viernes, 27 de noviembre de 2015

UN LUGAR EN EL MUNDO: EL ÚLTIMO MELODRAMA DE TANAKA KINUYO


Mario Vitale 
(Para Miguel Marías que, como casi siempre, fue el primero en avisar)

Pocas carreras en la interpretación pueden igualarse con la de Tanaka Kinuyo. En la excelente cantera del cine japonés muy pocas como ella -en la parte de su enorme filmografía que ha sobrevivido, y dentro de ésta, la parte que ha traspasado las fronteras japonesas con los imprescindibles subtítulos- conquistaron a la cámara transmitiendo autenticidad y emoción, modernidad y clasicismo, ofreciendo a la pantalla una potente combinación de fragilidad sobrehumana que para mí sólo admite comparación con Lillian Gish.[1] Su inmensa popularidad y prestigio como actriz dejó ciegos y sordos a demasiados. Afortunadamente van cayendo casi todos los velos para que podamos ir descubriendo su descomunal talento como directora de cine. Como actriz, todas las etiquetas con las que se le ha clasificado hasta hace poco son insuficientes, imprecisas, globalizadoras, precipitadas, circunstanciales o paternalistas. Por supuesto, fue una actriz cuyo nombre aparecía en los títulos de muchas películas que protagonizó en los años 30 del siglo pasado; una gloria nacional que trabajó a destajo; la actriz favorita de unos cuantos genios; la musa de Mizoguchi; la privilegiada con “ayuda interna” para acceder a la silla de directora y, tras su viaje a Hawaii y California a finales de 1949 como embajadora nipona, la Bette Davis (!) del cine japonés…  Y, sin embargo, nada de todo esto sirvió demasiado para prolongar o incentivar su carrera de directora, partida en dos mitades con un lustro en medio y con tres películas casi seguidas en cada una, de las que yo, de momento, cuento cuatro obras maestras acongojantes, inauditas y sublimes, capaces de aunar con pasmosa sencillez desgarro y serenidad, urgencia y espera, elocuencia y vehemencia, reflexión e impulso, oraciones y blasfemias, estancias y paisajes o, en definitiva, lo que engloba todo: hombres y mujeres.

Todas sus virtudes como actriz -suficientemente conocidas y valoradas para cualquiera que la haya visto dirigida por Gosho, Ozu, Shimazu, Mizoguchi, Naruse, Shimizu o Kinoshita, por nombrar unos pocos, seguramente los más importantes- pueden reconocerse también detrás de la cámara: elegancia, discreción, sencillez, perspectiva. Los temas y asuntos que abordó eran cercanos, urgentes, comprensibles para los espectadores a los que se dirigían: las heridas de la postguerra, la desintegración familiar, el papel de la prostitución, la persistencia de los sentimientos… Todos los cineastas anteriormente mencionados abordaron temas parecidos en una o varias películas. Lo mismo puede decirse de los cineastas de la generación de la bomba atómica, entre los que por edad podría insertarse Tanaka: además del ya mencionado Kinoshita, estuvieron Kurosawa, Kobayashi, Ichikawa, Imai, Sindo... etc ¿Por qué entonces ese desprecio tan inversamente proporcional a su aprecio como actriz? ¿Acaso carecía de valor el punto de vista de una mujer en mitad del siglo XX sobre la maternidad, el deseo sexual, la enfermedad, la fantasía romántica, el divorcio, la violencia, la soledad, la amistad, la lealtad o la religión? ¿Habló Tanaka de temas que no le correspondían, que no entendía o los plasmó de manera irrespetuosa, simplista, estrafalaria o retrógrada? Contó con grandes estrellas e intérpretes entre los que escamoteó o suprimió su propia presencia, medios técnicos y artísticos considerables, guionistas prestigiosos (Kinoshita Keisuke, Ozu) o profesionales (Tanaka Sumie, responsable de algunos Naruse imprescindibles, y Narusawa Masashige, ídem con Mizoguchi), ¿es que falló algo tras la cámara?

