sábado, 19 de abril de 2025

SIN TÍTULO

Alguna vez me gustaría ver a Pablo García Canga filmar un western. 

Una película con héroes o con gente que no pide ayuda a cosas, pero no dudaría en hacerlo a personas, gente que no necesite creer en Dios ni tomar medicamentos, pero que se quiebra delante un cómplice, para que se me entienda. Una película de aquel cine pleno donde campaban tantos personajes compuestos por Barbara Stanwyck y Errol Flynn y eran inocentes y se revelaban y se enamoraban y a veces mataban a lo que amaban, nada está escrito, pero al menos aspiraban a amar a lo que mataban. 

Supongo que, bromas aparte, ni soñando despierto uno se imagina volver a ver eso, a ese cine, volver a sentir a Howard Hawks. Eso sería pedir un imposible. Ya no es justo pedirle eso a nadie, Aquí seguimos aferrados a los últimos fulgores, desde los tiempos de Nicholas Ray o de Eric Rohmer, años en los que pronto ya nadie no habrá ni nacido, mirando qué tal les va a los cineastas que saben que ya solo les quedan pequeños asideros a los que agarrarse para si ya no se puede filmar algo, dejarse la vida en tratar de hacerlo. También de esos detalles y clavos ardiendo venimos escribiendo desde entonces y quizás no hubiese existido la crítica cinematográfica, que ya hace tiempo que no existe, sin esa gente que se dio cuenta de que se les escapaba el cine, que estaban condenados a buscar verdades, que son las mismas de siempre, que no se han muerto, entre un montón, cada vez mayor, de mentiras. Y era pleno no porque aquel tiempo lo fue y este no lo sea, también Max Ophuls y antes Louis Feuillade añoraban y reconstruían y ninguno vino de Marte, aprendieron y ese es el único mecanismo frente al azar digno de ser tenido en cuenta. Supongo que era menos efímera la grandeza, grandeza entre la podredumbre moral que ha existido siempre, la que tenían sus colegas y la que era patente fuera del oficio, la de escritores, pintores, compositores y demás, muchos de ellos posibles contribuyentes a sus películas, tal vez reconocidos o tristemente anónimos pero de los que se podía saber por medios humanos, yéndolos a buscar, hablando, congeniando o enfrentándose a ellos. Tal vez también los que alcanzaban magisterios seguían aprendiendo y así hasta llegar a ser muy viejos y muy sabios, cosa que ya parecían cuando eran muy jóvenes y muy arrojados.    

La verdad es que empezando a mirarlo por el final, a los créditos de este corto, "Por la pista vacía" (2022) y casi los de cualquier corto, uno ya duda de si todo esto no es más que una soberana tontería. Toda esa gente listada e implicada, o simplemente cumpliendo con su papel, algunos de frente y otros de perfil, supongo, juntados uno a uno. Reuniones para hablar de tus entrañas, eso debe ser preparar un corto. Y es solo media hora, tres, quizá solo dos, planos y una actriz. Mala idea multiplicar si ya cuesta sumar. 

Pero claro, ¿dónde está la noche?. Cualquier noche en la que Ana se encontraba con Juan y trataba de ladear la cabeza para conocerlo sin que se notara mucho que sabía que si daba ese paso tal vez ya no sería capaz de dejar de quererlo, como de hecho parece que le sucedió.

Un plano secuencia de muchos minutos al menos es lo que necesito, bien prolijo, que desenrollara todo lo que bulle detrás de las palabras. Y a continuación imagino la cantidad de gente que haría falta y da vértigo. El último rollo del film lleno de letras y más letras: una empresa de coches de alquiler, otra de drones para sentirse la audacia de no filmar el plano cenital obligatorio, permisos de no sé qué Ministerio o Consejería o peor aún, subvenciones del fondo europeo, estatal, autonómico, local o un mecenas en sustitución de todo lo separado por comas anterior, imagino que ya no un laboratorio serio que no te pierda el negativo porque ya todo se hace con programas informáticos pero un antivirus legal te puede salir por un pico, un diseñador de vestuario, sobre todo para preguntarle qué se hace con la ropa de las películas, quién la usa después, si ya se utilizaron en otras películas anteriores o si acaban las prendas en almacenes del extrarradio, un catering que haga como que además de poner comida, vela porque nadie se intoxique, más de un productor por si a alguno lo trincan en el proceso, acuerdos de distribución, alguien que sepa poner en fila esos extraños logotipos técnicos que aparecen, rápidamente, al final como en los comerciales que veía Homer Simpson...

