“The exile”, la primera película americana de Max Ophüls llega en 1947 tras siete años de silencio.
Siete años son muchos para Max Ophüls y eso se nota sobremanera en la película, desgraciada e ignominiosamente inédita y fuera del alcance de la mayoría de los cinéfilos. No sé si echar leña al fuego es una buena idea, pero se trata en mi opinión de una de las mejores películas de cuantas realizó.
Cosas como “Yuki fujin ezu” de Mizoguchi o “I walked with a zombie” de Tourneur asaltan la mente al contemplar este sublime y nublado blanco y negro.
De Ophüls ha quedado un tópico bastante certero, valga el contrasentido. Barroquismo, trágicas historias de amor, complejos planos secuencia, originales travelling que envuelven a los personajes en el decorado, elegancia y buen gusto…
“The exile” es un film clave en el sentido que lo puedan ser - por muy diversos motivos - “Prästänkan” o “Två människor” de Dreyer, “Broken lullaby/The man I killed” de Lubitsch, “Madam Satan” de Demille, “The wrong man” de Hitchcock, “Blonde Venus” de Sternberg, “Seven women” de Ford, “Guys and dolls” de Mankiewickz, “Kaze no naka no mendorio” de Ozu o “Interiors” de Woody Allen, en el sentido de que iluminan uno o más aspectos generalmente poco conocidos o poco valorados de sus respectivos creadores y desde luego amplían considerablemente su alcance. Su carácter de obra distinta (única en muchos aspectos) para su autor la hace especialmente atractiva y permite adivinar su reflejo en otras obras suyas quizá menos valoradas por lo que se apartaban del tipo de películas con el que se le identifica.
Porque “The exile” es, además de todo lo que el canon ophülsiano mandaba hasta ese momento, y por encima del mismo, trepidante, claramente “de género” (posteriormente llegarían sus muy personales films noir), de una contagiosa vitalidad y deliciosamente divertida.
La película da pie a algunas cuestiones interesantes.
La primera es que, como “They died with thier boots on” de Raoul Walsh, - mi western favorito y una de las películas que más me han emocionado, con la que tiene más de una concomitancia - “The exile” es también una de las pruebas más rotundas de que el gran cine pudo ser (fue) el más accesible, perfectamente comprensible por todo el mundo, tan apasionante como adictivo, tan juvenil como culto, que enseñaba y entretenía, con el equilibrio perfecto entre film de aventuras, musical y comedia, con el amargo poso de la renuncia.
Así, el duelo final de Douglas Fairbanks Jr. con Henry Daniell en el molino abandonado, que culmina en uno de los más extraordinarios “close-ups” que en el cine han sido, es al mismo tiempo un prodigio de planificación espacial, una inolvidable coreografía musical, un momento de cine expresionista deudor de Murnau y la escenificación de la agridulce victoria de un rey depuesto que, como el príncipe estudiante de Lubitsch, se debate entre su deber y su deseo de vivir como un hombre cualquiera.
La segunda es que en cine, muchas veces, se sobrevalora el movimiento. No me parece que haya directores americanos actuales que, transitando el mismo terreno, mejoren el trabajo de Eugene Richards, por ejemplo. Siento más intenso su trabajo de búsqueda y preparación de cada uno de sus trabajos que culmina en esas excepcionales, inhóspitas fotografías.
“The exile” produce el efecto opuesto. Hay tanta preparación pictórica en cada encuadre, una dosis tan desacostumbrada de concentración de detalles, que parece que se disfrutaría más si de repente se detuviese el torrente de imágenes o al menos se ralentizase el ritmo para permitirnos aprehender todo lo que la película ofrece, que más que invitarnos por el puro deleite de hacerlo, nos obliga a verla varias veces. De otra manera se hace difícil ver a Rembrandt, Ruysdael o Van Dyck, oir a Shakespeare, pensar en lo que tiene en común con “Chimes at midnight” de Welles o con el cine de Renoir, reflexionar sobre qué matices pudo aportarle Errol Flynn al personaje que interpreta - consciente y brillantemente “a la antigua” - Douglas Fairbanks Jr., o fantasear con qué pudieron haber hecho otros maestros del rodaje de exteriores “de estudio” como Sternberg o Minnelli con un material así.
Y por último y coincidiendo con estos momentos de persecución de las descargas en Internet de archivos de películas, decir que no todo el monte es orégano y por extraño que parezca, todavía queda gente que se dedica a organizar foros sin lucrarse con publicidad. Hay un buen número de páginas que realizan una labor de recuperación de cine perdido en el tiempo, con traducción y reconstrucción de subtítulos si es necesario, como auténticas y modernas Cinematecas. Páginas como http://www.cine-clasico.com/ o http://www.allzine.org/ nos han permitido a muchos ver o rememorar un buen número de obras que de otra manera permanecerían en el más absoluto ostracismo.
No sé cuánto dinero podría proporcionar su explotación, ni en manos de quién quedaría la administración de ese beneficio, pero imagino que el tanto por ciento que correspondería a quien pueda quedar en el mundo con algún vínculo familiar o legal directo con el legado de Max Ophüls, seguro que es bastante similar al que el propio autor recibió en vida.
