sábado, 25 de mayo de 2013

LOS MOMENTOS DE LA VERDAD

Quince años después de su muerte, acaecida en 1998, aún hoy día es más fácil encontrar libros y recopilaciones de fotografías del trabajo de Haroun Tazieff que las películas que rodó.
Abundan cuadernos y profusos volúmenes que dan testimonio de sus peripecias, pero cuesta encontrar (y más aún si se pretende dar con copias decentes), sus bobinas, ignotas para una mayoría de cinéfilos.
Hubo un momento, a principios de los años 60, con algunos Rossellini o Rouch infiltrados en la explosión de los nuevos cines e iluminando otra vez viejos caminos para el documental, en que pudo virar el discreto destino dentro de este arte que también y tan bien quería Tazieff, pero poco queda de un fugaz y ciertamente pequeño prestigio.
Su primer film, "Les rendez-vous du diable", estrenado en 1959, cuatro después de la publicación del libro del mismo título, con un equívoco cartel que parece anunciar un film de ciencia ficción o de terror, es una de las pocas obras localizables de una andadura que empezó realmente una década antes, un buen día de 1950 en el que Tazieff dejó su puesto de geólogo en África y se atrevió a entregarse a su pasión: los volcanes. 
Poco tardaría en cobrar notoriedad para los espectadores que se acercaban a los cines a mediados de década un amigo suyo, que aún muchos años más tarde iluminaba la niñez o la adolescencia de tantos de nosotros, Jacques Cousteau, merced al estreno de "Le monde du silence", codirigida precisamente con uno de los flamantes cineastas franceses, Louis Malle.
No contó con esa atención Tazieff y tal vez de haberla tenido no hubiera cosechado el éxito del gran oceanógrafo, porque lo que fascinaba a este polaco de ascendencia rusa no era hazaña alguna, ni la divulgación ni algo demasiado conectable con los atributos ecologistas que convirtieron a Cousteau en un perdurable y renovado mito de la exploración.
Sólo se le conoce una colaboración ilustre, un poco más adelante y con otro outsider, Chris Marker.
En este debut (y "Etna" diez años después no presenta grandes cambios, con lo que no puede tratarse del ímpetu del principiante) con "Les rendez-vous du diable" a Haroun Tazieff le apasiona sobre todo esa conexión primitiva, la más telúrica posible, que se establece entre la tierra con las entrañas abiertas y los habitantes de la superficie; cómo puede vivirse si en cualquier momento los hombres esperan la presencia del "diablo" como reza el título.
Agrónomo además de vulcanólogo, es decir, estudioso de las consecuencias al mismo tiempo que de las causas, su mirada es sin embargo la menos "científica" posible, en el sentido de que no mide, ni evalúa, ni infiere dato alguno.
Gozosamente, su cine es una sinfonía de encuadres y encadenados misteriosamente armonizados por la combinación de Wagner y la omnipresente última partitura para el cine, entre Debussy y Donizetti, de Marius-François Gaillard.  
Haroun Tazieff, digan lo que digan sus diplomas, fue un pintor y un coreógrafo.
Siempre expedito, como si no tuviese tiempo para detenerse ante tanta salvaje belleza, quizá apremiado por la posibilidad de que en otro punto, en otro lugar, pueda iniciar su actividad otro volcán, uno que lleve latente cientos de años o uno que nazca en ese preciso instante, Tazieff pasa como una exhalación por delante de algunos de los más hermosos momentos de cine registrados por cámara alguna.
Momentos de catástrofe natural, nubes ciclópeas de humo y gases, ríos de fuego y los arriesgados descensos a cráteres para contemplar de cerca cómo despierta la montaña... pero también estampas dignas de Eisenstein filmadas en cafetales y en arrozales, en laderas sembradas de velas encendidas para invocar al cielo y en aldeas fantasmales donde se baila para ahuyentar el sabor a azufre. 
La vida de los pobres y remotos pueblos de Chile, Tanzania, El Salvador, Filipinas o Méjico que conviven con volcanes activos o latentes que les alteraron las condiciones de vida muchas generaciones atrás, los ritos y los monstruos que nacieron y los unen, son mostrados con una elocuencia y una precisión sin parangón alguno por Tazieff y su pequeño equipo de rodaje.
Tanto es así que cada breve parada constituye un genuino trozo de celuloide "autóctono" de la cinematografía de los lugares visitados, metamorfoseado a la idiosincrasia de cada pueblo y los grandes cineastas que lo filmaron. 

4 comentarios:

Roberto Amaba dijo...

Hola, Jesús,

Muy interesante lo de este Tazieff, me atrae mucho esta gente que llega al cine en plan extranjero, apareciendo sin que nadie los llame. He visto "Etna" y voy ahora a por esta. Tengo curiosidad por esa de Cottafavi en la que aparece acreditado --según la IMDb- como responsable de las imágenes de los volcanes.

Un saludo.

Jesús Cortés dijo...

No es de mis Cottafavi preferidos "Ercole alla conquista di Atlantide" y no sabía de su participación en esos planos, pero es una conexión curiosa.
Y a mí también me interesan mucho los que llegan al cine tarde o después de recorridos azarosos.

Miguel Marías dijo...

Tremendo que a estas alturas lo único encontrable parezca ser una "reducción" italiana a 44 minutos(de 80), doblada y no sé si en su formato de origen, pero de la que han desaparecido casi todos los momentos citados por Godard en una de sus críticas autobiográfico-anunciadoras de comienzos de 1959, cuando parece estar trazando(con India, Moi un Noir, A Time To Love and A Time To Die, La Tête contre les murs, Une vie, Les Rendez-vous du Diable) el mapa de lo que va a hacer cuando filme. Tazieff tiene - como Rossellini, Buñuel, Déligny, Pollet, Rouch, Marker - lo que Herzog promete y esperamos de él en vano(y por eso a mí me suele defraudar), un instinto no aprendido para poner la cámara - curiosamente - donde la hubieran puesto Griffith o Dovzhenko, Murnau o Dwan, Flaherty o Walsh...

Roberto Amaba dijo...

Ah, me encanta eso del instinto Miguel, ese tabú para la cultura y las humanidades que hay que reivindicar como gatillo del arte (por ahí anda el libro de Dutton).

Esos procesos creativos donde la cultura no es un mediador-productor inmediato, donde ha quedado enterrada por decenas de miles de años, donde las adaptaciones biológicas ofrecen más respuestas que un limitado árbol genealógico de referencias artísticas.

Ese software lingüístico preinstalado que llevamos todos dentro y que convierte al pionero que decide colocar la cámara aquí o allá no en un genio o en un agraciado por los dioses, sino en un sapiens más que ha tenido la suerte de aprovechar y readaptar la herencia visual de una especie que tuvo en la vista su principal medio para organizar y sobrevivir en el mundo.

Un saludo