Dinero para que todos parezcan, eso, a gusto con tu quimera.

De modelos a escala, tan pequeña, del cine que podría filmarse, no se cansa uno nunca y debe seguir haciéndose como se debe seguir viajando o conociendo gente, por si acaso, por si se puede vivir un poco. Pero qué placer sería ver aparecer de repente las imágenes, imágenes que quieran ser palabras, volver a su materia.

No me extraña que la propia Ana borre sus pensamientos o no quiera mandarlos o simplemente piense que no quiere reconocerlos, menos aún que se conozcan. Si alguien se acuerda de Roberto Rossellini, como sucede desde que se le ocurrió aquella idea con la Magnani o en John Wayne hablando a una tumba, rememorando lo nunca expresado con palabras pero tantas veces con gestos, poniendo verbos y adjetivos donde antes hubo caricias y miradas devueltas, creo que se equivoca, porque Ana se debe haber dado cuenta de que ni eso puede ser, que no tiene nada, ni lo no consumado ni lo no expresado y es desolador, Queda un placebo, el placebo, la música, una canción de 1984, que al menos sea capaz de dar una vuelta cerca de donde andan los pensamientos o incluso le den forma al recuerdo. 

Me llama mucho la atención el beso. El único que él le dio y que fue el principio del fin de algo que no había ni comenzado. De todos los elementos, es el de mayor calado de, esta, lo digo ya porque creo que se me ha olvidado, gran pequeña película. De repente ya no es un corto ni me podría parecer corto, qué cosas. Ese beso es un suceso de primer orden. Por ser único y estar sobrecargado de los matices que hubiesen traído otros, indescifrables y porque otorga, bonito verbo, un significado capital a aquello por lo que siempre malinterpretaban al más carnal de los cineastas, Carl Dreyer: un peso natural a lo físico, que lo es todo por mucho que nos empeñemos en negárnoslo.

De lo que ella sintió en ese instante creo que parte todo o es donde termina todo, mejor dicho. Que él se avino a darlo o que fue una concesión, quién sabe, que ese mismo beso se lo pudo haber dado a otra, a cualquiera de esas docenas de chicas que Ana cree que también, en el fondo, eran como ella y él podía elegir... es difícil saberlo. El misterio que ensombrece su rostro no permite hacerlo. Y le da vueltas y duda, cómo no hacerlo. 

Caben dos reflexiones, que no opciones, llegados a este punto, que es el final. 

La primera es pensar que como queda registrado para nosotros, que estamos escuchando todo y notando los requiebros de su voz y de su cuerpo, ya somos conscientes de lo que le sucede, aunque no esté muy claro, de alguna manera ya la estamos ayudando. Escuchar es muchas veces la mejor ayuda. Ahí está su herida y al menos vemos qué tal cicatriza, no podemos hacer más. La replicamos incluso. Seguro que alguien vivió algo que se le parece y otra vez retorna, cuando más lejos parecía.

La otra es más vulgar, pero no tiene por qué serlo, aunque sea la que encamina a la forma más repetida. El asalto a la intimidad es una muy dura materia cinematográfica y el abordaje termina arrancando algo a los personajes para utilizarlo y decir algo. Un ultraje si no se tiene cuidado. La solución clásica es llevar todo a una conversación y aprovechar las ventajas, linklaterianas de nuevo cuño pero tan antiguas como todas las demás, dejar correr la cosa, a su suerte y a ver qué puede entresacar cada cuál, sintiendo un recóndito orgullo por cada uno de los que se conmuevan. Es tan cómodo pensar que son muchos...

Gracias, Pablo, por dejarla a ella elegir.


 

viernes, 11 de abril de 2025

APÉNDICE VIII

Se dará por supuesto y, más aún, por descontado sin verla, que la película que ha presentado Bernard MacMahon sobre la génesis de la banda británica Led Zeppelin, por el solo hecho de contar con la participación directa y el beneplácito de los tres miembros supervivientes a la fecha del estreno, 2025, es decir, Jimmy Page, Robert Plant y John Paul Jones, solo documenta un lado, el interesado y oculta, soslaya y quita todo lo inconveniente que pudiera afear su versión de su propia trayectoria. Como solo la ficción es indiscutible y de los hechos históricos hay tantos recuerdos como gente que los vivieron, es fácil no creer más que lo cada cual quiera. 

