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lunes, 9 de junio de 2014

LA INOCENCIA

En una fecha tan temprana como 1930 ya se antojaba una quimera que el mejor cineasta nacional - con Chaplin emigrado - contentara a una mayoría de espectadores adaptando a Agatha Christie o a cualquiera de las glorias británicas de la novela de misterio. 
Ahora es fácil afirmar que Miss Marple hubiese sido una rubia imposible dentro del universo de Alfred Hitchcock, pero cuando se dispone, a punto de cumplir cuarenta años, a filmar "Murder!", su tercer film sonoro y último suspense tradicional, había aún muchas variaciones, elementos y novedades por llegar a su cine.
No hay más que echar un vistazo al plano de apertura con la maqueta de las casas alineadas en la calle y con el solo dato de que fue Alfred Abel el protagonista - por Herbert Marshall - de la versión alemana, ya se dirige la mirada a "Phantom" y Murnau, quizá en esos años en los que declina el cine mudo e irrumpe el sonoro (con Arthur Robison) y antes que Fritz Lang, uno de los autores germánicos a los que el maestro más veces miraba de reojo.
El tiempo acabaría demostrando que ni la venerable dama, ni el igualmente sagaz Poirot o el gran Sherlock Holmes pudieron tener cabida en su obra, no tanto por constituir "rivales" a su condición de controlador máximo de circunstancias narrativas, sino porque sencillamente ninguno podía ser ya entendido por el público como vulnerable y susceptible de encajar las contrariedades, a veces radicales, que sucedían a sus protagonistas.
Tendría que pasar casi medio siglo más para que Billy Wilder se atreviese a poner a Holmes en esa tesitura, con tanta pericia que ni echamos de menos que no lo hubiese intentado antes Hitchcock.
Una colección de libros para niños llamada "Las aventuras de Alfred & Agatha" fantasea ahora con la alianza de tales mentes privilegiadas para descifrar enigmas y la verdad es que, obviando el efecto pediátrico, desprenden una química rara, como aquellas conjunciones de monstruos estrella de la Universal.
Ni con niños ni con adolescentes se construye su cine, pero sus héroes y villanos a menudo se encontraban en situaciones por ellos impensables y se veían obligados a hacer uso de una inventiva, un arrojo propios de la juventud y ese sería el único punto de vista desde el que Hitchcock pudo imaginar también que vencería en "Murder!" a su "enemigo natural", el whodunit.
No parece casualidad que John Forsythe, que siempre pareció maduro y experto, encabece los repartos de dos de sus fracasos de taquilla, "The trouble with Harry" y "Topaz", aunque el mayor reto en ese sentido - más aún que en "The wrong man", casi el único film de su carrera factible de haber sido protagonizado por ancianos - fue sin duda "Vertigo", donde, quizá confiado en haber pasado la prueba de la limitación física ("Rear window", que por ser un apriorismo se aceptó mejor), quiso hacer mirar al público con los ojos poco lozanos o, peor aún, cansados, luego afligidos y finalmente desesperados de James Stewart.
En el tercio final del film, cuando Judy toma el testigo del punto de vista, Hitchcock trató de "rejuvenecerlo" un poco con los maquillajes "de soltera" de la chica (nada extraña el disgusto de Kim Novak, que parece que sólo entendió que daba vida a una señora, algo mayor que ella, desorientada, taciturna y luego a otra sin clase... que se transformaba en la primera) y haciéndolo a él jugar a un juego nuevo, ser un galán al estilo intransigente de Arturo de Córdova en "Él". No habrá momento más buñueliano en toda su obra que esa mirada de Midge al advertirlo enredado en la espiral del romance, ese perfume que le escamoteó a ella tantos años.   
La lucha del genio contra el suspense de sofá, contra ese público que espera paciente e inactivamente, relativizando mucha de la información suministrada, a que lleguen los minutos finales y se desvele quién es el asesino, dejó cadáveres tan hermosos como los espectaculares giros de las citadas "Vertigo" y "Topaz" o el de "Psycho" y mil soluciones pequeñas y grandes en films anteriores. 
En "Murder!", que es donde se le ve más confiadamente afrontar un cara a cara con el problema, opta por combatir ese clímax final que todo lo devora, con tanta imaginación que quizá convierta al film en el mejor que hizo en Inglaterra.
Ni de la autoridad ni de la casualidad tuvo más pavor Hitchcock que de contagiar aburrimiento, con lo que este acelerón hacia lo desconocido provoca el efecto de servir de enlace entre épocas.
El aludido arranque no puede ser más mudo y conforme avanza el film, parece a ratos descabellado pensar que fuera concebido en un momento de asimilación aún dubitativa de nuevas técnicas.
Para que todo el encanto de su cine cuajase, era necesario dotar de una fluidez extra a la pesada maquinaria sonora y Hitchcock se apropia del monólogo interior, derriba paredes para permitir el movimiento entre estancias, trocea desde cualquier ángulo a Herbert Marshall, hace travellings hacia delante o dispone decorados al fondo de los principales para retrotraer en cualquier momento a los personajes al frente y no perder la unidad de espacio.
La comedia, el misterio y el melodrama con ropajes de un cine de acción donde no se corre ni se grita ni se pierden las maneras o el sentido del humor, negrísimo.
Con un bajo porcentaje de ese último ingrediente y un decálogo en ciernes del penúltimo, no es descabellado pensar que será el propio Lang quien recoja alguno de estos hallazgos para "M" y "Das testament des Dr Mabuse", que sí serán saludadas como hitos.

