrañamente futurista para ese pedazo de tierra y ahora ya tan anticuado para nosotros como una cabina telefónica.
Como se sabe, hubieron no uno sino varios náufragos allí - un indio caribeño, un contramaestre abandonado por un barco inglés, un marino escocés... - viviendo varios años y en los que se inspiró Defoe para su novela, con lo que el acto de pisar la arena de la playa para recrear la huella del hombre solitario que se inventa una civilización, es en parte un homenaje al mito y en no menor porcentaje, un gesto incomprensible para todos los nuevos habitantes de la isla.
Ni, tal vez, al octogenario librero Victorio, ni, probablemente, al superviviente del hundimiento del Dresden frente a la bahía, ni, con toda seguridad al alemán que fue confundido con un nazi escondido allí, se les ocurriría llamar paraíso a lo que inexorablemente tanto tiempo y esfuerzo cuesta levantar.  
 
 
 
 

martes, 4 de abril de 2017

CONSENTIMIENTO EXPRESO

Trágicamente desaparecida recién cumplidos los treinta años tras rodar una de las películas más asombrosas de la historia del cine, "Ensayo de un crimen/La vida criminal de Archibaldo de la Cruz", nadie pudo descifrar a la magnética y atormentada actriz de origen checo Miroslava Stern.
Bellísima en color, ese mismo año de 1955 en que terminó con su vida - el oscurecido western "Stranger on horseback", que era sólo su segundo trabajo en Hollywood -, yo al menos la tengo también muy presente por una obra en blanco y negro de un cineasta trotamundos con mucho menos nombre que Luis Buñuel y Jacques TourneurTulio Demicheli, autor de la arrolladora "Más fuerte que el amor" de 1953.
El argentino Demicheli había sido guionista en su país para Soffici, Fregonese, Borcosque o Amadori y ya llevaba un par de años dirigiendo cuando hizo esta coproducción cubano-mexicana de nula fama, la misma suerte por otra parte que corrieron todos los largos, salvo uno, que realizó en esta primera mitad de los años 50 en México. Es curioso que de la "era dorada" de esta cinematografía permanezca en buena medida lo contrario que en otras: los actores son más y mejor recordados que los directores, las aportaciones externas configuran y se funden con las autóctonas, las nuevas corrientes llegan sin naturalidad y demasiado tarde, eliminando la fundamental convivencia y revitalización de los cineastas del pasado, que salen malparados de la competencia con la televisión... tal vez si hubo una vez un perfecto sistema de estudios, fue este.
En los años que separan a "Vivir un instante" (1951), seguramente su primer film notable, de la versión que filma de la novela "Brief einer unbekanten" de Stefan Zweig, "Feliz año, amor mío" - nueve años posterior a la genial adaptación dirigida por Max Ophuls y no por ello engrillada a su influjo -, sólo consigue Demicheli que su nombre suene en 1956 cuando estrena "La herida luminosa", la primera "española" de todas las que dirigió antes de recalar precisamente en España, un conflicto médico-religioso, entre Sirk y Matarazzo, de singular contraste con la revisión abatida por infinita tristeza que muchos años después hizo José Luis Garci.
"Más fuerte que el amor", como la gran mayoría de películas de ese lustro, será un melodrama pero resulta tan carnal, divertido y explícito como sólo lo podía ser en estos años señeros en el cine mexicano una hipotética variación que hubiese reescrito Robert Wilder del film pasional probablemente definitivo, el aún candente "Ruby Gentry" de King Vidor, un libreto además "inverso" en cuanto a la extracción social de la pareja protagonista, Miroslava y un Jorge Mistral con el lado femenino bien recóndito. 
Se trata de una pieza tan absolutamente incorrecta y supongo que inaceptable para un sector amplio de los espectadores de sesenta y tantos años después como lo deben ser los DeMille mudos moralmente "adulterados" (y nada adocenado precisamente andaba el viejo Cecil con los años, como bien demuestra la tremenda "Samson and Delilah" de 1949), varios primeros Wellman sonoros de la prohibición y muchas, si no todas, las obras de uno de los más ilustres contemporáneos de Demicheli - en tiempo y lugar -, Emilio Fernández. La retahíla de calificativos que los adornarían sería de órdago.
No ha lugar ni siquiera con este sorprendente Demicheli una posible defensa como la que puede asistir al Mur Oti de "Cielo negro", "Fedra" y "Condenados" - de los que varias veces es fácil acordarse -, en el sentido de cómo sublima el maestro español elementos clásicos del género para esquivar un panorama irrespirable, por el sencillo hecho de que "Más fuerte que el amor" es un film feliz, "sin nada que demostrar", suave y elegante en transiciones aprovechando los holgados medios de los que dispuso, que se sigue con fruición.
 

