Es uno de los iconos inmortales del cine.
Poseedor de un magnetismo y una presencia escénica reservada a unos cuantos elegidos, Paul Newman será siempre recordado por ser el protagonista de films inolvidables como “El buscavidas (The hustler, 1961)” de Robert Rossen o “Éxodo (Exodus, 1960)” de Otto Preminger y de cintas tan populares como “La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, 1958)” de Richard Brooks, “El golpe (The sting, 1973)” de George Roy Hill o “Veredicto final (The verdict, 1982)” de Sidney Lumet entre otras.
Se dice que es, junto a Clint Eastwood y Robert Redford, el galán que mejor ha aguantado el paso del tiempo, que “ha sabido envejecer”.
No será casualidad que los tres en algún momento de su carrera decidieran pasarse al otro lado de la cámara e iniciar una andadura como director por razones diversas y con intereses bien distintos, con más asiduidad o intermitentemente a lo largo de los años.
De los tres, Paul Newman es, y contrariamente a lo que debería suceder dado su longevo estatus de estrella, el menos conocido, el más secreto y el más personal, el que menos debe a los directores que lo tuvieron a su servicio (culpables en la mayor parte de las ocasiones de que les pique el “gusanillo” del “hágalo usted mismo” a los actores), ya se llamasen Arnold Laven, Melville Shalveson o Vincent Sherman o incluso si se apellidaban Altman, Penn, Huston, menos aún Hitchcock.
Dotado de una admirable capacidad para escrutar las miradas, los gestos, los pequeños detalles, el estilo de Newman deviene perfecto para el muy complicado empeño de diseccionar las relaciones maritales, paterno-filiales, fraternales... la familia es el epicentro de su interés.
Su carrera, que consta únicamente de seis películas realizadas a lo largo de veinte años y con una ya larga inactividad de dos décadas, que hacen pensar que ha concluido, puede dividirse claramente en dos partes de tres films cada a una.
La primera comprende las películas “Rachel, Rachel”, debut en 1968, “Casta invencible (Sometimes a great notion, 1971)” y “El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas (The effect of gamma rays on man-in-the-moon marigolds, 1972)” y es la única tenida más o menos en cuenta por quienes valoran, poco o mucho, su labor como cineasta.
Las tres últimas, “The shadow box” (1980), “Harry & son” (1984) y “El zoo de cristal (The glass menagerie, 1987)”, pese a ser más recientes no parece que las recuerde ya nadie. Han sido poco programadas y para colmo son films realizados para televisión, con lo que tienen un envoltorio exterior más bien poco llamativo.
De todas ellas y partiendo de un film sensible y ya de por sí depurado como fue “Rachel, Rachel” (protagonizado por su mujer Joanne Woodward, como la mayoría de las que vinieron después), creo que son “The shadow box” , “El efecto de...” y “Harry & son” sus mejores películas.
“The shadow box” se erige en una de las grandes obras maestras del melodrama y es mi película favorita de cuantas ha realizado.
Esta atemperada y luminosa crónica sobre cómo sobrellevan la enfermedad de alguno de sus seres queridos tres familias durante un día de retiro campestre para pacientes terminales está jalonada por algunos de los momentos más acongojantes y sobrecogedoramente emocionantes que ha dado el cine en los últimos 30 años, sin resultar nunca lacrimógena, respetando en todo momento la intimidad de los personajes, sin artificios para provocar la reacción del espectador.
No sale uno de su proyección concienciado sobre problemas sociales o con el ánimo hecho añicos sino recompensado por haber compartido en la distancia y al mismo tiempo con tanta cercanía muchos sentimientos vividos intensamente, que es el efecto del gran melodrama de otras épocas y que luego sólo películas aisladas han recreado parcial o completamente (me vienen a la mente “Mandingo” de Richard Fleischer (1975), “Bubu de Montparnasse” de Mauro Bolognini (1977), “Passion fish” de John Sayles (1992) o “Dangerous game” de Abel Ferrara (1993) por ejemplo).
“El efecto de...” y “Harry & son”, a pesar de los 12 años que las separan, se pueden ver como films “gemelos”, variaciones sobre un mismo tema. Ambos suponen unos meticulosos y lúcidos retratos sobre la difícil elección de un camino en la vida acorde con lo que a cada cual le dicta su conciencia en permanente lucha con las circunstancias que nos rodean, con lo que se espera de nosotros.
“El efecto...” lo hace a través de la historia, siempre en segundo plano, de una niña dotada de un talento especial para la ciencia atrapada en un ambiente familiar destartalado, sin futuro; “Harry & son”, más despojada aún de tópicos, más intemporal, cuenta la historia de un agrio y desencantado viudo (que acaba de quedarse sin empleo) y un hijo con ínfulas de escritor que acabará por elegir su propia vida.
Cercanas ambas, voluntariamente o no, al espíritu del cine del maestro japonés Yasujiro Ozu y con semejanzas con el muy intangible arte de “filmar” el alma humana de Leo McCarey - con quien curiosamente Newman trabajó en la brillante comedia “Un marido en apuros (Rally round the flag boys, 1958)”, en mi opinión la mejor de cuantas protagonizó junto a Joanne Woodward – son películas que analizan cómo se deteriora la convivencia cotidiana cuando personas tan distintas están obligadas a permanecer bajo el mismo techo y sólo encuentran parangón en su descripción de la América verdadera en un todavía más olvidado film, “Route one/USA” de Robert Kramer (1989).
No quisiera dejarme en el tintero ni a “Casta invencible” ni a su remake de “El zoo de cristal” (según el famoso texto de Tennessee Williams), pues me parecen excelentes las dos y contribuyen a completar una de las filmografías más estimulantes y complejas del cine americano de las tres últimas décadas.
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