miércoles, 9 de junio de 2010

LA OTRA SEÑORA CRANE

En el cénit de su dominio de la puesta en escena (concretamente - nada menos -  filmado en la semana posterior a la finalización del rodaje de "Psycho", aunque emitido dos meses antes de la première neoyorkina de esta), Alfred Hitchcock rueda para el programa televisivo Startime, "Incident at a corner", una pequeña gran pieza olvidada dentro de la inmensidad de su obra.
Con hacerse una idea del estado mental, personal... el poder como creador, alcanzado por Hitchcock después de terminar su sexta obra cumbre consecutiva, puede cualquiera imaginarse, si no ha tenido oportunidad de contemplarla o ya no la recuerda, qué contienen estos 48 concentradísismos minutos de magisterio narrativo para la pequeña pantalla.
Tras la pirotecnia arrolladora de sus últimas creaciones, Hitchcock vuelve al punto en que había dejado su cine cuatro años antes con "The wrong man" y se ocupa de analizar con una precisión quirúrgica  - que ni lo parece por su amenidad y aspecto "reducido" - qué ocurre con la reputación de un viejo guarda escolar rayano en la jubilación cuando es mancillada su reputación por un mensaje anónimo que lo acusa de lo peor que puede decirse de alguien como él: deshonestidad con los pequeños.
Las múltiples implicaciones de la trama (con un sensacional arranque con tres puntos de vista consecutivos que quizá hagan pensar en "Rashômon", aunque el suceso en sí es una anécdota), siempre en movimiento, imposible anticiparse un segundo a su marcha (y sin embargo, diáfanamente clara desde el principio: su petit théâtre), tan vibrante en cerrados interiores y con personajes "pequeños" (agigantados por la  minuciosa eliminación de todo lo accesorio: una clase magistral de qué información es útil, por qué y para qué, salvando el habitual enrriquecimiento conducente a hacer luego una selección) como antes lo fue en exuberantes aventuras e impenetrables misterios, provocan una vez más ese efecto asombroso de control total del universo, entendido como una muestra tomada al azar de la vida y de la que no somos capaces de disociar nuestras bajezas y mezquindades.
La imagen de Hitchcock como supremo maquinador de los más variados entuertos y complots en los que se ven envueltos gente corriente abandonada a su suerte, queda enrriquecida y discutida por esta idealista y decidida defensa de la justicia y la búsqueda de la verdad, personificada en la pareja que forman George Peppard (desafortunadamente  para él, nunca asociado ni a al cine de Hitchcock ni al de Ford, habiendo protagonizado estos años para cada uno de ellos una breve pieza - para Ford, aquel sublime interludio "The civil war" para el amorfo film colectivo "How the west was won" - que debería estar también más presente en el recuerdo colectivo) y Vera Miles (en su favor, que nunca se dice nada, destacar que tenía un sugerente tono de voz, tan femenina y poco apreciada cualidad), que llenan gozosamente el espacio en el que tan solos se habían quedado el honrado Manny Balestrero, el simpático Roger Thornhill/George Kaplan, el enamorado Scottie Ferguson y tantos otros inolvidables personajes.      
Perfecto ejemplo de lo que una vez fue y debió seguir siendo la televisión (concisa, ilustrativa y por qué ahorrarse el matiz, hasta educativa, tanto da si cercana o interestelar, pero siempre comprensible incluso para los que no estaban habituados a ir al cine), este Hitchcock "familiar", de un rigor expositivo que enmudece y nada vetusto, tan moderno como el insidioso ambiente que describe, que no ha cambiado ni un ápice, sorprendentemente minnelliano hasta en paleta de colores (difícil no recordar "Some came running" y otras, aunque a priori lo primero que se venga a la cabeza es "Le corbeau" de Clouzot o rehecho por Preminger) supongo que hoy no serviría ni para episodio piloto de una de las afamadas series televisivas que nos invaden (imposible imaginar subtramas, añadidos y circunloquios) y me temo aburriría y hasta irritaría de puro buen acabado. 

