“Der verlorene (El hombre perdido)” navega entre varios géneros. No es un thriller específicamente, pero es intrigante y misteriosa, no es cine negro, pero las atmósferas, la narración en flashback y la fotografía contrastada de Václav Vích, tienen un intenso aroma “noir”; tampoco es estrictamente un drama bélico, apenas tangencialmente si acaso. Ni siquiera es un film de terror, aunque sí sobre el miedo.
Es como su director y actor protagonista, Peter Lorre, inclasificable. Tal vez tenga algún parentesco con las dos películas más emblemáticas que protagonizó Lorre en los 30, “M” de Fritz Lang y “Mad love” de Karl Freund, que en 1951 acaban por emparentarlas no sé si involuntariamente con el universo que Val Lewton imaginó con la ayuda de Tourneur, Wise o Robson. Es interesante pensar qué podría haber hecho Lorre con algún material de Lewton, porque si algo deja diáfanamente claro “Der verlorene” es que Peter Lorre fue, además de uno de los actores más únicos y originales de todos los tiempos, un gran director.
El clima insano derivado de la guerra, los exteriores agorafóbicos, las estancias umbrías, los experimentos en el laboratorio... todo en la película apunta a un ambiente "mabusiano" y en última instancia de amoralidad total. Algo hay en su desarrollo que recuerda a “So dark the night” (1946), el fascinante film de Joseph H. Lewis que luego quizá inspiró a Richard Tuggle cuando rodó “Tightrope” en 1984 con Clint Eastwood. Ni los cadáveres aparecen, sólo sus pertenencias.
El nexo común quizá sean las novelas de Cornel Woolrich y su inagotable imaginario de personajes “complejos y en peligro” como una vez los definió Guillermo Cabrera Infante.
Peter Lorre rueda con mano firme, sin que se note la tramoya, con claras influencias de Welles (vía Carol Reed) y apoyado en un actor excepcional, él mismo, que hace quizá su mejor interpretación, añadiendo a su habitual despliegue unas gotas de Claude Rains y un destello de Gert Fröbe. Es inquietante la fría y alcohólica calma con que el pequeño doctor Neumeister actúa. Se intuye que ha venido después de una auténtica tormenta en el pasado.
En varios momentos (la escena del tren con el borracho que amaga con reconocerlo, la cena con Frau Hermann, la primera vez que recibe a Nowak en su despacho), la película pone en marcha un mecanismo que el cine de esa época era capaz de desplegar y que hoy en gran medida ha perdido (el americano, por completo): la capacidad para abrir varias vías de desarrollo de una historia y optar por una distinta que aún no conocemos.
Es precisamente la habilidad de Peter Lorre para hacer que la película se mueva como la pantanosa e indescifrable mente de su protagonista, la mayor virtud de este extraño film, que juega a fondo la baza de la puesta en escena ambigua, como tanto gustaba (y tan pocas veces pudo llevar a sus últimas consecuencias, debido a sus eternas penurias presupuestarias) a Edgar G. Ulmer.
Hubiera estado bien haber visto a Lorre dirigiéndose en su otro tipo de papel más característico, el de superviviente insidioso que aprovecha cualquier resquicio para sacar provecho de los demás, siempre proponiendo negocios y aventuras en las que no se arriesga nunca personalmente.
1 comentario:
Buenísima!! Aunque no soy objetivo, ya que Lorre es uno de los objetos de mi adoración absoluta.
Saludos!!
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