El cine de Yoshishige Yoshida nunca lo ha comprendido bien nadie. Hay algo en sus películas que desconcierta y que impide captar adeptos. En unas es la historia, en otras el tono. Siempre hay algún elemento que provoca extrañeza, desasosiego, desapego.
"Kagami no onnatachi (Mujeres en el espejo)" de 2002 es, tras varios años de ausencia y por ahora, su última película. Cada vez se hacen más espaciadas sus obras y resulta difícil prever su próximo movimiento.
Su última película es árida y seca, triste y desoladora, seria como la muerte, sin humor. No es el tipo de cine que entusiasma. Recuerdo lo que comentaba Ángel Fernández Santos de la proyección de "Ningen yo yakusoku (La promesa, 1986)" en San Sebastián. Acabó la proyección y el auditorio se quedó mudo: ni aplausos, ni pitos, ni pataleos, ni murmullos. La película, una durísima reflexión sobre la vejez y el olvido había golpeado en primera persona a los asistentes, que se habían visto reflejados en un espejo que les devolvía una imagen de lo que eran o podían llegar a ser: miserables, crueles, egosístas. En la rueda de prensa posterior, Yoshida decía echar de menos una época en que se podía aprender de los mayores y se les respetaba.
He ahí la clave de su cine. El respeto por los personajes. Por lo que dicen y por lo que hacen. Por sus decisiones.
Y lo demuestra en la práctica utilizando a Mariko Okada, la protagonista de las fundamentales"Onna no mizuumi (La mujer del lago, 1966)" y "Kokuhakuteki joyûron (Confesiones entre actrices, 1971)" tantos años después.
"Mujeres en el espejo" es una intrincada (diáfana, pero misteriosa) peripecia sobre el recuerdo de Hiroshima y cómo afecta a la vida de tres mujeres, de las que el personaje central podría ser la hija de la mayor de ellas y la madre de la más joven. Esa ambigüedad vertebra un relato espeso, punteado por una partitura de piano de ultratumba, de colores grises y rojos, blancos y negros, como las películas de Resnais y Masumura.
Yoshida rueda con una mezcla (de proporciones alquimistas, un secreto ancestral) de cercanía y distancia única. Es capaz de cortar una escena en siete planos de acercamiento hasta dos primeros planos sublimes (la escena del restaurante, modélica), insertar unas imágenes a cámara lenta (un recuerdo, tal vez oníricas) que se presentan como solución a un enigma y que resultan a la postre quizá otra pieza de un puzzle sin resolver y por otro lado, planifica dentro de un edificio o en el interior de una casa con la fuerza de la "precisión de lo cotidiano" de Ozu (Yoshida es a Ozu lo que Desplechin a Blake Edwards, un sublimador) .
El conglomerado resultante avanza con una determinación extraordinaria (pocos directores saben mejor adónde llevan una película), casi se diría que Yoshida disfruta con el puro control de los resortes de la continuidad entre escenas. El personaje de Isshiki Sae, la chica más joven, un poco la receptora de las consecuencias de la historia, la que verá su vida más condicionada por ella (por el simple hecho que le queda más tiempo), va del paroxismo a la catarsis y vuelta a empezar. Yoshida la rueda de espaldas cuando la empuja a actuar y de frente cuando trata de hacerla decidir qué camino tomar.
El valor de esta incómoda película es incalculable.
Pedro Costa, que tiene curiosas concomitancias con este último Yoshida, no ha llegado tan lejos con "Juventude em marcha" en esa búsqueda de la verdad del desarraigo. Ha recurrido a la poesía como una especie de "valor añadido" que rellena huecos (simplificando y sin pretender quitar un ápice de mérito, sería algo así como "cuando los personajes no saben o no pueden expresarse, el director toma la palabra"). Yoshida no. Yoshida se permite el lujo de no tener que decir nada en primera persona. El lujo de los maestros.
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