Años antes de alcanzar su cumbre "mediática", cuando estrenó la película más trascendente de su filmografía, "La sombra del caudillo" en 1960 y tiempo después de haber debutado con algunas de las cintas más populares de los primeros tiempos de la gran era del cine mexicano, Julio Bracho realizó una serie de films en los que supuestamente se doblegaba a los convencionalismos industriales, perdiendo buena parte de la pujanza con que se distinguió en aquellos primeros años 40 y casi extraviando su aureola de intelectual y "sofisticado", fama que ese cáustico film político le devolvió con intereses.
Aún se recordaba bien a comienzos de los años 50 la dura polémica que sostuvo con el escritor Max Aub, recién llegado al país, todavía peleando por "Sierra de Teruel" y ya adaptado por Bracho en su magnífica "Distinto amanecer" - no muy atinadamente en opinión del autor: trasladaba su pieza "La vida conyugal" de la España de Primo de Rivera al México contemporáneo, "falseándola", clamaba) y de esos felices tiempos son también su muy sólido melodrama "Historia de un gran amor", la divertida adaptación de la zarzuela "La corte de Faraón", el turbio drama "Crepúsculo", su variación sobre "La dame aux camélias" de Dumas hijo ("La señora de todos") o el único film patrio que protagonizó el mítico Ramón Novarro, "La Virgen que forjó una patria".
La oportunidad de trabajar dentro de una maquinaria tan eficaz como la del muy querido cine mexicano de los 50 - esa que no tuvo en España Manuel Mur Oti, con el que Bracho tiene curiosas concomitancias - y la notable influencia, no sólo en México, también en buena parte de Sudamérica, de lo que filmaba por entonces Luis Buñuel y enriquecía al cine circundante (también Buñuel se benefició de lo definido por otros, aunque haya quedado la desmesurada media verdad de que intérpretes y medios eran los hándicaps de su trabajo) no debió saciar el prurito autoral de Bracho, pero arroja resultados tan apetecibles como los de "La cobarde", "La ausente", "Historia de un corazón" (de nuevo con Aub) o, quizá la mejor de todas cuantas dirigió, "Paraíso robado".
La oportunidad de trabajar dentro de una maquinaria tan eficaz como la del muy querido cine mexicano de los 50 - esa que no tuvo en España Manuel Mur Oti, con el que Bracho tiene curiosas concomitancias - y la notable influencia, no sólo en México, también en buena parte de Sudamérica, de lo que filmaba por entonces Luis Buñuel y enriquecía al cine circundante (también Buñuel se benefició de lo definido por otros, aunque haya quedado la desmesurada media verdad de que intérpretes y medios eran los hándicaps de su trabajo) no debió saciar el prurito autoral de Bracho, pero arroja resultados tan apetecibles como los de "La cobarde", "La ausente", "Historia de un corazón" (de nuevo con Aub) o, quizá la mejor de todas cuantas dirigió, "Paraíso robado".
Los Bracho, Julio y su hermano Jesús - seguramente el gran escenógrafo de su país -, parecen más a gusto que nunca en este fascinante retrato en negativo de un personaje sentimentalmente árido como el del doctor Carlos de la Vega, toda la vida reprimido, luchando contra sí mismo para ser alguien importante y de repente más confundido y enamorado aún que su amnésica paciente, jugándoselo todo a una carta, suicidándose socialmente.
En las escenas en que no se escenifica el drama de ellos, el film "recupera" un pulso más mundano y hasta se permite resolver elíptica y fugazmente un flashback en que, lógicamente, ninguno de los dos aparecen. Acelerando y abreviando sólo cuando es apropiado se recuerdan los porqués de las cosas.
Y haciéndolo en medio de un cine "comercial", no se pierden de vista a los maestros.
Los universales y los Chano Urueta, Juan Orol, Arcady Boytler, Ramón Peón, Adolfo Best-Maugard y compañía, por los que se filtraban Eisenstein, Lang, Robison o Sternberg.