lunes, 2 de junio de 2008

AÑO 50 DESPUÉS DE “VERTIGO”

El 9 de mayo de 1958 se celebró en San Francisco la prémiere de “Vertigo”, la esperada nueva obra de Alfred Hitchcock.

Desde hacía unos pocos años, la crítica francesa, encabezada por la influyente revista Cahiers du Cinema había empezado a considerar al orondo director inglés no sólo como el mayor entertainer del cine comercial sino como un gran creador de formas, un maestro “en lo suyo”, el cine de suspense.

Estaba aún muy reciente una película singular dentro de su filmografía, “Falso culpable (The wrong man, 1957)” que ya había merecido un legendario artículo de Jean Luc Godard, que mencionaba nada menos que a Dreyer y Murnau y analizaba el complejo funcionamiento de una puesta en escena que sólo podía considerarse como magistral. De todas formas, la película, en un frío blanco y negro, desprovista del habitual crescendo aventurero que tanto gustaba al público, sin prácticamente humor y con un tema especialmente delicado para evadir al espectador (un argumento tipo “le puede pasar a usted” no ha dado nunca grandes dividendos), fue un fracaso de taquilla.

En esos años finales de la década de los 50, el cine americano era el mejor del mundo y quizá el mejor de cualquier época. La lista de obras no ya maestras, eternas, cimas de un arte, era espectacular. Nicholas Ray, Douglas Sirk, Vincente Minnelli, John Ford, Orson Welles, Henry King, Sam Fuller, Stanley Donen, Howard Hawks, Anthony Mann, Jacques Tourneur, George Cukor, Raoul Walsh, Richard Fleischer, Leo McCarey, Allan Dwan, Otto Preminger, Bud Boetticher y compañía se habían descolgado con cosas como “Tiempo de amar, tiempo de morir”, “Tú y yo”, “Días sin vida”, “Al bode del río”, “Anatomía de un asesinato”, “Muerte en los pantanos”, “Escrito bajo el sol”, “El kimono rojo”, “Bésalas por mí”, “Como un torrente”, “Duelo en el barro”, “Río Bravo”, “Sábado violento”, “Más allá de la duda”, “Cazador de forajidos”, “Cabalgar en solitario”, “Sed de mal” y un largo y sublime etcétera de obras capitales del séptimo arte.