Tal vez a estas alturas no sirva ya de nada tratar de indagar en esta, una de las historias más deformadas e inexactas que nunca haya rodeado a una banda, un misterio en parte alimentado por su hermetismo, en tal vez la banda más amada y más odiada desde su nacimiento, pero tan exitosa que fue objeto desde 1968 de una catarata tan grande de elogios como de  maledicencias que ya se cernían sobre ellos desde antes incluso que hubiesen cambiado el provisional nombre por el que fueron conocidos, The New Yardbirds por el definitivo - cortesía de Keith Moon - y ya despertaban una atención inusitada entre quienes acudían a sus primeros conciertos.

Zeppelin, para ir al grano, diré que me parecen si no la mejor, como a menudo pienso, sí desde que tenía cuarenta años menos que ahora e invariablemente desde entonces, a pesar de haber ampliado mucho y en muchas direcciones mis gustos e, inevitablemente, mi perspectiva musical, una de las cuatro o cinco mejores bandas de rock de todos los tiempos. Extrañamente sin embargo siempre he encontrado muy absurdo tener que "defenderme" de ser seguidor del grupo, como de muchos otros, pero de ninguno más evidente en su grandeza.

Una de las muchas virtudes de este excepcional "Becoming Led Zeppelin" es precisamente no entrar en esa diatriba y no combatir a nada ni a nadie. Presentar como una casualidad, una entre mil o entre mil millones, el hecho de que a un par de músicos de sesión con agenda y prestigio suficiente como para vivir bien de ello (Page y Jones), les diera por juntarse con un agitador (Plant) y su amigo (John Bonham) en ese momento decisivo de finales de los años 60 en que el rock tuvo una relevancia, incluso social, que nunca más tendría ni tendrá. Pudieron haber sido Steve Marriott o Rod Stewart o hasta "nuestro" Mike Kennedy, pero algo vio Page en Plant que los demás no tenían y alguna conexión sintió Jones con Bonham - ese pie derecho... - para que dos concienzudos músicos, arreglistas y en el caso de Page - en mi opinión, con McCartney, el más dotado de los músicos británicos - productor y casi ingeniero de sonido, en apenas un mes de ensayos en un cobertizo se dieran cuenta de que tenían entre manos, contando con esos dos tipos de, literalmente, talentos salvajes y naturales, intuitivos, un monstruo que les obligaba a arriesgarlo todo.

Es hábil MacMahon en no decir pero dejar meridianamente claro por si a alguien aún se le escapa, que fueron la envidia por su rápido ascenso, ajeno además al circuito nacional porque triunfaron antes en USA, y la indiferencia o menosprecio de sus miembros hacia lo que la prensa dijera de ellos las razones por las que se hicieron correr las acusaciones de falsificación o directamente robo de la música de los negros y los hippies, esas dos plagas americanas, así como el hecho, bastante palmario, de que no contribuían a consolidar la fugaz supremacía británica en el rock que se había establecido hacia 1962 porque todas sus influencias venían de artistas norteamericanos.

Versiones de viejos bluesmen ya habían grabado Ten Years After, Cream, John Mayall & The Bluesbreakers o los primeros Fleetwood Mac de Peter Green antes de que nacieran Zeppelin y nunca fueron cuestionadas ni acusados sus miembros de apropiación cultural, algo por otra parte ridículo en un país invasor y refundador de la piratería como Inglaterra. Pero recordando un par de ejemplos más curiosos, nada negativo se dijo muy poco antes de la publicación del debut de la banda cuando otro "supergrupo" como el Jeff Beck Group también nacido de los seminales Yardbirds, grabó "Truth", que hasta llegaba a contener una misma canción ("You shook me" de Willie Dixon)... pero vendió algo así como veinte veces menos discos que "Led Zeppelin I". Y más intrigante aún es el caso de un disco teóricamente "entreguista" a la llama que ardía en las islas y de la que nació Zeppelin, como "Electric Mud" de Muddy Waters, que fue incluso ¡mejor recibido en UK que en USA! tal vez porque de alguien como Waters nadie nunca osó dudar cuando fue él propio genio de Mississippi quien más nervioso se sintió al impregnarse de toda esa psicodelia.