Tal vez parte de cierto paternalismo con el que se han visto sus películas resida en ese “privilegio” de contar con padrinos como Kinoshita, Ozu o Naruse, que la convertían poco menos que en una bienintencionada intrusa, una aspirante a un oficio masculino sin más talento que el de cierto toque feminoide . Y, no obstante, dirigir los guiones de los dos primeros no significó metamorfosearse en ellos. “Koibumi (Carta de amor, 1953)", guión del hiperconcienciado Kinoshita (que la había dirigido y aún dirigiría muchas veces, y que, tal vez, fue el último que la retrató hermosa y palpitante en la maravillosa “Konyaku yubiwa (Un anillo de bodas, 1950)", mantiene los pies en el suelo cuando habla de la realidad japonesa de la postguerra, pero es capaz de alzar el vuelo cuando los sentimientos y los deseos entran en juego para convertirse en el atormentado periplo de su orgulloso protagonista en una ciudad caótica, una combinación de tonos y temas de las bressonianas “Les dames du Bois de Boulogne (Las damas del Bosque de Bolonia, 1945)” y “Pickpocket (El carterista, 1959)”. Contiene, además, uno de los grandes flashback del cine, que puede competir, y superar sin problemas, el probado talento de su guionista y director con los saltos temporales. “Tsuki wa noborinu (La Luna ha salido, 1955)", guión de Ozu y Ryosuko Saito, no cae en la mimetización de un mediocre discípulo. Si bien los temas son evidentes[2], no aparecen por ningún lado toda la panoplia bordwelliana asociada a Ozu: no hay tatami, ni pillowshots, ni eje de 360º, etc… El uso de la cámara, del decorado y de la mirada es de la directora, ostentando un dominio de la escena apabullante. El tono chejoviano, entre crepuscular y guasón de Ozu, dirigido por Tanaka adquiere una maravillosa gracia y lirismo casi mozartiano.

¿Tuvo que demostrar Tanaka Kinuyo su lugar en el cine a partir de 1953? Precisamente creo que, como aquel maravilloso personaje de Lubitsch llamado Clunny Brown, los protagonistas de sus películas no saben dónde está su lugar en el mundo. Son nómadas alrededor de su propia vida. Tal vez por eso, para cuestionarlo, casi todas sus películas comienzan con la llegada a un hogar casi siempre provisional, dudoso, inestable o convencional. Pensemos en la llegada del hermano de Mori a su propia casa en “Koibumi”, donde éste le recibe de espaldas, entre orgulloso y avergonzado. O la llegada del personaje sobre el que se van activar diversas expectativas en “Tsuki wa noborinu”. En la que considero su obra cumbre - uno de los grandes melodramas del cine -, “Chibusa yo eien nare (Pechos eternos, 1955)", es la protagonista la que llega con sus hijos a casa tras un par de planos dovzhenkianos o solntsevianos rodados en Hokkaido. Allí se revelará enseguida la herida de Fumiko.[3] En “Onna bakari no yoru (La chica de la noche, 1961)” el hogar para redimir prostitutas recibe la visita y tour de un Club de respetables damas…

Gin no es una excepción a la galería de personajes en busca de su lugar. Es la última de una serie de personajes femeninos en la filmografía de Tanaka con sentimientos y deseos siempre postergados y sometidos a sucesivos códigos de conducta que deben ser desafiados. Hay aquí, de nuevo, una íntima batalla entre religión y blasfemia que no ha dejado de aparecer desde la primera película que dirigió Tanaka. En “Koibumi”, cuyas últimas palabras son los famosos versículos de Juan 8:7, convivían la idealización y la prostitución. “Chibusa yo eien nare” renegaba del consuelo religioso ante el avance del cáncer y del deseo sexual. “Ogin-sama (Amor bajo el crucifijo, 1962)” es el último eco del “God isn’t enough” que la devota y excitada Agatha Andrews musitaba en la última obra maestra que Ford rodaría cuatro años más tarde. Plagada de escenas de simbología cristiana, Tanaka es capaz de combinarlas tan armoniosa como audazmente: el único encuentro sexual de los protagonistas viene precedido de un lavado de pies y sucedido por un baño casi bautismal; la cruz, el símbolo supremo del cristianismo, aparece y reaparece para ser escondida, arrancada rabiosamente, observada en procesión o colocada orgullosamente…

