Desde 2005 no rueda ninguna película Sharunas Bartas.
Su último trabajo, “Seven invisible men”, producida como siempre por Paulo Branco, parecía abrir nuevos caminos para su cine o al menos resultaba más expansiva y universal. “Trys dienos”, “Koridorius”, “Few of us” y “A casa”, los largos anteriores que conozco de su filmografía (no he podido ver “Freedom” de 2000), eran, con matices, más crípticos y contemplativos y definitivamente necesitaban más complicidad por parte del espectador, más paciencia y confianza.
“Seven invisible men” se inicia con una impresionante, nunca rodó nada tan fulgurante, escena de robo de un coche, con un aire muy Godard. La referencia al cine de Jean-Luc es, me parece, bastante útil para “medir” el trabajo de Bartas, aunque parezcan tan alejados entre sí.
No es Bartas un director de la estirpe de Sokurov (ya menos), Angelopoulos, Tarr o Dumont, sin entrar a juzgar la calidad de la obra de cada uno. El discurso crítico ha acabado por hacer parecer homogéneos a directores que en el fondo tienen bastante poco en común y a veces parece que se haya establecido un consenso, por pura pereza, para definir una categoría de directores supuestamente lentos, paisajistas, escasamente narrativos y solemnes, hijos de Tarkovsky y nietos (no tienen la culpa) de Antonioni, Eisenstein y Kurosawa.
Yo me fijaría más en otras referencias. Si Leos Carax encontró afinidades con su cine y si Branco, que conoce bien a Chantal Akerman, Garrel o Biette, ha apostado por sus, supongo, muy poco rentables económicamente, películas, creo que las pistas conducen hacia otros derroteros.
Otra cosa es el ritmo de sus films, siempre al paso de las acciones de sus personajes, que suelen estar en la encrucijada de qué hacer, dónde dirigir sus pasos y en definitiva, cómo soportar la muy poca agradecida vida que les ha tocado vivir; un ritmo que no viene impuesto y que nunca alarga ni resume el tiempo de sus movimientos, ni por supuesto interfiere en su desarrollo, forzando el punto de vista.
“Seven invisible men” (y valdría cualquier otra de las anteriores con la probable excepción de “A casa”, que es otra cosa), es, alternativamente, calmada y un relámpago, seca y profundamente emocionante, lúgubre y reconfortante, como lo son, con otras texturas, “Hélas pour moi”, “Nouvelle vague”, “Forever Mozart” y otros Godard de los 90 muy poco valorados y que me parecen esenciales, a los que el cine tal vez alcance algún día.
Hay un tramo central en particular que ejemplifica con bastante exactitud el muy particular quehacer de Bartas, sus intenciones y los porqués de su mecánica.
Vanechka, ya sin sus compañeros de viaje, ha dirigido sus pasos a la casa (una especie de granja en la estepa) donde dejó mujer y una hija.
El reencuentro de Vanechka con su mujer es captado por Bartas en dos actos. Primero, se aproxima a la casa en una camioneta, baja del vehículo y desaparece de plano. Vemos la vida en la casa, los animales, una anciana que friega los platos con un artilugio casero, la niña, un manojo de harapos, que juega sin muñecos, con un puñado de arena. Lo que parecen planos circunstanciales son instantáneas de la vida que le esperaba y que tal vez le hizo marcharse y los comprendemos conforme desfilan ante nosotros, como si estuviesen respondiendo a las preguntas sobre los personajes que verbalmente ni siquiera parecen hacerse. No hay “planos de escapatoria”, ni elementos disonantes, cada imagen es justa. La cámara se posa en cada uno de estos momentos con curiosidad y paciencia, sin jugar con el montaje y sin alejarse de lo esencial, por poco significativo que parezca.
Aparece la mujer, todavía hermosa, pero triste y huraña. Vanechka entra en la casa y se miran. Ella pronuncia unas palabras, puro "small talk", se intuye que con poco rencor. Todavía quizá lo quiere.