lunes, 13 de marzo de 2017

YO, TÚ, ÉL, ELLA

La gran película alumbrada por la cultura del hip hop.
Si improbable resultaba, numéricamente al menos, que fuese un tardío film francés de 1998 - aunque la verdad es que la competencia americana nunca fue gran cosa, ni siquiera en los 80, los años en que explotó este movimiento a todos los niveles -, más insólito aún es el hecho de que lo protagonice una chica blanca de trece años y sus amigos también adolescentes, acostumbrados como estamos desde hace mucho a la preponderancia del gangsta rap y sus mafias straight outta Compton. Por si no fuese suficiente singularidad, viene la película firmada por un director muy poco relacionado con el cine "del extrarradio" (tópicos imprecisos y de difícil demostración como social, realista o "de denuncia" no solían aparecer cerca de su nombre), Jacques Doillon, arriesgando conforme levanta este proyecto, el relativo prestigio alcanzado con "Ponette" en 1996.
"Petits frères" gustó poco.
Y a pocos seguidores - la mayoría recién ganados, después del pequeño éxito internacional mencionado - de un cineasta ya por entonces de carrera larga, enfilando la segunda mitad de la cincuentena, de maneras cinematográficas contenidas, pocas palabras y una intensidad elíptica y discreta.
A poco que se piense, en realidad "Petits frères" es una variación sobre las historias de desamparo de Doillon pese a su apariencia insensible y sin ética, una mirada incluso menos "impropia" que en varias obras suyas anteriores, pero, he ahí la diferencia, es un film torrencial, sin preciosismos, un ejemplo de resistencia frente a una jauría de problemas presentes y el futuro más descorazonador. Un film admirablemente paralelo a esa música edificada a partir de otras que lo invade, una música nacida para divertirse pero que muy pronto se convirtió en la mejor forma de expresión de marginados de todas partes, canciones de entre y contra la inestabilidad.
Estaría bien poder medir cuánto tiene que ver el malentendido - ¿su descuido?, ¿su intranscendencia?, ¿su vulgaridad? - que arrincona al film, con la simplificación poco atenta de quien no percibe otra cosa que palabrería monocorde y refrito de ritmos en esta, la última gran música negra.
No me consta un pasado como pandillero de Doillon, pero sin duda durante el rodaje del film obtuvo de estos chicos lo que sólo puede generar una clase de complicidad situada a la distancia justa para mirar con ellos.
Así, no evita filmar robos, peleas, traiciones o (sólo sus consecuencias) abusos sexuales porque son elementos que condicionan la puesta en escena, pero debe ser "Petits frères" la única película de la historia del cine callejero donde nadie bebe ni fuma ni se droga, pienso que debido a que Doillon no necesita "ambientar" externamente las escenas ni tampoco hacer exhibición alguna de las peligrosas derivas de la vida desordenada. Filmar lo necesario, necesitar filmar.
Por las mismas razones, los policías que acechan a la pandilla son poco más que sufridos persecutores de gamberros de barrio, resolviendo casos tan apasionantes como la denuncia de un repartidor de pizzas, hombres que resultan, al menor descuido, apalizados por una turba de niños y que aunque pongan mil ojos en cada esquina, saben que no van a resolver nunca la falta de educación, las situaciones familiares y las expectativas masacradas de esta generación y las que vengan a empeorar el panorama.
Lógicamente, cuando uno de los chicos, hace la broma de presentarse en una comisaría para preguntar cómo se hace uno policía y vuelve chistosamente mareado por los tecnicismos que allí escucha, como ha sido equitativo mirando a un lado y a otro de la ley, le es sencillo a Doillon hacer notorio que ellos mismos se dan cuenta de la exigua distancia - unos papeles - que hay entre su zascandileo diario y el de los tipos que están ahí para controlarlos. 
Por todo ello me parece "Petits frères" el film de Doillon más cercano a Kiarostami, el más épico y conmovedor, el más concentrado y certero. Ni un plano "de director" para señalar que se rueda rápidamente y con cambios de luz fuertes, haciendo patente el "esfuerzo" de la cámara para captar todo, ni uno desviado de la infantil excusa que pone en marcha el film (un perro robado) para tratar de conducir los comentarios de los espectadores a otro nivel más importante, el mismo tacto y afecto que demostró en "La fille de 15 ans", "La drôlesse", "La femme qui pleure", "La vie de famille", "La puritaine" y sus otras mejores películas, para abordar las relaciones afectivas por heterodoxas que fuesen.  
 