Pero es que, además, “Ogin-sama” es un prodigio de modulación desde su genial prólogo. Donde unos verán pulcritud, otros veremos precisión: en una historia que cuenta los amores prohibidos entre un samurái cristiano y la hija adoptiva de un prestigioso maestro de té con el telón de fondo belicista del Canciller de turno no se ve el filo desnudo de ni una katana. Bresson no lo hubiera hecho mejor: con tres planos y el sonido de fondo de gritos, armas y relinchos de caballos está resumida una batalla. Con dos más está planteado el meollo político del asunto, los intereses creados donde comercio, religión y poder se entrecruzan y amalgaman para ceñir los destinos de los amantes. Por último, un genial plano elevado rasgado diagonalmente por las ramas de un árbol es capaz de transmitir un diálogo imposible, la ominosa amenaza que pesa sobre la delicadeza. Mizoguchi no anda demasiado lejos.

Si viendo “Ogin-sama” no podemos evitar acordarnos de Mizoguchi no es sólo porque haya escenas, motivos o situaciones que podrían remitir a las geniales “Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, 1954)” o “Yokihi (La Emperatriz Yang Kwei-fei, 1955)”, entre las más evidentes, si no por el papel predominante que los sentimientos tienen por encima de cualquier ámbito político. Tanto Tanaka como Mizoguchi son capaces de simplificar hasta el extremo la exposición del tema político en tramas sencillas, casi ingenuas en su planteamiento, pero capaces de ahogar sin miramientos la compleja red, esta sí, sentimental donde sus personajes se agitan. El mayor tabú en estas tres películas no es otro que el amor, pero creo que hay una importante diferencia entre ambos cineastas. Muchos personajes mizoguchianos se encuentran o descubren el amor. A veces sin pretenderlo, a veces demasiado tarde. Es una emoción que los revoluciona y altera obligándoles a reconocer algo dormido o anestesiado que no sabían que podían experimentar. En las películas de Tanaka no hay letargos, sino anhelos. La emoción y la excitación no sobrevienen porque ya están alojadas, solamente se liberan. ¿De dónde salen esos planos casi desquiciados, que  Fuller o Ray podían rodar en esa época, en la primera ocasión que vemos juntos a los poetas Fumiko y Mori en “Chibusa yo eien nare”? Poeta del reencuentro, Mizoguchi traspasa todas las fronteras; Tanaka -la misma cuya voz acompañaba y consolaba  desde la otra orilla en “Ugetsu monogatari (Cuentos de la Luna pálida después de la lluvia, 1953)” y “Musashino fujin (La dama de Musashino, 1951)” de Mizoguchi- es tan romántica como terrenal y culmina  estremecedoramente “Ogin-sama” exactamente una etapa antes que el final de “Yokihi”.
Hay también en “Ogin-sama” un elogio de la perspectiva que equilibra magistralmente la historia de la pasión de Gin y Ukon (magníficos Arima Ineko y Nakadai Tatsuya). Se trata del único personaje no coincidente en la esforzada y mucho más piadosa versión que Kumai Kei rodaría 16 años más tarde.[4] La criada de Gin, lejos de ser una figurante confundida con el decorado tiene auténtica entidad, trascendiendo el limitado y determinista papel subalterno para alcanzar una personalidad casi raciniana. Es una digna heredera de algunas interpretaciones de la propia directora donde encarnaba maravillosamente la humildad y  la lealtad. Como aquella criada que entraba por la puerta de servicio y asistía con discreción y confidencialidad a una  convulsa colmena femenina, a la vez que, desde esa posición, desde ese ángulo,  era testigo principal de la desintegración del negocio familiar de geishas en “Nagareru (Corriente, 1956)” de Naruse.[5] En “Ogin-samaTanaka Kinuyo integra a la criada en la mayoría de las situaciones recurriendo a un doble movimiento, el de la cámara y el de la propia actriz. El primero demuestra el talento de la directora en el manejo de situaciones en interiores, uniendo miradas y ensamblando presencias, logrando reunir a criada y señora para compartir idéntico sentimiento; el segundo nos hace recordar la superlativa actriz en movimiento que siempre fue su directora, pues diseña y registra la coreografía de su humilde personaje acompañando, rodeando y asistiendo a su señora en tres travelling magistrales en tres momentos diferentes, cruciales. Es el personaje que formula la pregunta clave con la que Tanaka Kinuyo cerró su filmografía.