Siete años son muchos para Max Ophüls y eso se nota sobremanera en la película, desgraciada e ignominiosamente inédita y fuera del alcance de la mayoría de los cinéfilos. No sé si echar leña al fuego es una buena idea, pero se trata en mi opinión de una de las mejores películas de cuantas realizó.
Cosas como “Yuki fujin ezu” de Mizoguchi o “I walked with a zombie” de Tourneur asaltan la mente al contemplar este sublime y nublado blanco y negro.
De Ophüls ha quedado un tópico bastante certero, valga el contrasentido. Barroquismo, trágicas historias de amor, complejos planos secuencia, originales travelling que envuelven a los personajes en el decorado, elegancia y buen gusto…
“The exile” es un film clave en el sentido que lo puedan ser - por muy diversos motivos - “Prästänkan” o “Två människor” de Dreyer, “Broken lullaby/The man I killed” de Lubitsch, “Madam Satan” de Demille, “The wrong man” de Hitchcock, “Blonde Venus” de Sternberg, “Seven women” de Ford, “Guys and dolls” de Mankiewickz, “Kaze no naka no mendorio” de Ozu o “Interiors” de Woody Allen, en el sentido de que iluminan uno o más aspectos generalmente poco conocidos o poco valorados de sus respectivos creadores y desde luego amplían considerablemente su alcance. Su carácter de obra distinta (única en muchos aspectos) para su autor la hace especialmente atractiva y permite adivinar su reflejo en otras obras suyas quizá menos valoradas por lo que se apartaban del tipo de películas con el que se le identifica.
Porque “The exile” es, además de todo lo que el canon ophülsiano mandaba hasta ese momento, y por encima del mismo, trepidante, claramente “de género” (posteriormente llegarían sus muy personales films noir), de una contagiosa vitalidad y deliciosamente divertida.
La película da pie a algunas cuestiones interesantes.
La primera es que, como “They died with thier boots on” de Raoul Walsh, - mi western favorito y una de las películas que más me han emocionado, con la que tiene más de una concomitancia - “The exile” es también una de las pruebas más rotundas de que el gran cine pudo ser (fue) el más accesible, perfectamente comprensible por todo el mundo, tan apasionante como adictivo, tan juvenil como culto, que enseñaba y entretenía, con el equilibrio perfecto entre film de aventuras, musical y comedia, con el amargo poso de la renuncia.
Así, el duelo final de Douglas Fairbanks Jr. con Henry Daniell en el molino abandonado, que culmina en uno de los más extraordinarios “close-ups” que en el cine han sido, es al mismo tiempo un prodigio de planificación espacial, una inolvidable coreografía musical, un momento de cine expresionista deudor de Murnau y la escenificación de la agridulce victoria de un rey depuesto que, como el príncipe estudiante de Lubitsch, se debate entre su deber y su deseo de vivir como un hombre cualquiera.
La segunda es que en cine, muchas veces, se sobrevalora el movimiento. No me parece que haya directores americanos actuales que, transitando el mismo terreno, mejoren el trabajo de Eugene Richards, por ejemplo. Siento más intenso su trabajo de búsqueda y preparación de cada uno de sus trabajos que culmina en esas excepcionales, inhóspitas fotografías.
“The exile” produce el efecto opuesto. Hay tanta preparación pictórica en cada encuadre, una dosis tan desacostumbrada de concentración de detalles, que parece que se disfrutaría más si de repente se detuviese el torrente de imágenes o al menos se ralentizase el ritmo para permitirnos aprehender todo lo que la película ofrece, que más que invitarnos por el puro deleite de hacerlo, nos obliga a verla varias veces. De otra manera se hace difícil ver a Rembrandt, Ruysdael o Van Dyck, oir a Shakespeare, pensar en lo que tiene en común con “Chimes at midnight” de Welles o con el cine de Renoir, reflexionar sobre qué matices pudo aportarle Errol Flynn al personaje que interpreta - consciente y brillantemente “a la antigua” - Douglas Fairbanks Jr., o fantasear con qué pudieron haber hecho otros maestros del rodaje de exteriores “de estudio” como Sternberg o Minnelli con un material así.
Y por último y coincidiendo con estos momentos de persecución de las descargas en Internet de archivos de películas, decir que no todo el monte es orégano y por extraño que parezca, todavía queda gente que se dedica a organizar foros sin lucrarse con publicidad. Hay un buen número de páginas que realizan una labor de recuperación de cine perdido en el tiempo, con traducción y reconstrucción de subtítulos si es necesario, como auténticas y modernas Cinematecas. Páginas como http://www.cine-clasico.com/ o http://www.allzine.org/ nos han permitido a muchos ver o rememorar un buen número de obras que de otra manera permanecerían en el más absoluto ostracismo.
No sé cuánto dinero podría proporcionar su explotación, ni en manos de quién quedaría la administración de ese beneficio, pero imagino que el tanto por ciento que correspondería a quien pueda quedar en el mundo con algún vínculo familiar o legal directo con el legado de Max Ophüls, seguro que es bastante similar al que el propio autor recibió en vida.