Por la noche, sentados en su cama, Vanechka le acaricia el pelo, a lo que ella responde falta de cariño, haciendo el ademán de acercar su cara cuando él la toca y alejarla, no acabando de entregarse, cuando él se separa. La niña, que se ve que apenas le conoció pues seguramente él se marchó cuando era muy pequeña, lo abraza sin reparos a la mañana siguiente en un sofá cochambroso a la puerta de la casa.
Toda la escena no tiene más de tres frases, porque no hacen falta. Bartas en ningún momento hace nada por insuflar dramatismo, ni siquiera acompaña con música. La fotografía es cálida (si se quita el color, vale la pena hacer el experimento, recuerda al aspecto de los films de Sjöstrom o Tourneur padre), todos los planos frontales, sin ángulos.
Su último trabajo, “Seven invisible men”, producida como siempre por Paulo Branco, parecía abrir nuevos caminos para su cine o al menos resultaba más expansiva y universal. “Trys dienos”, “Koridorius”, “Few of us” y “A casa”, los largos anteriores que conozco de su filmografía (no he podido ver “Freedom” de 2000), eran, con matices, más crípticos y contemplativos y definitivamente necesitaban más complicidad por parte del espectador, más paciencia y confianza.
“Seven invisible men” se inicia con una impresionante, nunca rodó nada tan fulgurante, escena de robo de un coche, con un aire muy Godard. La referencia al cine de Jean-Luc es, me parece, bastante útil para “medir” el trabajo de Bartas, aunque parezcan tan alejados entre sí.
No es Bartas un director de la estirpe de Sokurov (ya menos), Angelopoulos, Tarr o Dumont, sin entrar a juzgar la calidad de la obra de cada uno. El discurso crítico ha acabado por hacer parecer homogéneos a directores que en el fondo tienen bastante poco en común y a veces parece que se haya establecido un consenso, por pura pereza, para definir una categoría de directores supuestamente lentos, paisajistas, escasamente narrativos y solemnes, hijos de Tarkovsky y nietos (no tienen la culpa) de Antonioni, Eisenstein y Kurosawa.
Yo me fijaría más en otras referencias. Si Leos Carax encontró afinidades con su cine y si Branco, que conoce bien a Chantal Akerman, Garrel o Biette, ha apostado por sus, supongo, muy poco rentables económicamente, películas, creo que las pistas conducen hacia otros derroteros.
Otra cosa es el ritmo de sus films, siempre al paso de las acciones de sus personajes, que suelen estar en la encrucijada de qué hacer, dónde dirigir sus pasos y en definitiva, cómo soportar la muy poca agradecida vida que les ha tocado vivir; un ritmo que no viene impuesto y que nunca alarga ni resume el tiempo de sus movimientos, ni por supuesto interfiere en su desarrollo, forzando el punto de vista.
“Seven invisible men” (y valdría cualquier otra de las anteriores con la probable excepción de “A casa”, que es otra cosa), es, alternativamente, calmada y un relámpago, seca y profundamente emocionante, lúgubre y reconfortante, como lo son, con otras texturas, “Hélas pour moi”, “Nouvelle vague”, “Forever Mozart” y otros Godard de los 90 muy poco valorados y que me parecen esenciales, a los que el cine tal vez alcance algún día.
Hay un tramo central en particular que ejemplifica con bastante exactitud el muy particular quehacer de Bartas, sus intenciones y los porqués de su mecánica.
Vanechka, ya sin sus compañeros de viaje, ha dirigido sus pasos a la casa (una especie de granja en la estepa) donde dejó mujer y una hija.
El reencuentro de Vanechka con su mujer es captado por Bartas en dos actos. Primero, se aproxima a la casa en una camioneta, baja del vehículo y desaparece de plano. Vemos la vida en la casa, los animales, una anciana que friega los platos con un artilugio casero, la niña, un manojo de harapos, que juega sin muñecos, con un puñado de arena. Lo que parecen planos circunstanciales son instantáneas de la vida que le esperaba y que tal vez le hizo marcharse y los comprendemos conforme desfilan ante nosotros, como si estuviesen respondiendo a las preguntas sobre los personajes que verbalmente ni siquiera parecen hacerse. No hay “planos de escapatoria”, ni elementos disonantes, cada imagen es justa. La cámara se posa en cada uno de estos momentos con curiosidad y paciencia, sin jugar con el montaje y sin alejarse de lo esencial, por poco significativo que parezca.
