viernes, 20 de marzo de 2020

LAS BELLAS MANERAS

El prematuro y extraño retiro de Alfred Santell, con apenas cincuenta años y tras una disputa con los dueños de la Republic Pictures de la que poca información queda, borró las pocas huellas dejadas por este gran director, que ni por un momento fue - ni quiso ser - un autor.
Encontrar confluencias, repeticiones, pulsiones o cualquiera otra señal inconfundible de su personalidad en una carrera que se inicia en el cine mudo y llega a 1946, es tarea poco lógica hasta si se encuentran pistas interesantes, que las hay, y también, por qué no, un acicate para obligarse a mirar el cine sin tantas ínfulas, de una manera tan perdida como los atributos de estos cineastas ejemplares. Somos, primero, o solo somos, espectadores.
Por supuesto esa falta de unidad de mirada le resta importancia a su obra y nadie debe ser consciente de que se pierde algo si esquiva una por una sus películas, por otra parte tan variadas y cambiantes internamente que debería ser aposta tal empeño. 
No ver o pensar que no valen nada "Internes can't take money", "The life of Vergie Winters", "Aloma of the South Seas" y su complementaria "Beyond the blue horizon", "Orchids and ermine", "Polly of the circus", "Jack London" o cualquiera de las otras que encuentro mejores de entre las bastantes destacadas suyas, es una opción mezquina.
 
"A feather in her hat" quizá pudiera haber salido adelante algo mejor que todas ellas - solo "Winterset", que no me parece entre las mejores, conserva algún prestigio - por lo que pueda tener en común con el cine de George Cukor y sobre todo con el de Frank Capra, justo entonces enfilando el rush de películas por las que sería más conocido, pero no hubo suerte.
Como tantas películas americanas de esta era y como todos esos Capra insondables, se trata de un film inclasificable (y por desgracia irrepetible), ni un drama, ni una alta comedia, ni un film romántico, ni un melodrama, ni un vodevil, todo eso en algún momento y en muchos, varias cosas al mismo tiempo. Un film, como tantos, sobre una pérdida fundamental y los hallazgos ocasionales de piezas necesarias para poder continuar el camino, guardando aún las debidas fidelidades - a los padres, a los amigos, a la comunidad que te ve crecer - que el tiempo y la guerra de la siguiente década se llevarán por delante.
La facilidad con la que iban a elevarse la delincuencia y los atajos morales que brillaron en el cine negro en pocos años, parecen tan lejanos, que un pequeño sueño, provinciano si se quiere, "desde lo más pequeño a lo más grande", está lejos aún de parecer pintoresco, invalidado en cuanto se exponga.
 
Ahora puede saber a poco un film como este, con la coherencia como una de sus grandes virtudes.
Si hablar de una emoción tan compleja como la de la empatía, hecha celuloide en ese momento en que la simpar Clarissa Phelps (Pauline Lord) levanta de un banco del parque al vagabundo Capitán Courtney (tan o más espléndido que nunca Basil Rathbone) para que le ayude a educar a su hijo, una escena que apela a la confianza, a la comprensión del espectador... Si esa escena no es suficiente, quizá es que el cine no es suficiente.
Coherencia decía porque de ese ímpetu maternal está hecho "A feather in her hat", armado como los famosos films del maestro italoamericano, hacia dentro, para expandirse solo si resulta necesario, hacia fuera. Bonita y desusada idea la de hacerse fuerte primero en privado.
No estaría mal, por cierto, hacer un recorrido por todo el cine americano con las madres como referencia. Más allá de las fordianas y las (a veces no tan pérfidas) hitchcockianas, el mismo Santell tiene varias para la colección.
Y así como la obra final de Santell, "That Brennan girl", devolverá una imagen hecha añicos de su San Francisco natal, tanto que cuesta creer que gozosos hitos que llegarían a la vuelta de pocos años como "On the town", "The next voice you hear...", "The mating season" o "Good Sam" tengan la menor relación con la verdad cotidiana del país, el imaginado Londres de entreguerras de "A feather in her hat" no puede ser más popular, lo cual una vez significó que pudo haber gente extraordinaria empeñada en que no se les notase.