Sin titubear en cambio, "Led Zeppelin I" fue acribillado en enero del 69. Pensar que nadie estaba preparado para semejante debut, sería olvidar ese pecado original, que nada había en sus surcos que tuviese que ver con las bandas que representaban el orgullo patriótico y ni siquiera con los propios Yardbirds. Huelga decir que se trata de bandas contra las que ellos nada tuvieron, con las que compartieron a veces escenario pero con las que simplemente apenas coincidieron, no formaron parte de su memoria. Es muy simple: tenían veinte años y se acababan de recorrer Estados Unidos, antes de publicar el disco, fascinados por su música y nunca se habían identificado con nada de lo que habían oído en su adolescencia que no viniese de América. La pregunta es ¿a quién de esos, groso modo, paladines nacionales no le había sucedido lo mismo? ¿Ray Davies?, ¿John Lennon?, ¿Pete Townshend?, ¿Ronnie Lane?, ¿Rod Argent?, ¿Kiz Richards?, ¿Eric Burdon? ¿Alguno de ellos idolatraba a Lonnie Donegan por encima de Buddy Holly, Little Richard o Chuck Berry?  

En el colmo de las paradojas, hasta los propios grupos de la costa oeste estadounidense que influyeron en Zeppelin como Jefferson Airplane le debían bastantes cosas a la British Invasion. No hará falta recordar que hubo verdaderos ataques de patriotismo en forma de comentario musical cuando los Beach Boys cambiaron de ola en 1965 - bendito "Party!" - convirtiéndose al nuevo sonido y ya no digamos cuando declararon competir directamente (y según Brian Wilson, perder) con los Beatles en "Pet sounds", momento álgido y orgasmo colectivo de la música británica que estaba a punto de terminar y que han tratado de revivir, inútilmente nueve de cada diez veces, desde entonces.

Es muy divertido releer viejas reseñas de un álbum que ya queda fuera de lo que esta película narra, "Led Zeppelin III" y comprobar hasta donde llegaron los críticos británicos en su cruzada cuando advirtieron que "por fin el grupo tomaba una dirección acorde a su nacionalidad", cuando todas las sonoridades acústicas que tenía ya estaban en temas de, por ejemplo y de nuevo, los Airplane, como "Embryonic journey" de "Surrealisitic Pillow", uno de los álbumes de cabecera de Plant. Llamar folk británico a varios temas arreglados de tradicionales americanos o tan inspirados en uno compuesto por un, de nuevo, americano de padre finlandés (y musicalmente medio pakistaní) como Jorma Kaukonen costaría hasta calificarlo como arrebato de nostalgia colonialista porque es simple y llana ignorancia.

Siempre la baldía búsqueda de la originalidad, en cine y en música y no de la personalidad. Todo el mundo sabe que salvo Elvis Presley, que estaba inspirado directamente por Dios, siempre se trata de cadenas de influencias, diáfanas o rastreables a poco se quiera hacerlo. 

Pero bueno, mejor olvidemos a nuestros encantadores plumillas angloparlantes (debería mencionar a  algún americano que también se quedó a gusto con Zeppelin, como Lester Bangs, siempre presto a dar la nota), a esos tipos con cara del otro Elvis, Costello, en afortunada cita de David Lee Roth y vuelvo a "Becoming Led Zeppelin", que, milagro, sin cortar las canciones ni lucirse en el montaje, trae muchas imágenes por todos los fans conocidas, algunas muy poco vistas de un valor incalculable y unos entrañables audios inéditos de Bonham logrando transmitir la sensación de que algo revolucionario se gestaba y calaba incluso entre quienes se tapaban los oídos en sus apariciones en vivo o no entendían nada de lo que tenían delante, como esos privilegiados daneses que asistieron al nacimiento televisivo del fenómeno sentados como boyscouts alrededor de una hoguera... que era un fuego incontrolable, el aquelarre del blues rock que prendió Hendrix.  