Aparece la mujer, todavía hermosa, pero triste y huraña. Vanechka entra en la casa y se miran. Ella pronuncia unas palabras, puro "small talk", se intuye que con poco rencor. Todavía quizá lo quiere.
Por la noche, sentados en su cama, Vanechka le acaricia el pelo, a lo que ella responde falta de cariño, haciendo el ademán de acercar su cara cuando él la toca y alejarla, no acabando de entregarse, cuando él se separa. La niña, que se ve que apenas le conoció pues seguramente él se marchó cuando era muy pequeña, lo abraza sin reparos a la mañana siguiente en un sofá cochambroso a la puerta de la casa.
Toda la escena no tiene más de tres frases, porque no hacen falta. Bartas en ningún momento hace nada por insuflar dramatismo, ni siquiera acompaña con música. La fotografía es cálida (si se quita el color, vale la pena hacer el experimento, recuerda al aspecto de los films de Sjöstrom o Tourneur padre), todos los planos frontales, sin ángulos.
Esta limpieza y este cuidado por no ser intrusivo, dignifica su cine y lo hace humano.
Si redujese el número de planos previos al encuentro y alargase su duración o usase largos planos secuencia, sería totalmente diferente. Los apuntes cotidianos dejarían de ser esbozos y pasarían a ser “ensayos” por parte del director, sin mucha lógica en mi opinión, ya que se trata de hacer comprensible una serie de elementos, no de elucubrar sobre ellos, una trampa muy común en la que caen muchos directores con menos talento (y más premios).
Si la escena de reencuentro fuese “coreografiada” o dialogada para hacer patentes los estados de ánimo de los personajes, no hubiese servido de nada el interludio anterior, que perdería todo su valor para convertirse en un elemento ralentizador de la historia.
A la mañana siguiente reaparecen los compañeros de Vanechka. Nadie dice nada. Él se esperaba que vinieran, ellos sabían dónde había ido. Entre ellos, una chica, que parece enamorada de él, pero que tampoco pide explicaciones. Su relación queda perfectamente reflejada en el beso que él le da en un aparte de la fiesta que ha reunido a vecinos y trabajadores de los alrededores. Ella se queda inmóvil, como esperando su iniciativa, con la espalda pegada a la pared. Está acostumbrada a esperar lo que él le quiera dar y le resulta suficiente; es consciente que lo que tiene se acabará en cualquier momento y no le recrimina nada.
La fiesta, finalmente, sacará a relucir todas las mezquindades y locuras y devendrá en tragedia, certificando la imposibilidad de dar marcha atrás, que ya se intuía desde el principio.
Todo este entramado sentimental y afectivo puede pasar inadvertido si el espectador se instala en la “clave equivocada”, pensando que Sharunas Bartas es uno de esos directores que dejan huecos en la narración para que sean rellenados, viven en la metáfora y llevan siempre una segunda intención en cada uno de sus movimientos.
En realidad no creo que haya nada que entender, porque todo está diáfanamente claro.
Si redujese el número de planos previos al encuentro y alargase su duración o usase largos planos secuencia, sería totalmente diferente. Los apuntes cotidianos dejarían de ser esbozos y pasarían a ser “ensayos” por parte del director, sin mucha lógica en mi opinión, ya que se trata de hacer comprensible una serie de elementos, no de elucubrar sobre ellos, una trampa muy común en la que caen muchos directores con menos talento (y más premios).
Si la escena de reencuentro fuese “coreografiada” o dialogada para hacer patentes los estados de ánimo de los personajes, no hubiese servido de nada el interludio anterior, que perdería todo su valor para convertirse en un elemento ralentizador de la historia.