domingo, 8 de marzo de 2020

EL BESO DEL CENTINELA

Sentir "Le Crabe-Tambour" es sencillo.
No hace falta ver más que la primera de sus escenas para aprehender una parte fundamental de su esencia.
Los títulos de crédito ya dan una buena pista, con los planos fijos de los esqueletos de los barcos devorados a dentelladas por el mar, pero es cuando escuchamos la cansada voz en off de Pierre (Claude Rich), el médico de a bordo, cuando empezamos a comprender. Con expresión inane mientras dan las noticias en la televisión, se recuerda a sí mismo, como tantas veces, el gris destino de su vida. En esa pequeña pantalla aparece un adalid indochino y el carnaval de Río, muy lejos ambos del nórdico ambiente que le rodea, pero más extraños si cabe son tanto un propósito (la gloria) como una recompensa menor (conocer el mundo) para él que piensa en cúanto se ha dejado ir tras haber elegido la profesión que podía conducir hacia esos caminos; tanto que ya no se reconoce.
El director Pierre Schoendoerffer utilizará a este personaje para mirar a los dos que equidistan de su angustia: mirando hacia atrás, al insensato mito caído que en realidad y como le pasa a la mayoría de leyendas muy pocos se atreven a encarnar porque es muy penoso, muy inseguro, muy excéntrico serlo (Jacques Perrin) y mirando hacia delante, a aquel que personificó la traición hace muchos años al héroe y ahora se está despeñando por el precipicio al que se asoma el galeno (Jean Rochefort).
A veces es mejor no saber y cuanto más insiste Pierre en remover el pasado, más anticipará su propio ocaso. 
Muy coherentemente con ello, resulta arduo, incluso después de varios visionados, recomponer siquiera grosso modo "Le Crabe-Tambour", recordar con precisión tantos quietos momentos expresados con lacerante intensidad.
Supongo que es inevitable que venga a la mente el cine de Jean-Luc Godard porque tal circunstancia no impide, como si se hubiese difuminado la senda pero no perdido la brújula para saber adónde conduce cada palabra y cada gesto, que los muchos juegos temporales, silencios e inconcreciones del film, no lo encripten, sino que lo revelen.
Siempre se habla de películas anti-bélicas como si se contrapusiesen a otras de las que yo al menos nunca he podido encontrar ninguna, pero acercarse a este raro ejemplar fotografiado por Coutard, provoca una desazón tan funesta respecto al oficio de las armas, un descreimiento tal, que ningún pacifismo podría combatirlo mejor.
Por descontado, tan poco sentido tienen esos extremos como lo tendría enfrentar la indescriptible y emocionante secuencia con que John Ford despide a John Wayne en "The wings of eagles" y la que aquí utiliza Schoendoerffer para la pareja situación que vive Jean Rocherfort. Compartir lo que significaron para él sus amigos y lo que para todos fue el ejército, nada tiene que ver con mirar las últimas jornadas de servicio de este Capitán recto hasta el final pero oscurecido por la sombra de un espectro, un "bastardo" encantador de nativos a los que leía el Eclesiastés como si fuese un predicador o los engatusaba mientras hacía sonar marchas con trompeta o les mostraba una simple cometa para librarse de un cautiverio, un superviviente casual, un absurdo contraejemplo del absurdo de lo metódico.
O tal vez sí tenga todo el sentido del mundo mirar a ambos films y ojalá así se borrase para siempre uno de las más injustas consideraciones sobre las distancias afectivas en el cine del primero. Primero también de los cineastas independientes a los que se ha llamado de todo.
Efectivamente, para ser un film opuesto a la mayoría de grandes films militarizados, en casi todo, sin mujeres - solo aparecen varias vietnamitas inexpresivas y muy secundariamente, pero muy hermosas, Aurore Clément y Odile Versois - sin épica, sin escaramuzas dignas de recordarse, sin familias esperando, sin humor y sin comedia, "Le Crabe-Tambour" es capaz de comunicar la congoja tanto por un proyecto de ídolo corporativamente masacrado (no por casualidad, un veinteañero aventurero alsaciano, como el cineasta una vez fue), como por el final de la carrera de un "funcionario", al que espera, acompaña y no juzga, que bastante tiene con su enfermedad.
Incluso la más abstracta de las aflicciones puede convocar "Le Crabe-Tambour", como en la prodigiosa escena del bar, que culmina - cuando deja de sonar "Kashmir"; buenos tiempos para los jukebox - en unas mudas imágenes del daño infinito e injustificable de cualquier conflicto.  
Y estoy convencido de que lo hace porque Schoendoerffer conocía muy bien lo que contaba ya que había sido corresponsal de guerra y como tal testigo privilegiado de la escrupulosidad de la política.