Todo se detiene a las puertas del éxito masivo de público por fin en su país, después de la publicación del fastuoso "Led Zeppelin II" y de que la banda tratara, en vano, de que "Whole lotta love" no fuese un single, redoblando la apuesta lisérgica y no logrando otra cosa que cambiar la historia de los singles, como certificaron King Crimson que se atrevieran a probar como primera canción para darse a conocer con una barbaridad sónica titulada "21st century schizoid man" también en octubre del 69 o que a Black Sabbath no se les ocurriese otra cosa que lanzar un bonito EP de adelanto de su primer disco, encabezándolo con "Black Sabbath" - la canción fúnebre que abrió camino al estilo de música más festivo, el heavy metal - en febrero del año siguiente.

La película presenta lógicamente a Page como el artífice del grupo, quien ideaba los siguientes pasos a dar, como si ya estuviesen escritos, así que lo único que se puede echar de menos es más material, detalles sobre lo que sucedió después, del canónico "Led Zeppelin IV" en adelante y, sobre todo de mi preferido, "Physical graffiti", cincuenta años ya este 2025 y donde alcanzaron sus cumbres más irreales, pero esa es otra historia. Y qué historia.

miércoles, 12 de marzo de 2025

A LOS OJOS DE NADIE

Los dos últimos planos encadenados del epílogo en blanco y negro que cierra "At sea" escenifican dos entierros. Consecutivamente, el del protagonista y el del medio que, esta vez, eligió Peter Hutton para inmortalizarlo.

Escultor, pintor y cineasta, a Hutton, apenas le faltaría por filmar el esencial y minimalista tríptico "Three landscapes" en 2013 para así cerrar una carrera modestamente ejemplar, lejos, muy lejos de la mayoría de cineastas vanguardistas, experimentales, caseros y similares con los que suele compartir libros y retrospectivas y entre los que abundan los que nada tienen que ver con él. Falleció en 2016.

Pero volvamos a esos dos planos.

En el primero, un grupo de unos seis u ocho chatarreros, en una playa de Bangladesh, elevan, como si de un ataúd se tratase, una plancha de metal arrancada al oxidado casco de un ciclópeo barco abandonado después de haber prestado servicio durante años. Parecen felices, como pequeños carroñeros picoteando un gran animal que los alimentará por largo tiempo. No es la última pieza que les quedaba por acarrear, pero el gesto es tan significativo que se presta a ser el final de la película.

Sin embargo, cuando se han marchado, es el propio Hutton quien pareciera irse y dejar morir la cámara, aún grabando, al constatar que ya no queda nada por hacer. En ese momento los hombres se acercan curiosos al objetivo, como en las viejas bobinas de Louis Lumière, más confiados, como si tras el instrumento que los filmaba ya no hubiese nadie manipulándolo. La pose ceremonial del grupo que habíamos visto hace unos minutos cuando aún se sentían observados, se torna jocosa. La cámara cinematográfica ya no es un espejo, es un cristal.   

Estamos en el tercer acto del film y se ha repetido, despojado de elementos tecnológícos, el primero.

Vemos a un hombre bajo una pequeña sombrilla clavada en la arena, un vigilante tal vez, porque el plano de apertura del film, en el muelle de construcción del barco, tomaba a los obreros protegiéndose del sol bajo un toldo. Vemos a los hombres desgajar, afanosamente, con herramientas rudimentarias, las mismas piezas que antes fueron ensamblándose. Relacionamos esa foto grupal a la que me refería porque rimaba con la que al principio se hicieron los marineros el día de la botadura del barco. También tenemos las vivas olas que en el ciclo infinito de las mareas erosionan los restos del cadáver del barco y tuvimos el agua inerte en que se produjo la gestación de la nueva nave. Hasta ese mismo plano final digamos "post mortem" queda justificado porque el oficial alumbramiento del barco - fanfarrias y confetti; antes se hacía con champán - siempre se produce después de su finalización en los astilleros.  

¿Hay forma más elocuente de dar a ver la contaminación y el neocolonialismo?

La expectativa de la presencia humana podría hacer pensar que son los momentos más importantes de la película, pero lo más hermoso del film me parece el extraordinario segundo acto, filmado enteramente desde el punto de vista a bordo del barco y donde Peter Hutton concentra el bagaje que le otorgaron sus otros films marítimos o fluviales: "Skagafjördur" (2004), "Two rivers" (2002), "Time and tide" (2000), "Study of a river" (1996) y "Landscape (fon Manon)" (1987).