A la mañana siguiente reaparecen los compañeros de Vanechka. Nadie dice nada. Él se esperaba que vinieran, ellos sabían dónde había ido. Entre ellos, una chica, que parece enamorada de él, pero que tampoco pide explicaciones. Su relación queda perfectamente reflejada en el beso que él le da en un aparte de la fiesta que ha reunido a vecinos y trabajadores de los alrededores. Ella se queda inmóvil, como esperando su iniciativa, con la espalda pegada a la pared. Está acostumbrada a esperar lo que él le quiera dar y le resulta suficiente; es consciente que lo que tiene se acabará en cualquier momento y no le recrimina nada.
La fiesta, finalmente, sacará a relucir todas las mezquindades y locuras y devendrá en tragedia, certificando la imposibilidad de dar marcha atrás, que ya se intuía desde el principio.
Todo este entramado sentimental y afectivo puede pasar inadvertido si el espectador se instala en la “clave equivocada”, pensando que Sharunas Bartas es uno de esos directores que dejan huecos en la narración para que sean rellenados, viven en la metáfora y llevan siempre una segunda intención en cada uno de sus movimientos.
En realidad no creo que haya nada que entender, porque todo está diáfanamente claro.
Me gustaría que el cine de Bartas fuese tratado con los mismos criterios que el de Boetticher por ejemplo, o por no remontarnos tan atrás, al de Kiarostami; que hubiese menos prosa elusiva al hablar de sus películas y que esa terminología cansina y repetitiva aplicada a cualquier film con planos de más de diez segundos, "sugerentes y poéticos", se utilizara para los que realmente lo sean.
5 comentarios:
La verdad es que no conseguí entrar en la propuesta de esta película (la primera de Bartas que veía) y ahí se cortó el posible interés por su obra, aunque tampoco me he topado con muchas posibilidades de retomarlo (algo parecido me ocurrió con Sobre la guerra, de Bonnello, que sentí que me "rechazaba").
Lo que sí comparto es el entusiasmo por el Godard de los 90(specialmente Helas pour moi!, película que me encantó y fue tan ninguneada, empezando por el propio director) y el perenne asombro por la carrera de Branco, que siempre que veo una peli producida por él me pregunto de qué vive y de donde saca dinero para su proyectos.
Pues si no te gustó "Seven..." no te recomendaría las otras, o quizás sí, nunca se sabe con lo que puede conectar cada uno.
"Hélas pour moi" me impresiona de veras y visualmente es una de las más deslumbrantes de este periodo especialmente inspirado.
Jesús, muy buena reflexión sobre el estilo peculiar (y no el "tipo de estilo" en el supuestamente se "enmarca") de Bartas. Al menos por las dos únicas que he podido ver (muy impresionantes; y van en serio, no para "épater"). Muy bien recordar la etapa más injustamente menospreciada de la carrera godardiana, cuando se "desinteresaron" de él (me pregunto aún por qué) algunos de sus supuestos fieles.
Miguel Marías
Hola, qué tal Jesús,
A ver si lo que digo no suena como si me hubiera comido alguna pastilla de colores o un cocido en mal estado: a mí, Bartas -sus películas- me emociona.
En el sentido que lo puede hacer también Buñuel. He visto pocas cosas tan buñuelianas como el pasaje del "guateque" en Koridorius.
Sobre Godard... cuanto más pasa el tiempo más imprescindible se vuelve, no ya el Godard de los 60, ni siquiera el de los 90, sino el de esta primera década del XXI y, esperemos, de la que vendrá.
Un abrazo.
De Godard me ha acabado entusiasmando hasta "Le gai savoir", que en teoría es la más intransitable y la que más debe repeler a los antigodardianos. Todos sus pasos creo que han sido y siguen siendo siceros y necesarios, por muy aburrido o irritante que pueda haber sido alguno de ellos.
Le echo mucho de menos como crítico, me ha emocionado tanto, pero está vivo y en activo y esa es una gran noticia.
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