martes, 3 de marzo de 2020

HOMBRE AL AGUA

Admirada en su día por Langlois y Rouch, justo antes de que acaeciera el "caso" que afectó al primero y cesara por unos meses su actividad en la Cinématèque, "Beleet parus odinokiy" es uno de los grandes ejemplos de película complementaria a otra.
En efecto, aunque ni depende ni perfecciona a "Bronenósets Potiomkin", es tan diversa su mirada a los mismos acontecimientos, que se acaba echando de menos la una si falta la otra a poco se conozcan.
El nombre del director de la primera de ellas, Vladimir Legoshin poco o nada dirá a los que elevaron a los altares el film de Sergei M. Eisenstein; un triste hecho, supongo que cada vez menos deplorable, porque pronto no quedará ninguno de estos últimos tampoco. Así son los caminos del olvido.
Lo cierto es que, haciendo a un lado la cada vez más vetusta importancia adherida al que una vez fue un film insigne sobre la revolución abortada de 1905 que empezara en el más célebre acorazado de la historia, va a seguir valiendo la pena buscar esta película veloz y optimista, infantil desde dos puntos de vista - uno acomodado, otro indigente - y aventurera entre Mark Twain, John Meade Falkner y Sigfrid Siwertz.
Quizá haya que ir más lejos.
Es posible que convenga aproximarse a "Beleet parus odinokiy" olvidando por completo a Eisenstein y a esos u otros referentes de la literatura infantil que puedan venir a la memoria y recurrir a la "ayuda" de un cineasta afín a Legoshin, Marc Donskoi, con quien trabajó codo con codo tres años antes de filmar esta película.
Las viñetas humanistas, a veces alternativa y otras simultáneamente hilarantes y terribles, las escenas encadenadas sin solución de continuidad con aspecto improvisado y contagiosa emoción no parece que converjan hacia ninguna dirección mejor que la del cine del maestro nacido precisamente en Odessa y que por estas fechas ya debía estar filmando la primera parte de trilogía sobre Gorki de la que "Beleet parus odinokiy" es un antecedente y una variación, al unísono.
Variación porque falta el elemento retrospectivo y estos niños de los confines meridionales de la Rusia zarista, más o menos menesterosos, al no mediar elipsis categóricas que los excluyan o los transporten más allá de los acontecimientos, viven en presente, hacia delante, la efeméride sin saber ni que pueda ser tal cosa.
No son fácil materia prima los niños porque deben fingir que dicen la verdad y a ellos permanece ligados Legoshin de principio a fin, cercenando muy a propósito la aspiración de "dar otra versión" de cuanto había sido descrito por el film de 1925. Un hermoso ejemplo de oportunidad para hablar en voz alta sucumbiendo ante la fidelidad debida a un punto de vista.
Como efecto adicional, cualquier adulto es contemplado con una limpieza y una incomprensión que no embellece ni reblandece el drama, más bien lo potencia al quedar los motivos de uno y otro bando en un segundo plano y en el encuadre solo inquinas, obsesiones, gestos de vano poder o de breve triunfo que quien quiera debe sumar para que signifiquen algo.   
 
Y es que más allá de que pertenezcan a dos lenguajes cinematográficos distintos y de que Eisenstein se distinguiera en el mudo como uno de los grandes teóricos, sospecho que es en la nula relación con el mundo del teatro y el de la música que consta en los escasos datos sobre la vida de Legoshin - que murió con solo 50 años y parece que dirigió apenas tres largometrajes más - donde puede estar el secreto de tan diferente ritmo e intenciones a las de su eminente predecesor, lo cual no significa que el autor más moderno, por no tener en cuenta a Fibonacci, se preste a fabular sin medida, sino todo lo contrario.
El realismo que surge de la ausencia de patetismo, de la eliminación de cualquier signo colectivo o de la difuminación de las fuentes de la autoridad, brilla en "Beleet parus odinokiy" y cuando alcanza al espectador ya se ha reflejado primero en las pupilas de estos chicos que nada sabían de nostalgia revolucionaria ni de seguidismo político, pero sí todo lo que hay que saber sobre simpatizar con los débiles.