Alfred Hitchcok había tenido sin embargo hasta entonces una década sumamente irregular: un film fallido a todas luces (“Pánico en la escena (Stage fright)” del 50), uno sobrevalorado (“Yo confieso (I confess)” del 53), dos buenos films (“Crimen perfecto (Dial M for murder)” del 54 y “Atrapa un ladrón (To catch a thief)” del 55), dos grandes películas (“Extraños en un tren (Strangers on a train)” del 51 y “La ventana indiscreta (Rear window)” del 54) y tres obras maestras (la citada “Falso culpable”, el auto-remake “El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much)” del 56 y la infravalorada “Pero ¿quién mató a Harry? (The trouble with Harry)” del 55.

Es muy posible que ese reconocimiento crítico recién conquistado le hubiera llevado a arriesgarse con “Falso culpable” a hacer un film “serio” y sin pretensiones comerciales, para hacerles ver a esos jóvenes franceses que efectivamente era capaz de dominar todos los resortes del drama a su antojo, pero el fracaso de taquilla le hizo replantearse las cosas.

Necesitaba crear una obra que aunara un gran éxito comercial y un triunfo crítico a todos los niveles, cosa que sólo había logrado antes con dos películas un tanto lejanas ya por entonces: “Rebeca (Rebecca)” de 1940, recién llegado de Inglaterra, que casi lo lleva a ganar un Oscar al mejor director y “Encadenados (Notorious)” en 1946.

Esta vez sintió que debía implicarse incluso a nivel personal más que nunca, dejando al descubierto facetas de su personalidad hasta ese momento sólo intuidas en otras películas y que alguien tan inteligente y que presumía de estar tan por encima de los actores, productores e incluso de sus propios personajes, nunca había permitido que se pudieran contemplar en toda su cruda intensidad.

En cine y en otras artes no siempre un estado de ánimo de febril lucha contra sí mismo para crear la obra definitiva garantiza nada. Hay muchos casos en que algo concebido como menor y sin una particular implicación acaba resultando lo mejor; a veces con el desconcierto del propio creador que no sabe “cómo pudo salirle algo tan bueno”.

Pero si había un director de cine que era capaz de doblegar sus fuerzas (porque las conocía) y conseguir crear una película que lo tuviera todo (misterio, una - tres en realidad - historia de amor, aventura, erotismo, humor negro, un apasionante tour de force de puesta en escena, melodías y colores de otro mundo) ese era Alfred Hitchcock.

En este contexto se enmarca “Vertigo” que aquí se tituló (por una vez, con buen gusto) como el libro de Boileau y Narcejac en que se “inspira” (y al que da la vuelta, devora y finalmente sublima; y todavía hay quien dice que las películas nunca están a la altura de las novelas): “De entre los muertos”, siguiendo como era norma el título francés del film.

Hablar del contenido del film es para mí y para cualquiera que haya quedado fascinado desde el primer día con él, muy difícil.

Se me hace un nudo en la garganta pensar en la película y (a pesar de que este año llevo otras tres veces ya; la adicción se cura consumiendo) me afecta todavía más cuanto más pasa el tiempo volver a verla.

Un puñado de escenas son lo mejor que veré jamás. Ahora pienso en la presentación de Kim Novak, con la cena en el restaurante Ernie´s, y ese armonioso angular a la izquierda y el travelling hacia delante cuando empieza a sonar el tema de amor de Bernard Herrmann: es mi momento favorito de la película y quizá de todo el cine. Quizá mañana lo sea el paseo de James Stewart por las calles y los lugares desiertos donde conoció a Madeleine.

Por comparación, se me hacen pequeñas muchas películas grandes, incluso del listado de más arriba alguna me puede parecer poca cosa en plena y ciega euforia de cada revisión.

