
De "los cuatro grandes de la Gaumont", como recogía un antiguo eslogan publicitario de dudosa eficacia, en los últimos lustros se ha restituido a su verdadero lugar en la historia del cine silente francés a dos de ellos, Léonce Perret y, sobre todo, a Louis Feuillade, de nuevo punta de lanza del estudio... cien años después. Pocas noticias en cambio hay de los otros dos integrantes del cuarteto, el muy oscurecido Émile Cohl, del que puede localizarse apenas una muestra de su obra animada y Jean Durand, al que si acaso se recuerda vagamente por sus pequeñas piezas cómicas de la década de los años 10 y por ser uno de los pocos europeos asiduos al género americano por excelencia, el western.
Fallecido en 1946, Jean Durand no filmó nada después del advenimiento de los nuevos tiempos y hoy día es uno más de los damnificados por una certeza generalizada y desmentida con cada gran hallazgo efectuado: que el cine que queda por descubrir de muchos periodos y géneros, será, a lo sumo, complementario del ya conocido o interesantes apéndices o rarezas y que muy pocas películas descarriadas o desatendidas en su día se pueden recuperar para la causa.
Si aventurado es aplicar ese apriorismo a cualquier género, no tiene ningún sentido cuando se trata del cine mudo. Por al menos dos razones, a veces en convivencia nada provechosa: porque pueden aparecer - aunque cada año que pasa parece más difícil - las obras dadas por perdidas y porque proliferan docenas, quizá cientos de autores abandonados por los mil rincones de su época; una era, la única, que no conoció decadencia y tuvo un injusto, bárbaro finis terrae que la cercenó en su momento de mayor refinamiento y perfección.
Desde luego ni islotes de geografía curiosa ni fortificaciones escondidas por la espesura de la jungla, sino "nuevos territorios" parecen las obras silentes emergidas en los últimos años de cineastas como Evgenii Bauer, Ruth Ann Baldwin, Albert Capellani, Humberto Mauro o Alfred Machin para pensar que son los últimos que quedaban por desenterrar.
Una prueba fulgurante de ello es su penúltima obra, "La femme rêvée" de 1929, recientemente restaurada, proyectada en el Festival de Pordenone de 2017 y editada en blu-ray. Como no escandalizará ya a casi nadie no conocer un film como este a pesar de esos esfuerzos, supongo que los que sí se sientan impresionados al verla recordarán por qué dieron por perdida la poca esperanza que tenían en la justicia crítica.
El aspecto majestuoso que presenta ahora "La femme rêvée", sin mácula, hace que brillen sus bellezas técnicas: el uso de la profundidad de campo, el dominio de los distintos tamaños de plano, el equilibrio de las composiciones o el preciso ritmo narrativo.
La factura con que nos ha llegado gran parte del cine mudo, envuelto en ese velo de antigüedad que fuerza a los espectadores a compensar todos esos grandes progresos, intuidos o entrevistos en los casos más graves, no es esta vez coartada para sobrevalorar la película. Ahí están, esplendorosos. Pero siguen siendo, todos y cada uno de ellos, o facultades naturales de los cineastas o productos de un aprendizaje que podríamos denominar colectivo.
Es necesario ir más allá y apreciar cómo, dónde, por qué se utilizan esas herramientas.
Durand lo hizo para hacer un cine que sirviese para entender a los personajes. Un cine para no apresurarse a dibujarlos en una dimensión, para no entregárselos al público que no estaba dispuesto a tener paciencia, para filmarlos pensando y dudando. Si el hilo conductor es convencional o previsible, como en este caso - una novela "a lo Blasco Ibáñez", con claro arraigo en la más famosa obra de Choderlos de Lacios - ahí está el reto, en afinar la puesta en escena, cristalizarla en las más puras estampas.
"La femme rêvée" se convierte por ese proceso en casi una investigación, Sobre la acción y la duda, - como todo Hawks -, sobre la confianza, sobre el azar y sobre la vana pulsión por erradicar el deseo para alcanzar la felicidad, lo cual la convierte en ¡una enmienda a la totalidad a Schopenhauer!