 
 
 
A mí lo que me gustaría saber ahora son cosas de la enérgica Talia, como si aún viviese fuera del film.
Cómo le fue en la casa de acogida con su hermana.
Si alguien le dio su merecido al cerdo de su padrastro.
Si volvió a ver a Iliès.

jueves, 9 de marzo de 2017

VG

Con la publicación del manifiesto por un "free cinema", hace ahora 61 años, un buen número de retrógrados intolerables que gustaban del cine de género, como Val Guest, vieron coartada su evolución. Trece años llevaba rodando películas Guest cuando, mientras rodaba el thriller internacional "The weapon", le fue comunicada su mala praxis.
Películas musicales, de aventuras, policiacas, comedias o de misterio a un ritmo de cuatro al año últimamente... y ni una cumplía con los dogmas de Reisz, Anderson, Richardson y compañía, que ya es mala suerte.
Si la célebre misiva de Truffaut había relegado al desván de los chismes viejos a Delannoy, Autant-Lara y compañía, de esta nueva proclama se extraía que gente como Guest eran hasta ¡antipatrióticos! por no reflejar la diversidad de la moderna Gran Bretaña.
Lo cierto es que, como conviene desconfiar de cualquier generalización y hacer caso omiso de dogmas de toda clase, muy especialmente en el caso de Val Guest conviene ver todas sus películas antes de que le afectara negativamente la moda, ya que luego no fue nunca tan libre, ni tan interesante cineasta, ni estuvo tan atinado en mirar críticamente a cuanto filmó, para terminar cayendo en varias trampas y comodidades de las que por supuesto no se libraron tampoco sus "antagonistas".
Y ya que hablamos de justicia, si estos últimos no se hubiesen autoproclamado muertos en el 59 con un segundo comunicado - que sonaba a truco -, los hubiese ahogado de todas formas cualquier nueva ola de las surgidas a partir de entonces o, mejor aún, hubiesen sucumbido al verdadero tsunami que, esta vez sí, se levantaba en su país: basta mirar, hacia 1962 o 1963, por un lado a los entumecidos efectos del movimiento en los films que rodaba Joseph Losey allí y por otro cómo de alegre y excitantemente mezclaban músicas americanas las canciones de The Beatles, The Kinks, Small Faces, The Zombies o The Who para cambiar para siempre la cara del rock y el pop. Poco más habrá que decir si el mismo mes que la polvorienta "The servant" llega a las carteleras americanas, se graba en el Marquee de Londres "Five live Yardbirds", aún emblema de la modernidad dos años después cuando Antonioni rueda "Blow up".
No hay una gran distancia entre las mejores y las menos inspiradas de las películas iniciales de Val Guest que conozco, de modo que cualquiera serviría para mirar a sus virtudes, que nunca proclamó y hasta es probable que le sonara raro que alguien glosara. Por otra parte, hay varios puntos en común en su trayectoria con la del venerable Terence Fisher, así que quizá sea buena idea asomarse a los films más alejados de cuanto les une. Musicales y comedias.
Vale la pena ver "Penny princess" de 1952, la fantasiosa - divertida como un ataúd de bebé, en palabras de Dirk Bogarde, su muy desubicado protagonista -, y única película en color que rodó Guest con su mujer, Yolande Donlan, un caso de colaboración digamos "simbiótica" parecido al de Paul Czinner con su primera actriz Elisabeth Bergner. Si se estrenase ahora, muy pocos dudarían que la imaginaria Lampidorra era en realidad un muy conocido paraíso fiscal.
Aunque mucho mejor ver la encantadora "Give us the moon", rodada en plena guerra y barajando una idea que parece irónica pero no lo es: en la creencia de ganar el conflicto (y con la distancia física, claro, una vez cesaron los bombardeos), fue la época de mayor empleo, menor conflictividad y mejores posibilidades para los jóvenes, que hasta podían pensar en un futuro sin tener que trabajar.
Es, como tantos de estos años, un film nacido de seriales radiofónicos, donde prima la inventiva oral o la capacidad para ambientar con un sonido, un elemento visual o un detalle, precisamente de lo que iba a empezar a adolecer el cine inglés en cuanto trató de recuperar el ímpetu documental de otros tiempos... y cayó en la teatralidad.
Tampoco deja indiferente la muy astuta sátira "William comes to town" de 1947, a vueltas con un tema muy explotado por los "angry directors" que llegaban, el de la educación. Tres o cuatro gags del film, nada políticamente correctos, resultan más ilustrativos de lo que ninguna denuncia de represión podría conseguir.
Queda la misma sensación al verla que la que asalta al ver un film (a ratos o no constantemente) asombroso como "Two thousand women" de otro cineasta damnificado por los nuevos tiempos, Frank Launder.
Y me refiero fundamentalmente a que quienes tratan de enterrar los usos cinematográficos del pasado, primero deben conocerlos.