Son tal vez los mejores planos de su carrera y no parece proponerse tal cosa porque, miradas con desidia, estas estampas apenas se diría que documentan durante dieciséis minutos las rutinarias travesías de un barco, cualquier barco.   

Encontrar al Peter Hutton ávido lector de Joseph Conrad y la aventura, las historias de puertos, los sueños de los hombres que nacen y es como si cayesen al mar según dice la frase que preside la película, no tiene sentido. Sí al marinero que durante años se enroló en cargueros como esta nave comercial que parece inhabitada.

Tal vez en otra época y en otro cine pudo ser posible intentarlo, pero en 2007, sensato, Hutton buscó otra utopía más pedestre, la del viaje, el anhelo por compartir lo que antes que observado fue ya vivido, es decir, evidenciar las sensaciones atesoradas en la memoria antes que lo leído en libros o visto en películas: cómo llega el aire cálido a cubierta al aproximarse una tormenta, cómo relampaguea la noche cerrada, la sensación placentera de la primera lluvia o la inquietud que despierta la que no cesa, la calma de la más absoluta soledad, el sol naranja que se quedó rezagado a popa un atardecer, la lentitud del mundo cuando el horizonte no cambia nunca. 

El hecho de que consiga restituir siquiera algo de todo ello, sin música, sin palabras, sin banda sonora, sin insertos, sin closeups ni primeros planos, solo mediante la sugestión del montaje, los encuadres, el tiempo de exposición y el ritmo, ya es asombroso, pero de ninguna manera casual. Lo que tanto suele abundar en films de colegas suyos y que debiera ser antes que un elemento de estilo el resultado de una falta de medios o en el mejor de los casos una abstracción, el final de un proceso, pero que algunos, demasiados, ya ponen en funcionamiento indiscriminadamente en su primer corto - las colas de fotogramas veladas, los desenfoques, las repeticiones, las abrasiones, los fundidos a negro... -, no se encontrará aquí, Sus autoimpuestas limitaciones, justificables por autonomía de trabajo y presupuesto, son elecciones largamente fundamentadas, lógicas en alguien que nunca dejó de ser cada una de las cosas que fue. 

Cada plano es un lienzo, cada lienzo un trozo de mármol o de barro y cada uno de estos últimos, un plano. Es irónico que la fracción de tiempo que capta un óleo o la de espacio que queda inmortalizado en una estatua, puedan cobrar movimiento por este arte del cinematógrafo que nos ha permitido alcanzar el hito de ver a través de los cuerpos opacos y ahora somos menos clarividentes. 


viernes, 31 de enero de 2025

SOÑAR, DORMIR, TAL VEZ MORIR

Una de las películas más enigmáticas de finales del siglo XX.
 
Al contrario que la mayoría de los cines, empezando por el español, que somos sus vecinos más próximos, singularmente carentes de misterio por muy interesantes que puedan ser las películas que se lleguen a materializar cada año, el portugués es rico en obras llenas de secretos, insondables por muy sencillas que sean sus maneras.
 
"Glória" (1999) de Manuela Viegas brilla como una gema extraña, insólita, como lo hacen las de tantos cineastas de obra única, pero especialmente como lo hacen las de bastantes lusos con carreras muy prolijas - incluso muy extensas en el tiempo - que han filmado siempre, una tras otra, operas primas, recomenzando cada vez que se ponen tras la cámara, sin astucias para hacerse con un territorio y creerse autores, qué importa si aburridos de sí mismos. 
 
No hace falta ser muy sagaz para deducir que no es esa la fórmula del éxito.

Recuerdo el caso, paradigmático, de Vítor Gonçalves. Tres películas, o casi porque la segunda, hecha para televisión apenas se extiende por una hora de metraje y se ha visto poquísimo, treinta largos años entre el primer proyecto y el último y una vieja colección de elogios de ilustres compatriotas entusiasmados con la promesa. "Uma rapariga no verão", su debut en 1986, ahora parece mentira, convocó a ese fantasma cansado que aparece siempre que alguien va a ser importante. Se citaron o debió haberse nombrado a Jacques Rivette, Ignacio Aldecoa, Raúl Ruiz o Paula Rego. Se habló de él como "hijo de Antonio Reis"... se dijeron tantas cosas. En el 89 llegó esa breve y elusiva "Meia noite" y para cuando estrenó su último film, "A vida invisível" (2013), mejor que la mayoría de los de la temporada, apenas ya hubo interés. Personal, sentido, sobrio, culto, pero tuvo mala suerte.
 
