Ni una culminación ni un descanso de su intensa carrera, la película filmada por la cineasta libanesa Jocelyne Saab en 1985, "Ghazl el-Banat / L'adolescente, sucre d'amour / Une vie suspendue" no parece capaz de decidirse por uno solo de sus nombres como tampoco ella pareciese tener la capacidad de elegir si las imágenes captadas por su cámara pudiesen terminar siendo documentales o de ficción. En buena medida, todas sus obras son ambas cosas al mismo tiempo y primero que nada, fotografías y apuntes, su primera y quizás mayor aventura.
Oficialmente, esta es su primera obra catalogada como ambigua, es decir, no documental. Tal vez, como decía Mani Kaul, todo lo que se filma en plano corto hacia el interior de un paisaje no es ni cierto ni evocado y esa dualidad en el cine de Saab nace de un escenario dantesco, el Beirut de los años 80, el de los edificios derrumbados y las calles socavadas por las bombas.
Cuando murió Jocelyne Saab, hacía muchos años que la guerra había
terminado y a su ciudad la habían convertido en otra de las nuevas
maravillas turísticas del Mediterráneo. Poco consuelo debió ser para ella haberse erigido en la voz cinematográfica del conflicto que empezó hacia 1975 si aún en 2019 y por muchos neones y muchos folletos que se utilizaban para la promoción internacional de su país, más de las tres cuartas partes de la población seguía viviendo bajo el umbral de la pobreza.
"Ghazl...", desde su primer plano panorámico en un cementerio y en cualquier bloque tomado al azar, solo se interesa por pequeños gestos de liberación, renacimiento, abandono o esperanza, a menudo absurdos o inconexos, con un componente surreal que no sé si desprecia, pero desde luego atiende muy de reojo a la Historia que se escribe desde las alturas o la lejanía de los acontecimientos. Un cine de gente que sueña con restituir la que una vez fue su vida y no sabe una palabra de política.

Pareciera un sueño, uno cinéfilo, porque siempre están trufados sus films de alusiones a películas y sobre todo a su oficio. Una ilusión con ribetes de pesadilla, visitada por numerosos fantasmas, como los que aparecían en la niebla de "Morir, dormir... tal vez soñar" de Manuel Mur Oti, al que seguro hubiese encantado de haber podido contemplar el film. Jocelyne Saab sueña con su adolescencia y da vida a Samar, la protagonista que vagabundea descalza tratando de saber quién es y qué es el amor y por qué tiene que doler tanto la lucidez, como en una tardía réplica de la peripecia de la Hariett de "The river" de Jean Renoir.
Cuando en 2005 complete la pintura aquí iniciada con "Dunia", llevará a una edad más avanzada estos mismos temas y de nuevo, volverá al principio, a la infancia que todo lo marca.
Es interesante por ello que el componente nostálgico, como siempre en sus películas, pese pero cuente siempre mucho menos que el presente, en un credo semi-rosselliniano. Lo que regale el día a día, así si son fugaces oportunidades para la plenitud, es lo único con lo que se puede contar. Cuando filtradas por sus grandes piezas documentales remanece el pasado, adopta extrañas formas. Aquí son palacios desastrados, viejas películas en blanco, gris y negro, relojes de cuando el tiempo no se equivocaba... pero ningún personaje querría reverdecerlo porque es lo que seguía y les fue arrebatado lo que les falta.

También el romance es cosa de otros días y ya nadie sabe conjugar los verbos correctos. Karim, (Jacques Weber) el artista escindido entre las distintas posibilidades de sí mismo que sucesivamente fue malgastando, ni se inmuta al escuchar esos viejos vocablos de boca de ella, que seguramente los dice para empezar a creerlos. Él terminará siendo lo que quizá nunca pensó que sería, un instrumento, una pieza de un puzzle, necesaria pero irrelevante en sí misma y tal vez no le hubiese parecido mal, de haberlo previsto. "La guerra es mañana", como le dice, en una de las mejores líneas de diálogo que haya tenido un film bélico, que si siquiera lo es. Hoy todo está por recomponer, empieza de nuevo y puede surgir lo maravilloso, pero mañana quedará arrasado.
Está llena la película de bellezas atribuladas. Un ramito de flores que sale en vez de entrar en un camposanto, una colada al pie de una tubería rota, unos niños en un charco que es su piscina, un estadio de fútbol derruido donde poder pintar una rayuela, un francotirador ebrio amigo de las historias de verdad, la huella de un pie en un lienzo, una cabra maquillada como Sabah...
Ni las dificultades, ni los giros y parches de producción - ni con la presencia de Juliet Berto pudo estabilizarse el proyecto - ni sus agujeros y abreviaturas le restan un ápice de misterio y hasta lo redoblan. ¿Qué podría menoscabar una mirada, una nota de saxofón y un encadenado al mar?
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