[Tengo que agradecer a Kawabata Yukari, Asai Yoko, Karin Wascher, José Andrés Dulce, Marcos Gómez, Markus Lang, Nacho Cagiga y Jesús Cortés sus imprescindibles aportaciones y compañía al lado de Tanaka Kinuyo. Domo arigato].

[1] Ambas representaron un cierto ideal de belleza en sus respectivos mundos, un ideal proyectado hacia el pasado. Las dos están asociadas en primera instancia a dos titanes como Griffith y Mizoguchi, pero tienen una tremenda carrera alejadas de ellos (Vidor, Ozu, King, Naruse, Laughton, Gosho, Dieterle, Kinoshita…) Si bien Tanaka alcanzó la silla de dirección, Gish fue capaz durante un periodo de su carrera de decidir quién se sentaba en esa silla (suponemos que con la excepción del propio Griffith). Ambas eran menudas, casi insignificantes pero representaron como nadie la entrega, el sacrificio y la resistencia. Y las dos tienen a mitad de los 50, con la madurez ya inaugurada (Tanaka, 47) o asentada (Gish, 62) sendos papeles de hadas madrinas en dos obras maestras que hablan de la infancia, la inocencia y el (re)descubrimiento de la paternidad (qué pena que sólo una de ellas sea mundialmente famosa): “The night of the hunter (La noche del cazador, 1955)” y “Kiiroi karasu (El cuervo amarillo, 1957)”. En las dos sus protagonistas acaban mirando al firmamento como el único lugar a salvo de las pasiones y veleidades humanas. Por último, son dos actrices cuya perfección técnica no deja de lado una enorme percepción y emoción erótica, invisible y discreta según los parámetros normales, pero comunicable en muchos de sus gestos y miradas, lo que las convierte contra todo pronóstico en presencias con auténtica “conciencia del cuerpo”.
[2] La película de Tanaka debería mencionarse muy cerca de la famosa trilogía de Noriko, pues Ozu y Ryosuko la escribieron en 1947, antes de rodar “Banshun (Primavera tardía, 1949)", aunque “Tsuki wa noborinu” se rodó después de la trilogía, en verano de 1954. El 9 de diciembre de ese año Ozu escribió en su diario: “Proyección privada deTsuki wa noborinu’. La película es buena. Osaka. Regreso en el último tren.”
[3]  En un plano general fijo la abuela recibe a hija y nietos; ella cansada, ellos hambrientos. Los dos niños se lanzan a la comida. La abuela sale de cuadro con ellos para que se laven antes, y cuando va a salir Fumiko, sin variar el encuadre y sin aviso una severa voz masculina le llama. En el contraplano vemos al irritado y mezquino marido, un personaje que ya estaba ahí anteriormente, pero al que ningún personaje se había dirigido. En ese contraplano comienza para nosotros el drama de Fumiko.
[4] No coincidencia equivalente a su prácticamente nula presencia en una película que dura 50 minutos más que la de Tanaka, destacando por el contrario los encuentros entre Canciller y maestro de té (dos viejos cómplices como Mifune Toshiro y Shimura Takashi), casi en igual número que los de los frustrados amantes.
[5] Posición y ángulo que Tanaka no desaprovechó en las discretísimas, pero jugosas, apariciones en sus tres primeras películas, donde sus humildes personajes eran capaces de otorgar perspectivas interesantes por los matices que repentinamente iluminaban. Pensemos sobre todo en la patética prostituta de “Koibumi”, el primer personaje en recriminarle a Reikichi (Mori Masayuki) su hinchado orgullo, o la criada de “Tsuki wa noborinu”, que, en un pirandelliano giro, aparece dirigida por la actriz que dirige Tanaka, Kitahara Mie (una maravillosa presencia rohmeriana).