De la misma "familia" que Gonçalves desciende Viegas, montadora de algunas de las mejores obras de João César Monteiro, Rita Azevedo Gomes, Pedro Costa, Alberto Seixas Santos, António-Pedro Vasconcelos o João Botelho
 
Quien espere ver en "Glória" una selección de imágenes de todos ellos, no la encontrará. Antes bien todo parece pensado por primera vez, es decir, propio antes que nuevo y sin embargo vibra su película como un acertijo infantil, que parece fácil de resolver, intrínseco a la primera memoria, no siendo en ningún momento ni un thriller ni una aventura, géneros donde de entre los dobleces y los ángulos oscuros brota la intriga, surge la duda. 
 
Costaría incluso acercarla a la lumbre de algún referente o sería solo una aproximación. Me gustaría pensar que importaron mucho a Manuela Viegas las dos primeras películas de Víctor Erice, el más portugués de los cineastas españoles no por casualidad. Avergüenza, dicho sea de paso, no la poca herencia patria que han tenido nuestros dos mayores cineastas porque tampoco de Luis Buñuel hay ningún continuador, sino que apenas alguien aprendiese algo sin copiarlo.  
 
"Glória" escenifica un duro panorama, norma antes y ya triste epílogo hoy día. De lo verdaderamente rural solo sabe quien se queda a vivir allí. Pueblos vaciados, parentescos viciados, esperanzas vencidas y sueños vestidos de pesadilla. Si algo con la intensidad necesaria prendiese la película, esta tomaría impulso para justificar cualquier relato. De las acciones, surgirían las emociones, todo lo graves que se quiera, porque siempre se está a tiempo de corregir con un buen y tranquilizador final. Pero aquí estamos en el otro lado del cine y recordando aquella máxima, tan poco seguida, de "Notes sur le cinématographe", como las acciones vienen tras las emociones, si solo cunde el desaliento y el hastío...
 
Sería difícil tratar de explicar cuanto sucede en "Glória", pero no lo es en absoluto entenderlo. La inmediatez con la que se siente el deseo o la desconfianza, el desarraigo o el odio, son la mejor prueba de que lo segundo es lo que de verdad importa.
 
La magnética banda sonora de la película - que suena a Erik Satie sin que se escuche una sola nota de su música -, la precisión de los movimientos de intérpretes o la composición geométrica de cualquier plano, contrastan con la textura de las imágenes, porosa y láctea, con los diálogos, aludiendo a hechos de los que poco sabemos y todo ello no deja de ser un fondo para cuanto concierne a su protagonista, una adolescente que es un animal perdido por cañadas y bosques, los rincones salvajes que algún empresario convertirá en autopistas y urbanizaciones y preparará para las futuras postales del progreso, es decir, para que la chusma asole sus rincones en pos de algo auténtico... de lo que huir el domingo por la tarde.

Para que llegue ese mundo falta una eternidad si eres un niño en un mundo de viejos, como Glória, que habita un lugar donde todo es perezoso y repetitivo y no hay nada detrás del horizonte, nada cambia, nada sucede. Los que nacimos y crecimos en pueblos alejados de todo supongo que para siempre miraremos como ella, aceptando las cosas, con curiosidad un tanto célibe, no pidiendo mucho, no sabiendo ser otra cosa que lo que fuimos por muy lejos que quede todo aquello, por muy cerca que esté ahora al regresar. Capta Manuela Viegas en toda su intensidad el caminar sin rumbo, a deshoras, las vías del tren serpenteando paralelas al río, los ancianos que se apoyan en la pared y se quedan inmóviles hasta que se les marcha su sombra, el barro de los charcos colándose en las casas detrás de los niños, las caras de aviesos campesinos de los honrados estraperlistas o el dolor infinito del niño que está enamorado de Glória pero no sabe qué le ocurre, por qué todo perdió el sentido de repente y, en una escena desconcertantemente emocionante, le quiere golpear cuando la encuentra sola.

La tragedia acecha, sí, pero faltarán los gestos. No hay épica ni lírica para los que no saben reconocerlas. Tampoco ley ni Dios, solo sus huellas, pero se borran con la lluvia.