Incluso escuchando mal su excepcional banda sonora, doblada, vista en una televisión - en formato cuadrado - y con anuncios (como la ví las primeras no sé cuantas veces), puede perder parte de su poder y no apreciarse en toda su magnitud; se empequeñece el placer… pero es tanto…

A veces pienso que toda la historia del cine prepara, bascula sobre y deriva de la película. Imagino que es un fundamentalismo sin sentido, pero cuando algo te parece tan colosal acaba por filtrar tu visión de todo un arte. Es el David de Miguel Ángel del cine: una prueba rotunda y gigantesca de la perfección que un artista puede alcanzar, una obra desafiante, tan increíblemente audaz que solivianta tópicos y destruye de un plumazo mil estúpidas teorías sobre cómo deben hacerse las cosas y en sí misma una pieza de una belleza tan apabullante, que reclama por derecho propio un puesto de nobleza para el arte en que se enmarca (y al que desborda por todos lados, llevando al límite sus márgenes conocidos).

Cuando pienso que a pesar de todo no fue un éxito espectacular de público (ni siquiera de crítica; en su momento surgieron muchas voces que ponían en tela de juicio precisamente los aspectos que la hacían ser lo que era; ni siquiera Truffaut en su famoso libro-entrevista con el maestro supo ver ni hacerle ver la grandiosidad de lo que había creado) me explico mejor por qué el gran cine americano tenía las horas contadas.

El público había cambiado. De repente la edad media de los espectadores había bajado 10 años y ya no podían comprender algo tan complejo y se molestaron por elementos de la construcción del film básicos en su funcionamiento interno porque simplemente no los entendían. ¿Cómo iba a saber un veinteañero de 1958 que ese inesperado cambio de punto de vista hacia las dos terceras partes de la película donde se desvela el misterio y da comienzo esa extraña historia de amor era un recurso genial y no un fallo del guión?


El propio Hitchcock asumió su fracaso y le dio a las masas lo que esperaban de él en su siguiente película: “Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959)”, que es por cierto mi segunda película favorita de toda su obra y que, un poco como el propio “Scottie” Ferguson de “Vertigo”, le permite a Hitchcock volver a recrear en buena medida otra vez la misma historia para como decía Godard, asegurase de que alguna vez existió.

Decir para terminar que, como los religiosos que ven a Dios en todas partes, veo la sombra de la película en una serie de obras que me gustaría mencionar porque algo le deben o algo anticipan de ella; algunas son casi tan antiguas como el cine y otras muy recientes, unas tienen una clara deuda con la película y otras ya no las podemos ver igual porque existe “Vertigo” e incluso alguna tal vez pudo influir en ella.

Las enumero sin orden ni cronología, descartando las más obvias (películas de Chabrol, De Palma, etc.): “Sueños diurnos (Grezí)” de Evgenii Bauer (1915), “Más allá del olvido” de Hugo del Carril (1955), “Sans soleil” de Chris Marker (1982), “Histoire de Marie et Julien” de Jacques Rivette (2002) - y no es la única en su filmografía -, “Él” de Luis Buñuel (1952), -y quizá dándole la razón, “Belle de jour” en 1967-, “La dama de Shanghai (Lady from Shanghai)” de Orson Welles (1948), “Laura” de Otto Preminger (1944), “Nubes dispersas (Midaregumo)” de Mikio Naruse (1967), “My name is Julia Ross” de Joseph H. Lewis (1945), “En la ciudad de Sylvia” de José Luis Guerín (2007), “Histoire(s) du cinema” de Jean Luc Godard (1987-1998), “La leyenda de Lylah Clare (The legend of Lylah Clare)” de Robert Aldrich (1968), “The stolen face” de Terence Fisher (1952), “Deseando amar (Fa yeung nin wa)” de Wong Kar-wai (2000), “Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle)” de Richard Quine (1958), “Barocco” de André Techiné (1976), “L´orribile segreto del Dr. Hichcock” de Riccardo Freda (1962) y algunas más que ahora no recuerdo o que ya encontraré.